El anhelo de la ciudadanía por un cambio constitucional y su materialización mediante una Asamblea Constituyente se instaló en la agenda política nacional con inusitada fuerza a partir de las movilizaciones sociales de 2011. Esta demanda figuró en los programas presidenciales de la mayoría de los candidatos que participaron en las recientes elecciones de noviembre […]
El anhelo de la ciudadanía por un cambio constitucional y su materialización mediante una Asamblea Constituyente se instaló en la agenda política nacional con inusitada fuerza a partir de las movilizaciones sociales de 2011. Esta demanda figuró en los programas presidenciales de la mayoría de los candidatos que participaron en las recientes elecciones de noviembre de 2013, quienes, con más o menos matices, coincidieron en la necesidad de un nuevo pacto social que permita dejar atrás la Constitución autoritaria de cuño neoliberal surgida en dictadura, ratificada mediante un espurio plebiscito y legitimada mediante un sinnúmero de reformas que han mantenido inalterado su núcleo esencial.
Las coincidencias antes mencionadas, sin embargo, son solo aparentes dado que la denominada Ruta constituyente, que para algunos solo puede cristalizar en la elección de representantes para una Asamblea Constituyente, para la presidenta electa y las fuerzas políticas que la respaldan, debe trasladarse al Poder Legislativo, el que debe impulsar un proyecto de reforma, cuyos contenidos y plazos los definiría la mandataria.
Conspicuos representantes de la otrora Concertación de Partidos por la Democracia, hoy Nueva Mayoría, por ejemplo, Camilo Escalona, Edmundo Pérez Yoma, el expresidente Ricardo Lagos, Andrés Zaldívar, José Miguel Insulza y Genaro Arriagada, entre otros, desahuciaron la posibilidad de gestar una nueva Constitución mediante Asamblea Constituyente esgrimiendo argumentos de variada índole, coincidentes en señalar que dicho mecanismo no está previsto en la carta fundamental y que no existe un estado de crisis institucional que la respalde.
El primero en demonizar la Asamblea Constituyente como mecanismo democrático fue, el entonces presidente del Senado, Camilo Escalona, quien en septiembre de 2012, sostuvo:
«Yo no quisiera que el tema de la Asamblea Constituyente fuera una especie de droga que nos haga olvidar los problemas políticos, que son los decisivos. O sea, que nos pongamos a fumar opio en un escenario ficticio, inexistente, de una crisis institucional que no existe, de una Asamblea Constituyente que no se va a constituir nunca».
Del mismo modo, el exministro del Interior Edmundo Pérez Yoma coincidió con Escalona y se manifestó «en principio, absolutamente opuesto a todas las asambleas constituyentes», sentenciando que «No necesitamos una refundación de la República». Asimismo, el expresidente Ricardo Lagos fue más allá, y propuso una Comisión Bicameral para cambiar la Constitución «(ocho a diez diputados y ocho a diez senadores) y que esa comisión bicameral se abra a la ciudadanía, junte una gran comisión asesora con las ONG, con los sindicatos, con los empresarios, con todas las fuerzas vivas de un país, representantes de regiones, los alcaldes, los gobernadores» descartando la posibilidad de crear una Asamblea Constituyente. En el mismo sentido se pronunció el senador Andrés Zaldívar, quien propuso retomar la senda de una Comisión Bicameral propiciada mediante el Proyecto de Acuerdo (S 1411 -12), del año 2012, advirtiendo:
«… que la única posibilidad de que exista una Asamblea Constituyente es si acaso el propio Parlamento delegara sus facultades constituyentes en una asamblea y determinara esa delegación, quienes compondrían esa asamblea, cómo funcionaría, con qué facultades podría hacerlo…» (Diario de Sesiones del Senado, Legislatura 359º, sesión 86º, miércoles 4 de enero de 2012).
