I
Partiendo de la definición de intelecto que es entendimiento, potencia cognoscitiva del alma humana, intelectual no es necesariamente el filósofo, el novelista, el articulista, el diletante… Intelectual es aquella persona cuyo intelecto está activo las veinticuatro horas del día. No descansa. Todo lo que observa, oye o imagina es susceptible para él de reflexión e incluso de meditación, una actividad cognoscitiva ésta más profunda. Hasta los más mínimos pormenores y situaciones que en principio pudieran resultar para otros irrelevantes, son objeto de un análisis por parte del intelectual, procesado en más o menos tiempo pero en todo caso el que se requiere para agotar el asunto. A veces días, semanas, meses o años. Goethe empezó Faust a los 18 años y lo terminó a los 81…
Y por supuesto que hay niveles y grados de intelectualidad, pues puede hacerse de lo intelectual literatura, poética y estudio en toda clase de materias. Pero el intelectual puro se caracteriza por su vocación holística, por su esfuerzo en no dejar fuera de su consideración en lo posible, perspectiva alguna del asunto que trata. Pues sabe que no hay nada que no esté sujeto al riesgo de que, incluso lo sublime en un aspecto, pueda no serlo tanto en otros. Y sabe también, que nada hay nuevo bajo el sol. Nada que no haya sido pensado y dicho de uno u otro modo en la historia del pensamiento. Pero el interés del intelectual, no precedido de malicia alguna, naturalmente, estriba en su sensación de que “la idea” ha sido alumbrada por su propio intelecto y su propio corazón.
En cuanto a los niveles o grados de “valía” de lo escrito y más o menos divulgado por él, la escala empieza en el genio, el genio del pensamiento, luego viene el talento que lo descubre, y luego el personalísimo de cada vocacional dedicado simplemente a reflexionar y a expresar por escrito sus ideas con arreglo a su capacidad de observación, de disección y de análisis, a su imaginación y su ingenio. Como todo celoso y paciente investigador científico. Pero todo lo pensado, enalbardado o tamizado por el hálito del humanismo que lleva el ser humano grabado en su corazón. Y todo, con arreglo a la sana lógica formal e incluso en consonancia con la fértil fantasía. De modo que según estas bases, se puede convenir que hay intelectuales de primer nivel y, a partir de éste, de niveles sucesivos. Pero aun estos, pese a serlo de segundo orden e influencia secundaria, no por ello dejan de pertenecer al espécimen del intelectual. En todo caso es claro que el discernimiento, clarividencia o lucidez del intelectual en cualquiera de las categorías y más allá de la belleza formal que encierren sus elucubraciones, son tanto más valiosas cuanto más genuinos y más originales son, olvidando que nada hemos esperar que sea absolutamente novedoso.
En todo caso, dependiendo del nivel de desarrollo cultural, del clima y de otros factores, unos países y territorios propician la vida interior que invita más a la reflexión, y otros por el contrario empujan a la vida exterior que anula o rechaza el pensamiento suplido por el puro instinto.
La vida interior es la del espíritu replegado, recogido casi permanentemente en el alveolo del raciocinio; ese que se asoma de manera esporádica o intermitente a los hechos sociales bien porque los busca, bien porque llegan a él a su pesar, pero en ambos casos los observa y los medita. La “vida exterior” es la del espíritu vulgar, la del filisteo, sólo atento a lo que, en este caso buscándolo, le llega desde fuera, lo habla y lo propala entre quienes sienten como él. Porque sus pre-juicios, con los que ordinariamente él se desenvuelve y contra los que el intelectual lucha, son el fluido o combustible con los que él no intelectual esparce el tópico, refuerza la injusticia y la justifica aún sin propósito y generalmente de ese modo instala en la sociedad la sinrazón…
Lo ideal es que cada uno de nosotros fuese un intelectual. Pero no un intelectual de cualquier clase, sino exactamente renacentista. Ése que al igual que en otro tiempo cogía lo mismo la pluma que la espada, ahora fuese capaz de coger tanto el teclado como el pico y la pala. Pues en este caso se habría logrado la democracia perfecta: ésa en la que los dirigentes propiamente no serían prebostes sino lo que debieran ser servidores domésticos del pueblo…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista