Al cumplirse 4 años de la firma de los Acuerdos de paz entre el gobierno del señor Juan Manuel Santos y un sector de las Farc (el de Timochenko e Ivan Márquez) han surgido diversos análisis sobre dicho acontecimiento y sobre el fenómeno de la violencia y la guerra en Colombia.
Casi todas las reflexiones se enfocan en el proceso de implementación de cada uno de los temas incluidos en el texto del pacto para resaltar su evidente fracaso, salvo por la desmovilización y entrega de armas de casi 14 combatientes de la resistencia agraria, asunto que era de la mayor prioridad de la elite dominante, representada por el señor Santos y su equipo negociador en La Habana, y también para Timochenko, Lozada y la vieja rosca enquistada en la dirección política de la guerrilla de Marulanda, articulada a los servicios de inteligencia de las Fuerzas Militares y de la policía.
La destrucción de los elementos programáticos de los pactos de paz del Teatro Colon (2016) no son solo obra del uribismo y del actual gobierno de Duque, también es la consecuencia de la maniobra artera de la administración del señor Santos, quien acudió a varios artilugios para impedir una paz con justicia social, mediante el montaje del plebiscito y la sucia acción de la Fiscalía de ese momento, enfocada en destruir los temas medulares de la paz con justicia social y reformas democráticas.
Reforma agraria integral, democracia ampliada, sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, verdad, justicia y reparación para las víctimas del conflicto, ejercicio no violento de la política, organización de un partido político de los ex combatientes, excarcelación de centenares de presos políticos, son todos temas en que el fracaso es un hecho incuestionable.
La violencia ha regresado en sus peores formas, en los años recientes, con el exterminio de cientos de líderes sociales, con el asesinato de casi 250 ex guerrilleros y con decenas de masacres que saturan la vida pública, como resultado, además, de una inacción deliberada de la fuerza pública para que el uribismo pueda justificar su discurso de la guerra y la demanda de medidas autoritarias que limiten los derechos civiles y den prerrogativas a la policía para que actúe violentamente contra los movimientos sociales.
La conclusión de reputados analistas es bastante sumaria: la paz hoy, no existe y su destrucción ha sembrado un nuevo ciclo de guerra en Colombia, haciendo la misma eterna, como las guerras de Afganistán, Siria e Irak.
En Colombia la violencia bien puede inscribirse en los enfoques de Byung-Chul Han y sus tipologías de la misma.
La colombiana es una violencia proteica; cambia de formas pero se mantiene en el tiempo y en los territorios.
En efecto, en los últimos 80 años este país ha registrado dos ciclos muy agudos de violencia. El primero es el de los años 50, que aparentemente se cerró con los pactos que dieron origen al Frente Nacional, acuerdo bipartidista de los partidos liberal y conservador; y el segundo, el de la “violencia contrainsurgente”, con una amplia injerencia del imperialismo yanqui, que se pretendió cerrar con los pactos neoliberales del 2016, con el patrocinio del gobierno del señor Obama y la colaboración de Cuba.
Sin embargo, la degradación y descomposición de ese supuesto Acuerdo a sentando las bases de un “nuevo ciclo” de violencia, en el que desde el campo popular la resistencia agraria y popular se expresa en la presencia beligerante y combativa de las FarcEP que no firmo los documentos santistas de La Habana, (liderada por Ivan Lozada del Frente Primero, Calarcá del Frente 3, Gentil Duarte del Frente 7 y Jonnier del Comando Coordinador de Occidente); del Eln con sus frentes y retaguardias geopolíticas; y del núcleo que firmo los Acuerdos, pero después se margino de los mismos (integrado por Oscar Montero, Romaña, Aldinever, Marquez y Santrich, que se conoce como Nueva Marquetalia).
No obstante que desde el campo de la ultraderecha y las elites neoliberales se pretende estigmatizar a los movimientos guerrilleros tildándolos de narcotraficantes y delincuenciales, carentes de ideología y de un proyecto político revolucionario, lo cierto es que la crisis de la paz neoliberal y la del propio régimen político, hundido en el colapso económico, la corrupción y el desastre sanitario, que ha ocasionado más pobreza y miseria en millones de colombianos, ha perfilado un escenario de grandes movilizaciones sociales y populares, entre las que se deben incluir los procesos de reorganización guerrillera proyectando la renovada resistencia armada revolucionaria en los años por venir, en los términos de los profundos cambios sociales, tecnológicos y geopolíticos en curso.
Lo que está mostrando la experiencia internacional es que frente al derrumbe del imperio y a su reacción violenta y criminal, como la que observamos en Siria, Líbano, Irán, Irak, Afganistán, Chile, Brasil, Venezuela, las masas populares se ven obligadas a organizar sus propias formas de lucha armada como otra manera de avanzar en la destrucción del aberrante Estado de las elites bancarias, latifundistas y militares.
Chile, por ejemplo, nos está indicando, con su titánica lucha, la necesidad de prever a formas de acción armada que contribuyan a la destrucción de la dictadura de las elites retrogradas que pisotean los derechos democráticos del pueblo.