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Expediente F: ¿Por qué le llaman gusto cuando quieren decir sexo?

Un rosa es un rosa es un rosa es un rosa

Fuentes: Rebelión

Según un trabajo recientemente publicado por las doctoras Anya Hurlbert y Yazhu Ling en la revista científica Current Biology (nº 17, 20 agosto 2007, pp. R623-R625), el carácter aparentemente «desconcertante, confuso y contradictorio» de los estudios sobre preferencias de colores se debe, principalmente, a la irregularidad y la carencia de control científico de la metodología […]

Según un trabajo recientemente publicado por las doctoras Anya Hurlbert y Yazhu Ling en la revista científica Current Biology (nº 17, 20 agosto 2007, pp. R623-R625), el carácter aparentemente «desconcertante, confuso y contradictorio» de los estudios sobre preferencias de colores se debe, principalmente, a la irregularidad y la carencia de control científico de la metodología empleada, que ha hecho imposible cualquier tratamiento «sistemático y cuantitativo» de este tipo de cuestiones. Ello explica también el «sorprendente» hecho de que pese a «la prevalencia y persistencia de la idea de que las niñitas se diferencian de los niños por preferir el rosa» (little girls differ from boys in preferring ‘pink’), y a pesar de la importancia definitiva de este problema de cara a la compra de las ropitas y los patuquitos respectivos, este fenómeno no haya sido investigado hasta el momento de un modo exhaustivo en los laboratorios de neurobiología, no habiéndose podido encontrar -al menos con anterioridad al artículo de Ling y Hurlbert-, «ninguna evidencia concluyente acerca de la existencia de diferencias sexuales en las preferencias de color».

El trabajo de Hurlbert y Ling cuyo título es «Componentes biológicos de las diferencias sexuales en las preferencias de colores» pretende, precisamente, aportar dichas evidencias, y demostrar la existencia de una «robusta» (robust) y «transcultural» (cross-cultural) «diferencia sexual en las preferencias de color» tal y como ésta les ha sido revelada (revealed) a las autoras del estudio por los resultados de una serie de experimentos de «rápida elección comparativa» llevados a cabo en los laboratorios de la Universidad de Newcastle en el Reino Unido. A partir de estos datos experimentales: «Los patrones de preferencia de color individuales fueron estimados sobre la base de los valores registrados en las dos dimensiones neuronales fundamentales que determinan la codificación de los colores en el sistema visual humano», y la posterior cuantificación y sistematización de los valores obtenidos no dejó lugar a dudas: «Hemos encontrado -siguen diciendo las doctoras- una consistente diferencia sexual en esos valores. Sugerimos que puede estar relacionada con la evolución de los usos sexualmente especializados de la tricromía».

La metodología experimental empleada para llegar a estos trascendentales resultados -descrita por las autoras de forma tan aseada en el sumario del artículo como «a rapid paired-comparison task«- se expone algo más ampliamente dentro del mismo. Los experimentos consistieron, básicamente, en una serie de pruebas realizadas por 53 británicos desocupados (28 británicas y 25 británicos) que eligieron -pinchándolos con el puntero del ratón- entre los cuadraditos de colores que salían en una pantalla los que más les gustaban[1].

Para poder estimar cuantitativamente las preferencias de color sobre la base de «las dos dimensiones neuronales fundamentales que determinan la codificación de los colores en el sistema visual humano», los cuadraditos no sólo cambiaban de color, sino que eran también más claros o más oscuros. Estas dos clases de diferencias mediante las que identificamos los colores cuando decimos que algo es «rosa pálido» o «azul oscuro», o que alguien es «castaño luminoso» o «morena clara», son, precisamente, lo que solemos llamar «las dimensiones neuronales fundamentales que determinan la codificación de los etc.». Esta codificación es llevada a cabo, en efecto, por un lado por los bastoncitos de la retina -sensibles a las distintas intensidades de las emisiones luminosas- que nos permiten percibir las diferencias de brillo, y por otro lado por los conitos que hacen perceptibles las diferencias de saturación (más rabioso, más profundo, más pastel, etc.) y de tono (más verde, más azul, más amarillo, etc.), gracias a que unos son sensibles a las longitudes de onda cortas, otros a las medias y otros a las largas. Esto es lo que se conoce como «tricromía».

Sin embargo mientras que las diferencias de brillo y las de saturación no parecieron tener ninguna influencia significativa sobre las preferencias de los desocupados, no ocurrió lo mismo con las de tono, tal y como se puso claramente de manifiesto al sistematizar y cuantificar los resultados. Para ello se pintaron unos gráficos en los que se puso en el eje de abajo los distintos colorines y en el otro las veces que habían sido pinchados, y luego se dibujó una curva (de color rosa) para representar las elecciones de las desocupadas y otra (de color verde) para representar las de los desocupados. Para que las diferencias fueran más evidentes se recogieron únicamente los valores de tonalidad correspondientes a los colores. Este valor se representó como la amplitud del ángulo correspondiente a todos los colores de igual tonalidad dentro de un espacio de color HSB (Hue, Saturation, Brightness – tonalidad, saturación, brillo-), expresando dicho ángulo en radianes[2].

La «robusta» y «consistente diferencia sexual» encontrada consistió en la marcada inclinación de las 28 muchachas británicas a pinchar -de entre un total de 24 muestras de color- los cuadritos de colores más rositas, mientras sus compatriotas varones pinchaban más bien los azules o los verdes. Ciertamente, para poder llegar a estos resultados antes fue necesario establecer también de forma científica y cuantitativamente sistematizable el sexo de los desocupados y desocupadas, para lo cual no bastó, como es obvio, con preguntárselo o con realizar una inspección supravestimentaria, sino que se hizo a los sujetos y sujetas cumplimentar el test BRSI (Bem Sex Role Inventory) mediante el cual pudieron «calcularse» los respectivos «masculinity and feminity scores«[3].

Para garantizar la cross-culturalidad de la diferencia y su total independencia respecto de cualesquiera factores de naturaleza social -incluido el de la eventual cursilería barbie-inducida de las sujetas, o el del proverbial mal gusto de los británicos en general- no sólo se les dijo a los participantes que hicieran el favor de no pensar al elegir los colores en ropa, ni en coches, ni en nada cultural, sino que también se llevó a cabo la misma experiencia con otros 37 desocupados ¡chinos!, obteniéndose idénticos resultados. Obviamente, si hasta las desocupadas chinas elegían los mismos colores que las inglesas no hay duda de que la cosa tiene que ser biológica. Puesto que, además, se dijo a los sujetos que pincharan los cuadraditos lo más rápido posible no cabe duda de que las elecciones sólo pudieron ser llevadas a cabo de forma completamente instintiva y por el gen rosa en persona -o, digamos: «debían estar necesariamente determinadas por la dimensión fundamental genético-perfunctoria de la visual femenina»-, y por lo tanto la cosa tiene que ser evolutiva.

La generalización de los resultados se logró repitiendo los experimentos (esta vez con menos diferencias de color -dieciséis- para no marear a los desocupados) sobre otros 83 sujetos y sujetas británicos y británicas respectivamente, y volviéndolos a repetir con otros 35 desocupados más (21 británicas y 14 británicos) usando un conjunto mayor de muestras de color, 44 en total (es decir, incluyendo también el rosa chicle, el rosa palo, el rosicler, etc.) -no se indica que se sometiera a éstos otros al test BRSI de manera que su adscripción sexual ha de considerarse meramente orientativa-.

De este modo, a partir de los cuadraditos de colores que más les gustan a un máximo de 208 y un mínimo de 35 desocupados ingleses y a 37 chinos, y tras haber establecido objetivamente la sexualidad de -al menos– unos cuantos de ellos preguntándoles lo que pensaban acerca de cómo debían comportarse las mujeres y los hombres para ser típicamente tales, ha sido posible obtener las primeras evidencias científicas relativas a la determinación sexual de las preferencias cromáticas no sólo de los ociosos británicos y chinos, sino también del resto de la humanidad en general, e incluso ha sido posible llegar a «sugerir» -como de hecho hacen Hurlbert y Ling- la posible relación de estas diferencias facultativo-cromáticas con la evolución de la especie humana tal y como ésta ha venido teniendo lugar a partir del momento originario y fundacional -sólo a partir del cual puede hablarse propiamente de hombres (y mujeres)- de la especialización laboral de los machos y las hembras en, respectivamente, la caza de bichos (azules al parecer) y la recolección de manzanas, fresas, bayas silvestres, y clavellinas de cinc fulles.

No es extraño por tanto -dado el interés y la profundidad de la investigación (que fue llevada a cabo, además, con tal economía de medios)- la repercusión mediática obtenida por el estudio.

El mismo día en que fue publicado el artículo en la prestigiosa revista británica Biología corriente (http://www.current-biology.com/content/current) apareció reseñado en todos los principales medios españoles: «El rosa está hecho para las chicas» (El País 20/08/2007), «Ellas prefieren el rosa» (El Mundo 20/08/2007), «Las mujeres prefieren el rosa» (ABC 20/08/2007), etc. Estos medios, a pesar de reproducir todos ellos casi literalmente la misma información de agencia, consiguieron -como puede verse- personalizar al menos sus titulares dándoles su coloración particular (más festiva y rosada para El País, más seriota y azulona para el ABC, etc.). Pero no sólo los redactores de los medios más prestigiosos se arrojaron literalmente a los quioscos y devoraron el artículo de las doctoras Ling y Hurlbert con la avidez de informaciones científicas a la que nos tienen acostumbrados, sino que también los de los medios gratuitos dieron cuenta, con la misma celeridad del hallazgo científico: «Las mujeres prefieren el rosa por motivos biológicos y no culturales, según un estudio» (20 Minutos 20/08/2007), «Las mujeres realmente prefieren el rosa» (ADN 20/08/2007), etc.