A su vez, el exministro del Interior José Miguel Insulza señaló en agosto de 2012 que «Una Asamblea Constituyente es una confrontación y eso no lo queremos; yo no lo quiero por lo menos». Por su parte, el exministro Genaro Arriagada, sostuvo respecto de la Asamblea Constituyente, que si bien «puede haberla», debe realizarse a través de la vía institucional:
«Esto quiere decir que para que ella exista, el actual Congreso debe aprobar una reforma constitucional por los dos tercios de sus miembros; vale decir, con un acuerdo que supone una participación importante de la derecha. Ahora, proceder saltándose la Constitución, es un salto al vacío, una torpeza que ningún gobierno sensato va a hacer».
Declaraciones de este tipo no pueden, sino ocasionar estupor. Confunden el poder constituyente concebido desde Sieyès (1789) en adelante como un poder soberano, desvinculado de toda norma jurídica previa, extraordinario y autónomo, radicado en el pueblo por antonomasia, con los poderes constituidos, radicados en el Congreso Nacional, que adquieren su poder y legitimidad del poder constituyente que crea la carta fundamental y deben actuar con sujeción a esta. Más aún, olvidan que, no obstante los cambios cosméticos sufridos, la Constitución de 1980 y sus cerrojos antidemocráticos han permanecido incólumes. El cambio por etapas -particularmente el conjunto de reformas efectuadas en 1989 y 2005- pertenecen al oscuro e inacabado paréntesis de la transición que nos merecemos dejar atrás.
Resulta imperioso, entonces, destacar que opiniones como aquellas que ocultan el hecho de que el actual Congreso Nacional -que designaría la Comisión Bicameral- tiene un origen no democrático, en la medida que sus miembros han sido electos por un sistema electoral binominal que distorsiona completamente la voluntad popular y que, por su carácter aberrante, no existe en ningún otro país del mundo. Por lo mismo, tampoco tendría legitimidad que el actual Congreso aprobara una reforma constitucional que le permitiere designar tal Comisión.
Luego, surgen cuestiones como las siguientes:
¿Por qué solo podrían participar en la elaboración de la nueva Constitución las fuerzas políticas con representación parlamentaria? o ¿por qué se tiene que aprobar con los quórum que la antidemocrática Constitución establece?
El procedimiento institucional, democrático y participativo que el programa presidencial de Bachelet promete mediante una reforma total efectuada a través del ejercicio del Poder Constituyente derivado es falaz, dado que el Congreso elegido mediante sistema binominal solo puede reformar la Constitución, mas no darse una nueva.
En relación al tan bullado mecanismo «participativo» en el que se funda el programa, no es tal, porque postula una fórmula de simple consulta a las organizaciones sociales que -como lo vimos en el caso de la Comisión convocada por Bachelet para modificar la LOCE- no tendría influencia efectiva en la decisión política final.
Lo anteriormente expuesto, nos lleva a concluir que, aquellas fórmulas propiciadas por los líderes de la Concertación, conducen a reconocerle ilegítimamente al Congreso Nacional el poder constituyente originario, sustituyendo la voluntad popular y negando al pueblo la legitimidad política para dotarse de una nueva norma fundamental, reeditando la práctica histórica de la élite política chilena que ha perpetuado la génesis de constituciones políticas de base cupular desde los albores de la Independencia.
El nuevo orden institucional de Chile necesita la eliminación de los dispositivos contramayoritarios como el Tribunal Constitucional y el Banco Central, así como la modificación de los quórum supramayoritarios y el sistema electoral binominal, se mantendrán inalterados mientras nos sometamos a las reglas de chantaje impuestas en la Constitución actual (Ver http://www.
La ciudadanía debe movilizarse para impedir que una vez más, su soberanía sea expropiada por la casta política. Debemos evitar que el poder constituyente original, que nos pertenece a todos, sea usurpado por las elites económicas y políticas que han gobernado a lo largo de nuestra historia, arrebatándonos el derecho a decidir nuestro destino de manera libre y soberana. De nosotros depende abrir, de una vez por todas, las grandes Alamedas de la soberanía popular.