Recientemente se ha anunciado el reconocimiento, por parte de la Iglesia católica, del milagro que le faltaba a Juan Pablo II para hacerlo santo. Se trata de una nueva curación «inexplicable» para la ciencia. Recordemos que su primer milagro fue la desaparición del párkinson de una monja, y ahí dejó claro su altruismo, pues lo […]
Recientemente se ha anunciado el reconocimiento, por parte de la Iglesia católica, del milagro que le faltaba a Juan Pablo II para hacerlo santo. Se trata de una nueva curación «inexplicable» para la ciencia. Recordemos que su primer milagro fue la desaparición del párkinson de una monja, y ahí dejó claro su altruismo, pues lo mismo que sanó a la monja pudo curarse a sí mismo, y no lo hizo. El nuevo milagro, la curación del aneurisma cerebral de una mujer, también tiene relación con circunstancias personales del propio papa: mientras que este prodigio evitó la rotura fatal de una arteria, otro, llevado a cabo (a decir del mismo papa) por la Virgen de Fátima, evitó que una bala atravesara su aorta en 1981.
En todos los casos, la ciencia aparece como la tonta del milagrote, al proclamarse su incapacidad presente y futura para explicar fenómenos naturales, que es su humilde tarea. Permítaseme señalar el atrevimiento que supone esta apuesta sobre la impotencia futura de la ciencia, habida cuenta de que en el pasado tantos y tantos fenómenos que iban de la mano de Dios acabaron dejándola por culpa precisamente del avance científico.
¿Qué decir de esas curaciones extraordinarias que la ciencia hoy no puede explicar? En primer lugar, que las curaciones de enfermos que parecían desahuciados (lo que se conoce como «remisiones» o «regresiones» espontáneas) son raras, pero ocurren, y les suceden a personas de todo tipo de creencias e increencias. Estas curaciones están reflejadas en la literatura médica como un objeto interesante de estudio: ¿qué causas hay detrás de estos acontecimientos insólitos… su conocimiento servirá para propiciar la curación de casos parecidos? Hay que señalar que unas afecciones son más propensas a las regresiones espontáneas (y a los milagros) que otras; de hecho, no todas las afecciones pueden experimentar regresión… ni milagro: nunca se ha registrado rigurosamente, por ejemplo, el crecimiento espontáneo de una mano amputada, por no hablar de la resurrección de un muerto.
Se dice que la Iglesia es extremadamente rigurosa a la hora de certificar la autenticidad de los milagros, pero lo que a mí me parece extrema es su osadía a la hora de «explicar» estos sucesos: ¿se aporta la más mínima prueba de que aquellas mujeres se curaron de manera sobrenatural… y además por intercesión del papa? Parece que para esto último basta el impresionante testimonio de que le rezaron, pero ¿pueden estar seguras ellas mismas de que sólo le rezaron a él, en absoluta exclusiva? Sobre todo a alguien tan dada a las preces como una monja, ¿no se le escaparía un ay, Señor, una letanía a un santo, o una imploración a la Virgen que no alcanzara a verbalizarse (los entes sobrenaturales las pillan al vuelo)? En cuanto a que la segunda curación coincidiera con el día de la beatificación de Juan Pablo II… también ese día (1 de mayo de 2011) murió Bin Laden: ¿le podríamos atribuir a éste el milagro, o su muerte a la intercesión del flamante beato…?
Otro aspecto es que en el escepticismo organizado sobre el que se apoya la ciencia, es fundamental la transparencia informativa; en cambio, la Iglesia no deja acceso -yo lo pedí expresamente- a toda la información de los casos, que queda en manos de unos «expertos» que ella misma elige.
Supongo que lo que pasa es que la Iglesia es consciente de que, por más que digan algunos teólogos progres, una religión sin milagros es como un jardín sin flores. «Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe», dice Pablo en 1 Corintios 15:14. Y pierde todo su atractivo popular: ¿qué sería del catolicismo si le quitáramos las jaculatorias a sus santos o la virginidad a sus Vírgenes? Me temo que hay que optar entre ilusiones infundadas y racionalidad científica; en definitiva, entre fe y razón. Y hay que dejar claro que la opción racional supone renunciar a la superstición, pero de ninguna manera a la fantasía, el juego, el arte, la solidaridad, el amor… es decir, a los aspectos éticos, estéticos y sentimentales que hacen de la vida algo que merezca la pena.
A propósito de estos aspectos, y en relación con la canonización de Juan Pablo II: para la Iglesia es fundamental que el artífice de los milagros fuera virtuosísimo, ejemplar. ¿Fue muy bueno y modélico quien obstaculizó todo lo que pudo el uso de condones contra la expansión del sida, quien negó derechos humanos a todas las mujeres y homosexuales…? Dime a quién santificas, y te diré quién eres.
Juan Antonio Aguilera Mochón. Profesor de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Granada