Cuando llegamos, dos días después de la catástrofe, Santiago de Cuba era un intenso olor a resina de madera quebrada. Y la certeza de un clima aún más tórrido, por la pérdida de casi toda su pró diga vegetación. Alumbrado a intervalos por los focos de carretera, el pórtico de colinas hendidas por la Autopista […]
Cuando llegamos, dos días después de la catástrofe, Santiago de Cuba era un intenso olor a resina de madera quebrada. Y la certeza de un clima aún más tórrido, por la pérdida de casi toda su pró diga vegetación. Alumbrado a intervalos por los focos de carretera, el pórtico de colinas hendidas por la Autopista Nacional ofrecía un panorama como calcado de una leyenda gótica: espectral a la luz de la luna llena. Súbito presagio de derrumbe total.
Sí, el caos estaba cerca. Inapelable. La ciudad que semejara un reflejo especular del firmamento apreciada desde las alturas circundantes; la ciudad de escarpada topografía iridiscente; la que nunca cedió a un tirano ni se plegó a la tristeza; esa que llevo prendida al alma, aunque no suela proclamarlo, porque no considero merecerla, se había trocado en oscuridad densa, pringosa. Unánime. Parecía al fin vencida.
Beirut bombardeada me vino a las mientes mientras, aferrado al timón, en silencio, Jesús lograba que el peugeot de la revista Bohemia sorteara el vía crucis de árboles yacentes, y daba vueltas buscando resquicios entre cerros de escombros. Escombros suficientes para construir otra Santiago.
Desde el asiento delantero, Rabassa preguntaba acerca de trillos propicios donde otrora caracoleaban las calles. Y juraba no haber visto nada similar en su larga vida de fotógrafo trashumante. Detrás, a mi lado, Lazarito el reportero terminaba de conversar por el teléfono celular con algún funcionario que pronto haría de anfitrión. Y tras una o dos entrecortadas exclamaciones callaba.
Los santiagueros no imaginaron esto. Con sempiterno temor a un terremoto épico, durante años se asomaron al estropicio de los huracanes a través de sus televisores. Al decir de un colega, ni en los años sesenta, cuando el Flora, «el ciclón más loco de todos los ciclones, los habitantes de esta urbe habían enfrentado cosa igual al denominado Sandy», presente en los vagidos del día 25 de octubre. Este no respetó ni la sólida catedral, a la que arrancó las cruces de las torres en su paso iconoclasta. Paso que arrebató también nueve vidas humanas en la localidad y convenció al desprevenido de que el cambio climático no discrimina en la repartición de males.
¿Qué lugareño encontró el testigo? Aquel que, enjugadas las lágrimas, visibles incluso en los más curtidos, se entregó a la recuperación con un empeño en que el visitante desavisado podría vislumbrar mero fatalismo -«si Dios lo quiso…»-. Pero en descargo del forastero recordemos que en no muchos sitios del planeta la gente ríe y entona trozos de una canción en medio del apagón más «democrático», entre ollas colectivas colocadas sobre el fuego de abundosa leña, zafada de techos, puertas, ventas… No en muchos puntos los niños juegan -y vociferan demasiado; queda por hacer en ese sentido- hasta tan tarde, felices en su inocencia de un receso escolar inusitado, sin el miedo materno, paterno, a posibles fechorías escudadas en tinieblas de páramo.
Y no es que Santiago haya observado una disciplina «prusiana». Mas los ralos actos de pillaje, recurrentes y multitudinarios en otros confines en instantes de desesperanza, desesperación, fueron aquí la excepción que confirma la regla. La población condenó las muestras de egoísmo imperdonable, el crimen de lesa solidaridad, y aplaudió la agilidad con que se aprehendió a los malhechores, y los juicios sumarios, ejemplarizantes, con que se restableció el orden.
Descartemos entonces la actitud como embotada en la desgracia. Sucede que aun en el menos consciente de los ciudadanos está enraizada la convicción de que el Estado no se mostrará ajeno. Aun en el más rezongador ante las carencias de plaza sitiada -hoy por partida doble- y la estolidez de ciertos burócratas resultan tan naturales la fraternidad de los demás cubanos y la amistad granjeada allende el mar, amén de la actividad febril de las autoridades y la visita de trabajo de su presidente, que quizás solo las note como móviles de la faena colectiva, gregaria, ese que ha afilado la pupila por «deformación» profesional: el periodista. El testimoniante. El «intruso».
Al marcharnos, cinco días después del trágico paseo de Sandy, la ciudad iba recobrando las luces -todavía islotes en la noche-, los trillos trasmutándose en calles, los pequeños preparándose para las clases en improvisadas aulas. Y los trenes, los ómnibus, los barcos de la ayuda, arribando al Santiago que será, que ya está siendo. El de antaño, el de siempre. Donde cede el intenso olor a resina -los árboles crecerán, el follaje reverdecerá- y el huracán se convertirá si acaso en una pesadilla de la que, sin duda, los más sanarán sin mediación de sicoterapeuta alguno.
Porque la acción es la mejor medicina. El modo único de rehacer el mundo.