En Colombia cargamos sobre nuestras espaldas una antigua certeza y, recientemente, gracias a las reacciones ante una realidad insoportable, experimentamos un sentimiento nuevo. La antigua certeza es que el poder público, infinitas veces, ha sido ocupado por agrupaciones proclives a confabular en beneficio propio. Son capaces de cualquier cosa a fin de garantizar la administración de sus propios negocios, incluso han estado dispuestas, con desfachatez y cinismo, a negociar con el crimen, obedecer a los banqueros y, casi siempre, a dejar un reguero de polvo blanco tras su paso. Venalidad y perversidad propios de la tragedia que han atizado. Este engranaje se pone en marcha con una moral que lo impulse -Oderbrech, Ñenepolítica, ejecuciones extra-judiciales, Interbolsa, compra de testigos, masacres, Reficar, AIS, etc -, y ante todo, mentiras a borbotones y una reserva de gatilleros que se ocupa de sus detractores.
Todo mundo sabe, además, que sus privilegios siempre han derivado del trabajo ajeno, trabajos precarios cuyo resultado son cuerpos exhaustos. Cuerpos de proletos con hambre que saben que este mundo está mal hecho. Cuando estos mandamáses aparecen en público es apenas para amplificar todas aquellas voces enmohecidas por el racismo y sus rancios prejuicios. Por lo que hemos visto y padecido, son profesionales en oponerse a cualquier cambio. Eso sí, jamás se atreverán a reprobar la muerte de sus semejantes. Sin conocer nada de Maquiavelo, además porque desprecian a todos aquellos que invierten su tiempo en la ciencia y en el cultivo de las artes, entendieron que para hacer política deben enmascarar su indolencia, que es otra forma de decir complacencia con el sufrimiento ajeno. En resumidas cuentas, vidas de canallas. Octavio Paz tenía razón cuando dijo que “la derecha no tiene ideas sino intereses”.
El resultado de esta obra de mezquindad y violencia ha sido la angustia de la miseria y la rabia del desprecio. Levantarse cada día con buena voluntad para regresar a casa escupiendo la frustración de un polvo incierto. Parece como si en lugar de recibir una patria, nos hubieran arrojado un castigo. Pero todos aquellos cuerpos esculpidos por la adversidad, un buen día decidieron negarse a aceptar la derrota. Y aquí es donde germina este nuevo sentimiento. Invocaron las sagradas artes de la movilización festiva, patrimonio de los pobres y los inconformes, y en medio de un virus letal hicieron de las calles su digno lugar de combate, sin árbitros que reclamaran juego limpio y en desventaja contra la artillería oficial y los gansters de camisa blanca, pero con unos deseos de cambio incontenibles y la ayuda mutua de los afectos a su favor.
Se equivocan los que afirman que no vendrá nada nuevo. Esta sentencia apresurada desnuda su confuso asombro, precisamente porque no han entendido nada, no se han percatado de que algo ha cambiado. No se sabe a ciencia cierta si lo que cambió se debe a alguna alteración en la correlación de fuerzas, a la disposición espiritual por tanta ingesta de ayahuaska, a los efluvios benéficos de un Acuerdo de Paz que ha sido herido con odio, a la interacción virtual contra-informativa, a esa pulsión de romper el encierro y declararnos, con todos los colores que caben en la indignación, contra el patriarcado, el militarismo y la estatuaria colonial. Quizás el momento actual ha comenzado a parirnos de nuevo por una mezcla de todo lo anterior.
Algo ha cambiado, nos orienta la empatía y un apasionado sentimiento de algo en común, la indignada decisión de no aceptar lo inaceptable. Estamos siendo entrenados en conspirar a favor de la ayuda mutua, junto a indígenas, estudiantes, rebuscadores, gays, lesbianas, campesinos, trabajadores y una agitada marea de mujeres intrépidas y creativas. Gente que conoce la derrota y sabe que en este país, en el que la violencia no se avergüenza de repetirse, los caminos suelen hallarse en medio de las tinieblas. La historia se está escribiendo a nuestra manera y las “primeras líneas” son ejemplo literal de lo que se narra en el espacio público.
No nos resta duda alguna, la mansedumbre nos genera asco. Lo que ha sucedido en los últimos cuarenta días de movilización popular en Colombia son un decidido rechazo a la resignación. Y son justamente ese asco a la mansedumbre y ese rechazo a la resignación, nuestros principales instrumentos para agrietar ese país de viejas jerarquías, de patrones y caciques, de élites tan mediocres que solo han aprendido a creerse superiores al resto. Estamos edificando una barricada con valores comunes: repudio al servilismo y a la sumisión, apoyo mutuo, horizontalidad asambleária, solidaridad, pensamiento crítico y una sensibilidad de iguales, de nuestra condición de ciudadanos cuyas vidas merecen respeto. Por eso nos necesitamos vivos. Este momento histórico se alimenta de lo mejor de nosotros mismos, de esta ética comunitarista que se ha puesto en marcha y que nos guía. Por esta razón aquella idea de que “si es necesario daremos la vida por un futuro mejor, o por un nuevo país, o por la transformación”, es una retórica que debe cambiarse. Este no es el juego luctuoso de héroes trágicos, ni el acto sacrificial de cristianos dispuestos a ser crucificados. La consigna debe ser “lucharemos para preservar nuestra vida”, porque la lucha es un ideal de felicidad compartida.
Llevamos a
nuestros muertos en la memoria, ellos componen nuestra voluntad de
transformarlo todo. ‘Soy porque somos” se escribe en los muros. Que aquellos
que han asesinado a los que protestan, sepan que no se puede matar el espíritu
de una época. Y que no se sientan impunes, tanto los que se han atrevido a
disparar contra nuestros cuerpos, como aquellos que dieron las miserables
órdenes, no podrán burlarse nunca de la justicia, porque si no comparecen ante
los tribunales para ser juzgados, no tenga duda que “serán señalados con el
dedo de la ignominia en las páginas de la historia”, como bien afirmó Jorge
Eliécer Gaitán.
Marco Tobón, Antropólogo y narrador.