La sensacional demostración de que la diferencia no es cultural sino biológica -esto es: «real» (a decir del ADN)- tampoco pasó desapercibida para la prensa internacional pese a que tardara un poco más en hacerse eco de la noticia. El responsable de la sección científica del propio The Times de Londres, sin ir más lejos, no podía ocultar su satisfacción por el descubrimiento: «At last, science discovers why blue is for boys but girls really do prefer pink» (The Times 21/08/2007) -el subrayado es nuestro-.

Sólo falta saber cuánto se tardará en comenzar a extraer las aplicaciones prácticas del descubrimiento, en que se proponga la instalación de semáforos sexualmente diferenciados en las calles para que las mujeres -más sensibles al rojo- no acaben quedándose siempre paradas ante todas las señales de prohibido mientras que los varones -menos sensibles a los rojos y más a los verdes- se las saltan, cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que se presente como un nuevo avance de la paridad el que los uniformes de las marineras, las policías y las bomberas puedan ser también rosas en lugar de azules para que ellas puedan sentirse más a gusto con su cuerpo (respectivo), o si este nuevo argumento neurobiólogico se añadirá también a la defensa de una educación sexualmente diferenciada que quizás -podría alguien «sugerir»- pudiera impartirse, desde ahora, en clases con pizarras rosas para las chicas -de manera que ellas puedan reconocer más fácilmente el teorema de Pitágoras identificándolo con un capullo de alhelí- y azules para los chicos -de modo que puedan ver de forma más sencilla la fórmula para resolver ecuaciones de segundo grado como si se tratara de la terrible y sobrecogedora figura de un mamut recortándose contra el celeste aire de la sabana-; and so on…


[1] La descripción que hacen Hurlbert y Ling aporta, no obstante, numerosas precisiones imprescindibles: «Subjects sat at a distance of 57cm from the calibrated CRT experimental monitor, in an otherwise dark room. At the beginning of each experiment, subjects adapted to the color of the uniform gray background (C.I.E chromaticity Yxy = [50 .321 .337]). Immediately after this adaptation phase, the paired comparison trials began. During these trials, the color stimuli were displayed on the screen as pairs of rectangular patches (2×3 degrees each), 2 degrees above and below the central fixation point against the gray background. The subject’s task was to move the mouse pointer to select which of the two color patches s/he preferred, after which the next pair would appear almost immediately. There was no time limit on the response, but subjects were explicitly instructed to choose as quickly as possible, without cogitation and particularly without reference to any possible use of colors (clothes, wall colors and so on)«. En fin: … and so on.

[2] Aunque esto no es más que una forma de codificar el valor de esas tres componentes para representarlas mediante coordenadas cilíndricas (el brillo en la altura sobre un eje blanco-negro, la saturación mediante la distancia a ese eje medida sobre el diámetro, y la tonalidad como un ángulo cuyos valores posibles van de 0º a 360° sobre su base) -igual que en el espacio RGB (Red, Green, Blue) de toda la vida se codifican en términos de coordenadas cúbicas, o en el manual de pintura de Pacheco del siglo XVI se decía que para hacer el rosaccio había que machacar una docena de cochinillas y mezclarlas con un tanto así de blanco de España-, no cabe duda de que este método de representación también contribuye mucho a la impresión de solvencia científica proporcionada por la sola visión de los gráficos, y a que estos no puedan ser confundidos con los que habitualmente aparecen en la sección «Vacaciones cerebrales» de los suplementos dominicales de los periódicos para ilustrar diferencias como las existentes entre las elecciones de jamón ibérico o jamón de pata blanca existentes entre los catalanes y los andaluces cuando piden raciones en los bares -y tras las que también podrían «sugerirse» influencias de carácter evolutivo relacionadas con la adaptación de los bolsillos a las subidas del Euribor-.

[3] Se trata de un test creado en 1971 por la doctora Sandra Lipsitz Bem que permite caracterizar a una personalidad como «masculina», «femenina», «andrógina» o «indiferenciada» a partir de las respuestas dadas a un total de 60 preguntas en las que se pide que se valoren una serie de atributos del tipo, «independiente», «atlético», «modoso», «chic», etc. indicando si se los considera como «extremadamente típicos», «bastante típicos», «un poquito típicos», «en absoluto típicos», etc. de uno o de otro sexo. El test -que goza de una amplia aceptación entre los psicólogos sin que haya sido necesario ni siquiera revisar la presencia en él de adjetivos como «bitchy» desde los tiempos de su creación– constituye un método de sexación mucho más fiable y objetivo que el habitualmente utilizado para sexar pollos, no viéndose influido además -como salta a la vista- por cualesquiera condicionantes culturales.