Premio Cervantes de Literatura, el autor de Oscuro y La miseria del hombre, entre otros textos, solía decir que les debía a los mineros la capacidad mágica de ver el mundo. Se fue un poeta clásico y romántico, a la vez moderno y tradicional.
El poeta de la eterna boina de marinero, que confesó que cuando era niño, asmático y tartamudo se le enroscaban algunas palabras ariscas en la punta de la lengua, y proclamó en un poema que había perdido su juventud en los burdeles, fue moroso para escribir. Pero también para morir, como si le implorara a su Dios, con el que dialogaba «despacito», que le concediera una prórroga. «¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte?», se lee en uno de los versos más conocidos del Premio Cervantes de Literatura. Gonzalo Rojas, el poeta que fue y será pura música, murió ayer en Santiago, a los 93 años. Pero empezó a despedirse antes, el 22 de febrero, cuando un accidente cerebrovascular lo arrinconó en un «estado de sopor» del que no pudo escapar, una imagen demasiado estática para un hombre inquieto, tal vez el último libertario del otro lado de la cordillera, que estaba desglosando sus memorias, ahora inconclusas. El gobierno chileno decretó duelo oficial hasta mañana.
Rojas, el hombre que dejó miles de poemas como «relámpagos», nació un 20 de diciembre de 1917 en Lebú, una pequeña ciudad del Chile meridional, pesquera y minera, «con mucho mito», como solía proclamar el poeta. Entendía el hecho poético como un relámpago; lo descubrió en la ciudad donde nació, cuando tenía seis años, después de una tormenta que nunca olvidaría. Su infancia en Lebú estuvo esculpida bajo el ruido y el vaho de las minas. Apenas tenía cuatro años cuando su padre, minero del carbón, murió. «Ah, minero inmortal/ ésta es tu casa/ de roble, que tú mismo construiste -escribirá mucho tiempo después en un poema de Transtierro-. Adelante:/ te he venido a esperar/ yo soy el séptimo/ de tus hijos. No importa/ que haya pasado tantas estrellas por el cielo de estos años,/ que hayamos enterrado a tu mujer en un terrible agosto,/ porque tú y ella estáis multiplicados./ No importa que la noche nos haya sido negra/por igual a los dos». Pobreza y muerte joven -su padre no tenía entonces cuarenta años- conforman una alianza indestructible. La madre repartió a sus hijos en distintos colegios de Concepción intentando conseguir becas desesperadamente.
Antes de los diez años, Rojas ingresó en el internado de jesuitas alemanes. Séneca, Rimbaud y Baudelaire marcaron el horizonte de sus primeras lecturas. De vez en cuando, esquivaba los fonemas duros y los reemplazaba por alguna palabra más suave para ganarle la batalla a la tartamudez y poder leer de corrido. Se subía a un banco y declamaba algún fragmento de Salgari o de Julio Verne. De niño aprendió que debía mirar hacia adelante y también hacia atrás al mismo tiempo. Sabía que no había que tenerle miedo al miedo, aun cuando no conocía la «preciosa» sentencia del gran Eliot: «Te mostraré el miedo en un puñado de polvo». El huérfano sin amarras, el artista adolescente que afloraba, pronto se desplazó hacia Iquique y luego a Valparaíso. Tenía 23 años cuando decidió vivir con una joven a tres mil metros de altura, en un campamento minero conocido como El Orito. «Esos mineros eran unos locos. Me decían, mire, amigo, cómo se ve el océano, los barcos -recordaba Rojas-. Y eran los carbonatos que entraban en combustión directa y, en la noche, se veían como luces de barco, pero qué iban a ser barcos si estábamos a ciento y tanto kilómetros de la costa.» A esos mineros, reconoció el poeta, les debía la capacidad mágica de ver el mundo. Le decían que no cantara porque la cordillera estaba viva, que en una de esas se enojaba y lanzaba una lluvia para aplacar el canto de Rojas.
