El 21 de noviembre (21N), Colombia presenció una explosión social sin precedentes en la historia del país desde mediados del siglo pasado. Ese día había sido convocada una marcha de protesta en contra de los anuncios gubernamentales de reformas económicas regresivas por el Comando Nacional de Paro, integrado por las centrales sindicales (Central Unitaria de […]
El 21 de noviembre (21N), Colombia presenció una explosión social sin precedentes en la historia del país desde mediados del siglo pasado. Ese día había sido convocada una marcha de protesta en contra de los anuncios gubernamentales de reformas económicas regresivas por el Comando Nacional de Paro, integrado por las centrales sindicales (Central Unitaria de Trabajadores – Confederación General de Trabajadores – Confederación de Trabajadores de Colombia) y por organizaciones de estudiantes, campesinos, indígenas, afros, pensionados y ambientalistas que en años recientes habían liderado resistencias de esos sectores sociales a las políticas estatales. La iniciativa de la convocatoria de las centrales de trabajadores, repitiendo el formato de años anteriores, de impulsar marchas rutinarias a finales del año para ambientar la negociación sobre el salario mínimo con los gobiernos de turno que, por obligación legal, deben citarla en este período. El límite a la capacidad de convocatoria de las centrales es la escasa cobertura de sus afiliados que representan tan solo el 4% del total de los asalariados, lo que debe explicarse por la legislación laboral regresiva y por la criminalización de las resistencias sindicales (1). En el plano interno, esta fragilidad en la interlocución social remite al aislamiento, resultado de una forma de organización vertical y cerrada que en su funcionamiento requiere acuerdos «por arriba» entre las direcciones de la burocracia sindical, de los partidos de izquierda y de la izquierda social no partidaria. Adicionalmente, sus plataformas de acción se reducen a la esfera de las reivindicaciones corporativas.
Luego, todo hacía presagiar una marcha rutinaria. Sin embargo, durante las semanas previas al 21N, el malestar social que en los últimos meses se ha expresado en barrios, universidades, informales y desempleados, comenzó a focalizarse en la jornada. Las noticias internacionales ayudaron, en ese mismo lapso, el movimiento indígena ecuatoriano derrotó el intento fondomonetarista de imponer un plan de ajuste y en Chile, el país emblemático del neoliberalismo latinoamericano, al que los tecnócratas de oficio habían presentado como ejemplar, se desató una explosión social gigantesca que aún tiene en dificultades al gobierno de Sebastián Piñera. Entonces, el «efecto contagio» animó a los desesperanzados de uno de los países más desiguales de la región. El anuncio de mayores sacrificios a una población cada vez más empobrecida, acompañado al cansancio que produce el tedio de observar asesinatos diarios de líderes sociales sin responsables castigados, la corrupción practicada de manera cómplice entre políticos y grandes magnates para repartirse el patrimonio público, y la existencia de una justicia maniatada por los poderosos que tan solo deja estelas de impunidad.
Por ello, la convocatoria del 21N terminó convirtiéndose en una multitudinaria movilización que incorporó a amplias capas de la población que salieron a las calles a protestar en contra de las múltiples formas de opresión que produce el orden establecido y del cinismo de sus representantes políticos. Por primera vez en décadas, las calles de las principales ciudades del país presenciaron el desfile de millones de personas a pesar de los chantajes gubernamentales, a pesar de las declaratorias de toque de queda, a pesar de los allanamientos selectivos previos a líderes de la protesta. En una palabra, a pesar de las amenazas convencionales del terror de Estado.
Las movilizaciones del 21N tuvieron el respaldo nocturno de los cacelorazos en los barrios convertidos en el eco solidario de las proclamas callejeras, confirmando la enorme legitimidad social del paro. Durante los días siguientes, marchas y cacelorazos continuaron en calles, barrios y parques, acompañados con la presencia de grupos musicales y de teatro. Un espectáculo de euforia colectiva y de arte callejero.
El domingo 8 de diciembre, unas 300.000 personas presenciaron en diversos sitios del centro de Bogotá el llamado «concierto del paro», en el que participaron orquestas juveniles que quisieron manifestar su solidaridad con las protestas. Cuando los organizadores tramitaron los permisos para realizar la jornada artística, la alcaldía les ofreció el parque Simón Bolívar, un lugar de la ciudad que posibilita la concentración de miles de personas, diseñado para este tipo de espectáculos. Rechazaron la oferta y la realizaron en tarimas callejeras. Se trata de prolongar el disfrute del espacio, público, argumentaron, confirmando que existe un sentimiento popular por continuar en las calles, un sentimiento acompañado de la convicción de que ha llegado el momento de abandonar el miedo que por décadas nos condenó al ostracismo. Un sentimiento verbalizado en murmullos cotidianos en los que se afirma «que este país ya no es el mismo después del 21N».
