En los colegios y universidades se sigue enseñando, salvo contadas y valiosas excepciones, que el hombre actúa racionalmente. Esto le permitiría ponderar la información disponible y optar por lo más favorable o lo menos desfavorable. Esto es falso, sólo algunos seres humanos logran vencer sus instintos naturales y culturales y hacerse conscientes; para ello es […]
En los colegios y universidades se sigue enseñando, salvo contadas y valiosas excepciones, que el hombre actúa racionalmente. Esto le permitiría ponderar la información disponible y optar por lo más favorable o lo menos desfavorable. Esto es falso, sólo algunos seres humanos logran vencer sus instintos naturales y culturales y hacerse conscientes; para ello es preciso disponer no sólo de una información superior a la de la media sino que además de conocimiento para poder interpretarla.
El mito de la democracia, o de la posible democratización, sin resolver la generalidad del comportamiento irracional prevalece como ideología en todo el mundo. Las «democracias representativas» no son otra cosa que aristocracias populistas que desesperadamente buscan la anuencia de los consumidores para que ellos se sientan involucrados en políticas opuestas a sus intereses, es decir, contra lo que quieren aunque dichos deseos sean un mero reflejo de su animalidad subyacente o de los imperativos sociales. Las decisiones de la clase dirigente lesionan los anhelos, racionales o irracionales, puestos en la sociedad por los dirigidos.
La teoría marxista señala que los intereses de los seres humanos dependen de la clase a que pertenezcan debido a que el hombre se lo ha reducido sólo a la dimensión economicista, peor aún, estrictamente alimentaria. Al menos desde hace tres millones de años que el ser humano es mucho más que un autómata hambriento dedicado a sobrevivir y reproducirse; es inseparable del hombre sus anhelos, por más irracionales ellos sean, y la consciencia sólo consiste en decidir racionalmente respecto a aquello que se desea irracionalmente. El hombre consciente exige libertad para realizarse, para iniciar marchas en senderos inexplorados, no con la candidez del temerario sino que con la valiente voluntad, aquella que comprende los riesgos y aún así persevera.
Pero la generalidad del hombre no es ni racional, ni consciente, ni libre, ni siquiera en la faz estoica de la palabra es decir, libre en su consciencia meramente. Sus acciones son instintos culturalmente subsumidos y como uno más la libertad de mercado, de elección racional dentro de la irracionalidad, de la elección racional privada de información o conocimiento crucial, que son las que permiten la complejidad de la vida civilizada. Como un instinto más culturalmente subsumido la compulsión de formar en filas y elegir allí donde no hay opción, entre productos fungibles, en creer que la estructura de dominación puede ser más o menos según nuestros intereses por trazar una cruz ¡Otra vez una cruz! En un acto de fe a la religión oficial de la modernidad, esa que reza que la pluma vale más que la espada, y vale aún, aunque esa pluma no se gobierne por un cerebro.
Eso en general, contra la burda psicología de cardumen que inspira los certámenes republicanos. En particular, respecto a las fiestas democráticas vernáculas, todos estos elementos afloran estridentemente y muchos huyen con una esquiva mirada hacia el norte ¿Qué tan diferente es el espectáculo vulgar electoral chileno del francés? Únicamente la complejidad de las racionalizaciones. En un país, es decir dentro de una entelequia, «modernizado» nadie puede aspirar a un cargo público sin saber hablar el idioma nativo y por el sólo mérito de haber tenido un padre sobresaliente ¿Y George W. Bush? Michelle Bachelet Jeria, que tartamudea hasta los agradecimientos y Eduardo Frei Ruiz Tagle, un tarado de marca mayor, no sólo han sido presidentes del Chile sino que además han sido elegidos por un pueblo para eso ¡Sin necesidad de saber hablar! Y George Bush también lo consiguió en la «democracia más sólida» y añosa. Sarkozy, un tipo sagaz pero nada más brillante que eso, ha hecho de su vida personal un capital político y Berlusconi de sus oscuros negocios un maridaje con la turbia gobernabilidad italiana.
El no debate de ayer desde luego que es razón para avergonzarse, mal de muchos es consuelo de mediocres, pero no existe tampoco algo mejor a lo que podamos aspirar. Quinientas personas de público que pensaban que estaban en una jornada boxeril, sofismas a cuatro voces, preguntas sin sentido y sin respuesta, y tres pelagatos que cambiaran su rayita en función a una corbata chueca o a una mano de más o de menos de máscara facial.
Sin lugar a dudas perdió Piñera, pero por poco, se la llevó pelada si pensamos que eran tres contra uno; y ganó Arrate, y dijo una vez «nacionalizar el cobre» y eso no se escuchará más en la televisión hasta cuatro años. ¿Y a quién diablos puede interesarle que gane Arrate y pierda Piñera? ¿Qué Frei quede como un amargado troglodita incapaz de estructurar una oración? A nadie.
Las elecciones son nada más que un vulgar espectáculo, más vulgar, más recargado, dependiendo si el convocado es el vulgo bananero o el europeo pero un fraude al fin y al cabo.