Discípulo directo de Vicente Huidobro, Rojas se sumó al tardío movimiento surrealista chileno a través del grupo que reunía la revista Mandrágora (1938-1941), fundado por Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa. Su integración, no obstante, fue desde la «disidencia», sin llegar a practicar el surrealismo en el sentido más extremo. Ese grupo, según comentaría el poeta muchos años después, era «literatoso»; por entonces el joven poeta se aburría con lo estrictamente literario y creía en la poesía de románticos alemanes como Novalis y Hölderlin. Su praxis surrealista nunca implicó subordinación. No comulgaba con la sistemática objeción de la Mandrágora a Pablo Neruda. «Yo leí el primer Manifiesto de Breton y él dice: ‘Yo no soy el hombre de la adhesión total’. Eso a mí me ha funcionado mi vida entera», argumentaba Rojas su «disidencia» con los surrealistas.
Al principio eclipsada por los titanes de la poesía chilena, su obra tuvo que dialogar y situarse entre la de Gabriela Mistral, la atracción de Neruda, que le resultaría irresistible e inevitable, y la de Nicanor Parra y su irreverente «antipoesía», el único gran poeta que hoy lo sobrevive con 96 años. La voz propia de Rojas se fue articulando a través de deudas que el poeta asumía con otras voces, como la de César Vallejo, de quien tomó el despojo y cierto balbuceo en sintonía con su asma y tartamudez; de Huidobro recicló el desenfado y la veta lúdica; de Neruda se apropió de cierto ritmo respiratorio, a su vez emparentado con Whitman; pero también incorporó a Octavio Paz, Pablo de Rokha, Ezra Pound, Cesare Pavese y los clásicos latinos y griegos. Como Machado, Rojas es a la vez clásico y romántico, moderno y tradicional. La miseria del hombre, su primer poemario de 1948, agitó el avispero de la crítica que lo ninguneó. Mistral, en cambio, aseguró que ese libro «me ha removido, y a cada paso admirado, y a trechos me deja algo parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito». Rojas tardó 16 años en sacar su segundo libro, Contra la muerte (1964). Nunca tuvo la impaciencia por publicar, tampoco el afán de éxito. Ha sido muy «lentiforme», así se definía; publicó diferidamente.
«Yo era un moroso por naturaleza -admitía Rojas-. Yo soy un poeta larvario, y me demoro. Cada escritor tiene su bestiario, como decía Cortázar, tenemos devociones por ciertos animales; el mío no es un animal, es un lepidóptero que se llama la mariposa, y es porque la mariposa es oruga y es larva y se demora y llega a la metamorfosis. Ese es el juego mío. Por eso no es tan raro que haya escrito un libro que se llame Metamorfosis de lo mismo, que parece un disparate, pero así se me da el mundo a mí.» En 1959 viajó a China; con menos de diez años de vida comunista, a Rojas le impresionó una sociedad que le parecía entretenida y que compararía con la primera época de la Revolución Cubana. Después -reflexionaría- se pusieron aburridos, esquemáticos y muy sovietizados. Regresó a China como consejero cultural del gobierno de Salvador Allende. El golpe de Estado de 1973 lo sorprendió mientras estaba en La Habana, a punto de asumir como embajador. Fueron años durísimos; le quitaron la nacionalidad y un decreto de octubre del ’73 lo expulsó de todas las universidades chilenas por ser un «peligro» para la seguridad interna. «Qué peligro iba a ser yo», replicaba el poeta, cuyo cuerpo no se elevaba, en sus años mozos, más allá del metro sesenta y siete. La primera escala de su exilio fue en la Alemania Democrática, donde le asignaron una cátedra en la Universidad de Rostock. Pero las autoridades se las arreglaron para que Rojas no diera una sola clase, y los sectores más duros del exilio chileno lo consideraron «enemigo del pueblo». «Yo nunca he sido comunista ni socialista, sino anarco, ajeno a la vida política, pero profundamente del lado izquierdo», postulaba el poeta.