El fracaso gubernamental en la aplicación de una política de «seguridad interna»
Históricamente, la principal justificación de las elites para ilegalizar las resistencias sociales fue la de presentarlo como colaborador de las guerrillas en medio de la guerra civil interna, que comenzó hacia mediados del siglo XX. Cualquier protesta de cualquier sector de la población era caracterizada como proclive a la guerrilla, lo que servía de pretexto para aplicar la legislación de excepción, detener a los dirigentes y judicializarlos.
La negociación con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionaria de Colombia), impidió que se siguiera utilizando este argumento, abriéndole nuevas posibilidades al movimiento popular. Esta negociación no planteó el tránsito a reformas democráticas, aspiración de partidos, organizaciones y personalidades democráticas que acompañaron la propuesta de solución política al conflicto desde hace varias décadas. Fue derrotada plebiscitariamente en octubre del 2016 por una alianza política de derecha liderada por el uribismo, que incluyó al Partido Conservador a la mayoría de la Iglesia Católica y a los predicadores de las iglesias evangélicas, lo que obligó a una nueva negociación entre las partes con presencia del uribismo, que redujo el contenido de lo pactado y cuya aprobación debió pasar por el filtro del Congreso, soportando recortes adicionales. La versión final de estos acuerdos contempló un sistema de justicia, verdad y reparación integrado por la Justicia Especial de Paz (JEP), encargada de la «justicia transicional», y la Comisión de Verdad. En el caso de la JEP, el tratamiento definido frente a quienes financiaron la guerra (empresarios y latifundistas) fue tan benigno que quedaron con la opción voluntaria de presentarse a este organismo judicial. Igualmente, se desconoció el criterio de «cadena de mando» para ambas partes y en el caso de las responsabilidades por violación de derechos humanos por parte de los miembros de las Fuerzas Armadas, abrieron la posibilidad de amnistiarlos mediante una figura jurídica denominada «renuncia a la acción del Estado».
La agenda económica tampoco apuntó a reformas estructurales. Dado que las FARC fueron una guerrilla de tradición campesina y con presencia en zonas de colonato el tema de la tierra fue el central en esta negociación. Sin embargo, el acuerdo no incluyó medidas que cuestionaran a la concentración latifundista de la tierra fortalecida en medio de la guerra tanto por el despojo a campesinos como por el lavado de dinero (2); terminó por incluir la formalización de la propiedad de siete millones de hectáreas en zonas de colonato donde las FARC tuvieron presencia y la creación de un fondo de tierras compuesto por tres millones de hectáreas para distribuir nacionalmente a campesinos pobres. Hasta el momento han quedado en letra muerta. Un punto adicional en lo pactado fue el compromiso estatal de realizar inversiones en las regiones marginadas y azotadas por el conflicto, a lo que igualmente se ha negado el gobierno con el pretexto de la actual crisis fiscal. Como si fuera poco un número de 170 desmovilizados de las FARC han sido asesinados desde que dejaron las armas, el último de ellos dentro de los propios campamentos en los que están concentrados, conforme a lo definido por los acuerdos.
A pesar de estas limitaciones en el diseño y la implementación de los acuerdos, el uribismo viene intentando rebajarle aún más los contenidos. El partido Centro Democrático, al que pertenece el actual presidente Iván Duque, presentó una serie de objeciones a la JEP que perseguían oficializar mayor impunidad las cuales no alcanzaron a obtener las mayorías en el Congreso e impide la oficialización de 16 circunscripciones parlamentarias para las víctimas que fueron reconocidas en la negociación.
En lo referente al manejo del «orden público» el gobierno actual viene implementando una política diseñada bajo los obsoletos argumentos del «enemigo interno». Colocó como Comandante del Ejército al general Nicacio Martínez, quien ha sido señalado por la propia Fiscalía, como responsable de ejecuciones extrajudiciales (llamados eufemísticamente por la prensa como «falsos positivos») en la región Caribe (Departamentos de la Guajira y el Cesar) durante el año 2006, cuando ofició de segundo comandante y jefe del Estado Mayor de la Brigada ubicada en esa región. (3)
Una vez posesionado, Martínez volvió a incluir en los protocolos del ejército las directrices que llevaron a la generalización de ejecuciones extrajudiciales, lo cual fue denunciado por The New York Times, periódico que obtuvo información de oficiales (4) que certificaron adicionalmente muertes y arrestos «sospechosos». En medio de estas denuncias ocurrió el asesinato del ex -guerrillero de las FARC Dimas Torres en el municipio de Convención, región del Catatumbo, ubicada en el nororiente del país, quien fue detenido y asesinado por militares activos en estado de indefensión. Este asesinato tuvo la particularidad de que fue conocido y denunciado por los habitantes de la localidad por lo que obligó al general Diego Luis Villegas, comandante de las fuerzas especiales de esa región, a pedir perdón público, gesto que repitió ante la Comisión de Paz del Congreso.
Posteriormente, la opinión pública conoció, en los inicios de noviembre y en medio de un debate parlamentario, el trágico resultado de un bombardeo realizado en contra de las llamadas «disidencias» de las FARC a finales de agosto en San Vicente del Caguán, departamento del Caquetá, en el que murieron 18 niños. En este debate quedó en claro que, previo a la ejecución del bombardeo, el ejército tenía conocimiento de la presencia de menores en el terreno y que el mando de la brigada había sido informada oficialmente por parte del personero municipal. Igualmente quedó en claro que el ejército escondió durante meses la información de lo ocurrido. El debate causó la renuncia del hasta entonces Ministro de Defensa Guillermo Botero. (5)
Estas tensiones en el interior del ejército y entre las fracciones parlamentarias del régimen de dominación, confirman que existe una fisura en las elites: entre el uribismo que pretende preservar la política de «seguridad interna» y quienes acompañaron al expresidente Manuel Santos en la negociación política con las FARC en La Habana, que consideran que debe adecuarse a un ejército postconflicto que gane legitimidad. Por ello, también reivindican la implementación de los acuerdos en su versión final y conformaron un bloque político denominado «Defensores de la Paz», al que se sumaron todos los partidos no uribistas incluyendo la izquierda y movimientos de derechos humanos el cual realiza campañas y giras nacionales. Tuvieron un papel activo en la realización de alianzas en las últimas elecciones regionales realizadas el 27 de octubre en las que los candidatos del Centro Democrático fueron derrotados en las ciudades capitales.
Más allá de estas contradicciones inter-elites, el desgaste del gobierno por intentar preservar la opción belicista es evidente. El rechazo popular al asesinato continuo de líderes sociales, ambientales y de miembros de las comunidades étnicas en regiones periféricas, cada vez tiene mayor resonancia en las ciudades. El caso de los niños muertos en el bombardeo del Caquetá produjo una indignación colectiva que encontró un eco multitudinario en la movilización del 21 de noviembre.
En el propio desarrollo del paro, la población ha tenido que enfrentar otra forma de terror de Estado: el escuadrón antidisturbios (ESMAD), cuerpo de la policía especializado en el enfrentamiento a las marchas de protesta. Creado en el 2007 durante el segundo gobierno de Uribe enfrentan de tal manera las movilizaciones que han sido varios los muertos, los encarcelados y golpeados por este escuadrón policial. Pero en medio de una explosión social como la actual, ese comportamiento arbitrario genera un rechazo mucho mayor. El 23 de noviembre en el centro de Bogotá, un miembro de ese escuadrón antidisturbios dejó malherido a un estudiante de bachillerato de tan solo 18 años, Dilan Cruz, al dispararle con perdigones de bala recalzados a corta distancia. Dilan murió pocos días después en un hospital de la ciudad convirtiéndose en un símbolo de la resistencia actual. El 11 de diciembre, miembros del mismo escuadrón intentaron secuestrar en un carro sin insignias oficiales a dos estudiantes que participaban en un mitin frente a las instalaciones de la Universidad Nacional. Un ciudadano, ante los gritos de los jóvenes comenzó a grabar, se subió en su vehículo y siguió al carro fantasma obligando a que detuviera la marcha y se identificaran aumentando el estupor ciudadano. Han sido muchos los manifestantes golpeados judicializados y otros que, igual que en la represión en Chile, han perdido los ojos. A causa de estos acontecimientos deleznables una de las reivindicaciones principales y unificadora del paro, al igual que del conjunto del movimiento democrático, es la disolución del ESMAD, que en esta oportunidad no pudo detener la avalancha callejera.