Esa humanidad, que apenas se elevaba un poco más allá del metro sesenta, se desbarrancó en una profunda depresión. En Domicilio en el Báltico escribió: «Envejecer así, pasar aquí veinte años de cemento/ previo al otro, en este nicho/ prefabricado, barrer entonces/ la escalera cada semana, tirar la libertad/ a la basura en esos tarros/ grandes bajo la nieve». Ayudado por su amigo Octavio Paz, y bajo el artilugio de pasaportes falsos, abandonó Alemania junto con su familia. En Caracas (Venezuela) publicó su tercer libro, Oscuro (1976), que lo consagró internacionalmente. Aprovechando el respaldo que le concedió haber obtenido la beca Guggenheim, el poeta volvió a Chile en 1979. Sabía que tenía clausuradas las puertas de las universidades, pero eligió Chillán, 400 kilómetros al sur de Santiago, como lugar de residencia permanente, desde donde viajó a las universidades e instituciones de Estados Unidos, México y España que lo invitaron en esos años.
La década del ’80 y parte de los años ’90 constituyeron el despegue definitivo con una seguidilla de libros como Transtierro, Críptico, Del relámpago, El alumbrado, Materia de testamento, Desocupado lector y Río Turbio, entre tantos otros títulos. El dique de la poesía le depararía numerosos galardones. En 1992 recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, ese mismo año el Premio Nacional de Literatura de Chile, y el Premio Cervantes, en 2003, cuando anunció que iniciaba su «reniñez». Podía ser irónico, pero sutil como el zumbido del viento, en estos versos: «No confundir las moscas con las estrellas; / oh la vieja victrola de los sofistas. /Maten, maten poetas para estudiarlos. / Coman, sigan comiendo bibliografía». Además del encantamiento amoroso y de lo erótico, era místico, casi «libertino». Hay y habrá lágrimas; el pueblo chileno está de luto. Pero el sentido del humor de Rojas habilita a recordar quizá su mejor epitafio, cuando recibió el Cervantes y tradujo ante la platea que lo escuchaba una frase de su amado Horacio: «Jugaste bastante, comiste romanamente, y bebiste: ¡tiempo de que te vayas!».
Una obra que no envejeció
Poeta erótico por excelencia, Gonzalo Rojas cautivó a sus lectores por la sensualidad de su lenguaje y la vitalidad romántica que expresó en su obra. «Fue una gran influencia en mis comienzos, cuando empecé a escribir mis poemas -dice Hernán Rivera Letelier-. Lo conocí en el año ’80 y con un grupo de poetas de Antofagasta lo invitamos y él fue extraordinario. Nos hicimos amigos y luego nos encontramos en las ferias de libros, en los aeropuertos, y en otros países -repasa el escritor-. El era muy generoso y tenía un sentido del humor muy juvenil. Logró algo que muy pocos logran y es que su obra no envejezca. Envejecía él, pero su poesía seguía más joven. El les sacaba filo a las palabras con la misma alegría con que los niños les sacaban filo a los lápices de colores. Yo soy un asiduo lector de la obra de Rojas. El libro El relámpago es una de sus obras más importantes, con algunos poemas que son de antología en cualquier parte del mundo. El poema que más me gusta es ‘Qué se ama cuando se ama’.» La narradora Carla Guelfenbein opina que en Chile no obtuvo el reconocimiento que merecía: «Creo que nunca fue reconocido completamente en nuestro país, a diferencia del eco que produjo en España, en México o en Colombia. Tenía una sensibilidad poética y un gran sentido del humor, que combinaba con seriedad en la creación de su poesía. El lugar que ocupa en las letras chilenas es, simplemente, el de Gonzalo Rojas, con todas sus particularidades».
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-21512-2011-04-26.html