El «paquetazo» económico resultado de la crisis del neoliberalismo periférico
La actual crisis económica internacional desnudó las fragilidades del modelo financiero-extractivista en América latina. La fuerte caída de los precios internacionales de las comodities durante el lapso 2013-2017, produjo déficits comerciales y fiscales en los países de la región, que obligaron a incrementar los endeudamientos públicos y privados. En estas condiciones y como ocurre en períodos de declive en las economías periféricas, la Inversión extranjera directa cayó; en el caso de la IED, por cuanto las inversiones en los sectores extractivos devienen menos rentables y en lo atinente a las inversiones de portafolio por cuanto aumenta la «prima de riesgo», empujando la fuga de capitales. A la manera de un círculo infernal que se cierra sobre sí mismo, la reducción de la inversión extranjera produce devaluación monetaria y aumento de las deudas, que en la macroeconomía del lenguaje neoliberal, obligan a planes de ajuste que persiguen la contracción de la demanda. Pero la población cansada de soportar el detrimento continuo en sus condiciones de vida ha salido a rechazarlos. Las movilizaciones de octubre en Ecuador y Chile lo explicitaron. Las de Colombia, el 21 de noviembre, hicieron parte de ese mismo hartazgo por los ajustes neoliberales.
Unas semanas antes del paro el gobierno Duque presentó al Congreso una propuesta de reforma tributaria en línea de continuidad con una política fiscal que, desde los inicios de la implementación del neoliberalismo en los inicios de la década de 1990, aumenta las exenciones a los grandes capitales mientras descarga sobre las capas medias y pobres el grueso del castigo tributario, en un país que desde el año 2000 hasta ahora ha tenido que soportar 13 reformas fiscales de este mismo tipo, una cada año y medio en uno de los países de mayor concentración del ingreso en la región.
El gobierno adicionó a esa propuesta la de una contrarreforma laboral que pretende flexibilizar aún más el régimen de trabajo, al punto de incluir el pago de salarios por horas; una contrarreforma jubilatoria favorable a los fondos privados de pensiones; y por recomendación de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la creación de un holding financiero estatal el cual centralizaría la totalidad de los recursos del sector financiero estatal para competir en el mercado de capitales.
Las exigencias del capital transnacional por estabilizar la economía en crisis, después de la caída en los precios del petróleo, el principal producto exportador, explican la propuesta del «paquetazo» gubernamental.
Colombia tiene un déficit en cuenta corriente superior al 4% del PIB, el cual aumentó de manera considerable a partir del 2013, con la caída del precio internacional del petróleo, el principal producto exportable al igual que la IED. En el lapso 2013-2017, hubo un declive pronunciado del precio internacional del petróleo y a consecuencia de ello las exportaciones petroleras bajaron en un 60,4% y la IED del sector en un 41.3%. (6) A pesar de la recuperación parcial de los precios internacionales del petróleo durante los últimos años este déficit sigue en aumento, (7) al igual que la reducción de la IED (8), lo que ha precipitado fuga de capitales de corto plazo graficado estadísticamente en el declive de las inversiones de portafolio. (9)
En medio de este cuadro recesivo la devaluación de la moneda alcanzó uno de los niveles más altos en el promedio internacional de las monedas (10) arrastrando de paso el crecimiento de la deuda externa, lo cual es particularmente grave en el caso de la deuda pública que ya llega al 51% del PIB, con el agravante de que existe en el país una legislación impuesta por el FMI, según la cual en la ejecución de los presupuestos anuales el pago de los intereses de deuda es prioritario. (11)
Bajo las coordenadas de la dominación neoliberal el ajuste económico toma el carácter de inevitable. Por ello, mientras en las calles los manifestantes reclaman una sociedad más justa, el presidente y la mayoría parlamentaria continúan tramitando en el Congreso los proyectos de ley exigidos por el capital transnacional, lo que reafirma la fractura entre población e instituciones, confirmando la estrechez de una «democracia representativa» creada a imagen y semejanza del neoliberalismo, apoyada en clientelas políticas, en lobbies empresariales y en negociaciones secretas. Lo que estamos presenciando en Colombia y en América Latina en general, no es tan solo la crisis del neoliberalismo como modelo económico basado en el despojo, sino también la crisis de sus formas de representación política.
Los retos que plantea la nueva coyuntura política
Desde el 21N ha surgido en el país un movimiento plural que involucra asalariados, pobladores de los barrios, capas medias acorraladas por impuestos y la usura bancaria en las ciudades. Dentro de esta convergencia social debe resaltarse el papel de los movimientos juveniles que han emergido a la confrontación exigiendo derechos y explicitando su lejanía frente a una guerra que ya no los convoca.
Estas expresiones juveniles tienen antecedentes en los movimientos universitarios de resistencia que aparecieron en años anteriores. Efectivamente, en el 2011 la denominada Mesa Nacional estudiantil logró, mediante una protesta de gran espectro, derrotar un proyecto de «reforma universitaria» impulsado por el gobierno de Santos y el año pasado, otro movimiento del mismo carácter logró conseguir recursos presupuestales adicionales a los que había proyectado el actual gobierno. Pero ahora, el campo de la movilización juvenil es mucho más amplio; incluye la presencia de los jóvenes que no pueden acceder a las universidades, o de aquellos que habiendo logrado un título profesional no encuentran empleo (12); incluye a aquellos que estudian en universidades privadas, obligados a soportar endeudamientos asfixiantes. Igualmente a los de los institutos técnicos que antes de terminar los estudios ya les han anunciado una contratación laboral precaria; también a aquellos jóvenes que la pobreza no les permite terminar la secundaria y tampoco pueden acceder a los servicios de salud mercantilizados o lograr un bienestar mínimo.
Tal y como ha ocurrido en otras partes de la geografía planetaria con movimientos sociales similares, este movimiento juvenil acude a la protesta callejera de manera espontánea utilizando las redes virtuales, motivado por denunciar «las consecuencias del neoliberalismo» aunque sin conocer sus causas (13). Rechaza las instituciones y los partidos dominantes pero, igualmente, no se sienten representados en los partidos de izquierda como tampoco en las organizaciones populares tradicionales. Objeta las decisiones verticales, los liderazgos unipersonales, democratizando las decisiones, lo que les imprime una gran fortaleza a su accionar. Expresa, al mismo tiempo, un pluralismo ideológico amplio en medio de la despolitización a la que los condenó el neoliberalismo y de allí su debilidad.
Dentro de esta pluralidad ideológica deben resaltarse dos temas que denuncian la crisis civilizatoria a la que nos ha condenado el capitalismo contemporáneo: el de la destrucción de la naturaleza y el de la preservación de la sociedad patriarcal, cuestionando con mucha fuerza por mujeres jóvenes universitarias y profesionales.
El movimiento social plural que acompañó las protestas callejeras del 21N no cuenta con una correlación de fuerzas que le permita plantearse rupturas institucionales, como la renuncia del Presidente o la convocatoria a una Asamblea Constituyente, como en el caso de Chile. Sin embargo, en su corta existencia ha logrado:
-Derrotar el terror de Estado que durante décadas ilegalizó el accionar de las organizaciones populares al darles el tratamiento de estado excepción, colocándolos como apéndices de las guerrillas.
-Urbanizar la resistencia social tanto por la forma como irrumpió en las ciudades como por los puntos que propone en su plataforma reivindicativa.
-Potenciar un movimiento en defensa de los derechos humanos que cuestiona el asesinato recurrente de líderes sociales y que demanda una política democrática que garantice el cierre definitivo del conflicto armado.
-Colocar en el centro de la discusión política nacional a la desigualdad social como expresión interna de la crisis que el neoliberalismo experimenta a escala internacional.
El denominado Comando Nacional Unitario que convocó el 21N mantiene la interlocución con el gobierno, pero las franjas de la población que actúan de manera espontánea o que pertenecen a una diversidad de organizaciones sociales, se encuentran por fuera de este organismo aunque dispersas y sin capacidad de convertirse en una opción política diferente.
De momento se coordinan en asambleas barriales, una forma territorial de democracia directa que responde al despojo causado por el urbanismo neoliberal, caracterizado como «extractivismo urbano». (14) Estas asambleas barriales pueden convertirse en expresiones superiores de democracia si logran centralizarse y articularse con movimientos nacionales que resisten a las políticas estatales. Esta apuesta dependerá obviamente de la continuidad del paro en las semanas iniciales del año entrante, lo que en las actuales circunstancias parece posible y de los retos que le plantee al movimiento el enfrentamiento al gobierno. La alternativa política seguirá en disputa aunque ahora en un nuevo contexto. Urge una coordinación unitaria de quienes estamos convencidos de la necesidad de preservar una estrategia anticapitalista.
Notas
1) El departamento de derechos humanos de la CUT ha denunciado el asesinato de 3000 activistas sindicales desde cuando fue fundada esta central sindical, a mediados de la década de 1980.
2) Los niveles de concentración de la tierra en el país son muy altos. El 1% de los grandes propietarios rurales acaparan el 60% de la tierra apta para cultivar mientras que dos millones y medio de familias campesinas viven en la superficie restante.
3) Durante el segundo gobierno de Álvaro Uribe, en el 2008, el país conoció que miembros de las fuerzas armadas habían asesinado a civiles indefensos haciéndolos pasar por bajas en combates. «El jefe del Ejército de Colombia dirigió una brigada acusada de matar a civiles», El País», Madrid, 5-06-2019, https://elpais.com/
4) Los oficiales que hablaron con The New York Times aseguran que estuvieron en el Ejército cuando ocurrían los falsos positivos, más de una década atrás. Las fuentes aseguran que las cosas empezaron a tomar un nuevo rumbo el pasado 19 de enero, un mes después del cambio de cúpula militar, cuando el general Martínez reunió a 50 generales y coroneles entre los que estaban sus principales mandos en todo el país. (..) El 19 de febrero apareció un documento titulado «Cincuenta órdenes de Comando», conocido por el diario. En esta se exigen ataques oportunos y masivos. La directriz que marcaba el mayor cambio a como veían operando las cosas, dice The New York Times, es la de los ataques mortales.» «Falsos Positivos 2.0» La denuncia de The New York Times, Revista Semana, 18 de mayo del 2019, en https://www.msn.com/es-co/
5) Esta renuncia se precipitó antes de que el Congreso votara la «Moción de censura» respectiva. «A una semana de que las mayorías en el Congreso lo convirtieran en el primer ministro en la historia de Colombia en salir de su cargo por una moción de censura, Guillermo Botero tuvo que dar un paso al costado.
a través de un escueto comunicado, en la tarde de este miércoles, presentó la renuncia a su cargo…» «Renuncia Ministro de Defensa», El Tiempo, 5 de noviembre del 2019, en https://www.eltiempo.com/
6) Marco Fiscal de Mediano Plazo-2018, pág 127 y ss, MinHacienda en http://www.minhacienda.gov.co/
7) «El déficit de la balanza comercial de Colombia se multiplicó por más de dos veces en agosto pasado, al ubicarse en 1.426,6 millones de dólares, desde uno de 691,7 millones de dólares reportado para el mismo mes del año pasado». El Tiempo, 18 de octubre del 2019, en https://www.eltiempo.com/
8) Según las propias estadísticas oficiales, la IED cayó en 14,1% durante el 2018 (llegó a US$8.679,2 millones, mientras que en el 2017 había alcanzado US$10.109 millones).
9) Estas inversiones en portafolio vienen experimentando un desplome; durante el 2018 cayeron en un 53,4%, datos que confirman que efectivamente estamos en fuga de capitales. El país es deficitario cuando se toma en cuenta el diferencial entre ingresos por inversión extranjera y salidas por utilidades y dividendos desde hace varios años lo que aparece en el rubro denominado «renta de factores» de la balanza de pagos. El balance deficitario de este rubro llegó a US$11.441 millones en el 2018.
10) En el 2014 el peso cotizaba a $1800 con relación al dólar. A finales del 2017 llegó a $3.000 y en la actualidad asciende a $3.500. Confirma igualmente la fuga de capitales.
11) Se trata del denominado «superávit primario» obligatorio no tan solo en el diseño de los presupuestos públicos, sino también en la elaboración de los planes de desarrollo y de las llamadas políticas públicas.
12) En la Universidad Nacional, la universidad pública más importante del país, procuran ingreso cada seis meses que terminan los períodos académicos de la secundaria aproximadamente 60.000 bachilleres. Y tan solo ingresan 7000 aproximadamente. El desempleo juvenil alcanza niveles del 22% aproximado, de lejos el monto más alto en el globo de los desempleados. Debe tenerse en cuenta que los métodos estadísticos.
13) Han sido caracterizados como movimientos por «ciudadanías emergentes», movimientos que intentan salir de la marginalidad social a la que han sido sometidos por el neoliberalismo.
14) El reordenamiento espacial de las ciudades por parte del gran capital inmobiliario y financiero en procura de la obtención de rentas lleva al desalojo de las poblaciones de manera similar al desplazamiento que ocurre en los territorios en los que opera la explotación de hidrocarburos y minerales. Por ello ha sido caracterizado como «extractivismo urbano».
Daniel Libreros Caicedo, Docente en la Universidad Nacional de Colombia, miembro de la dirección del Movimiento Ecosocialista.
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