Mi generación, la española del 38, es, sin duda, una generación ungida por la fortuna. A despecho de haber empezado a vivir sumida en una dictadura desde el mismísimo comienzo de su reinado siniestro hasta su momento final, mi generación ha vivido el periodo más prolongado en paz de toda la historia de España hasta […]
Mi generación, la española del 38, es, sin duda, una generación ungida por la fortuna. A despecho de haber empezado a vivir sumida en una dictadura desde el mismísimo comienzo de su reinado siniestro hasta su momento final, mi generación ha vivido el periodo más prolongado en paz de toda la historia de España hasta hoy, pues aunque no he echado cuentas, no creo que haya habido en España como nación ocho décadas seguidas sin guerras o sin gravísimas convulsiones sociales… Este detalle me parece superlativo desde muchos puntos de vista. Pues vivir 81 años, los que yo tengo, sin haber pasado por lo traumático de dos guerras mundiales, haber sobrevivido a una guerra civil, luego vivir en una dictadura sin riqueza pero con un pasar económico, y luego hasta hoy en una dimensión sociopolítico sospechosa pero en todo caso con expectativas, son experiencias de carácter antropológico, una tras otra, que permiten decir que hemos disfrutado literalmente de la vida con una tasa de longevidad desconocida.
Encerrada durante cuatro décadas en un gigantesco correccional, en ese clima destacan la ñoñería, la simplicidad y el reduccionismo de las ideas, la restricción del intelecto, el sobrecogimiento del espíritu y el apocamiento. Pero también son de reseñar la virtud espartana de la sobriedad, la cuartelera del rigor y la nada desdeñable estoica del saber afrontar la adversidad. Al fin, un acervo pedagógico interesante para la forja de un carácter. ¡Ah!, y si media España, la ganadora, vivía conforme con todo, la otra media tenía la ventaja de saber muy bien a quién no deseaba y lo que no quería. Un dato no irrelevante si se piensa en el general vacío que en ese aspecto ha ido atacando al espíritu y a la mente de las generaciones posteriores, ya en el nuevo orden político. Entre otros motivos, por ver sólo futuro el ya no súbdito sino flamante ciudadano, en salir de España Generaciones éstas actuales, en las que no es fácil adivinar si son conscientes de lo que verdaderamente quieren y de hacia dónde piensan dirigir sus pasos. A no ser que despachemos la adivinanza con las dos típicas razones del español elemental: ganar dinero y rodearse de placer.
En este canto a mi generación de la que soy juez y parte, soy consciente de que naturalmente el resultado global es en absoluto ajeno a nuestra voluntad y a nuestro esfuerzo. Nos bastó dejarnos ir. Es más, pudiera reprochársenos incluso no haber combatido lo suficiente a la dictadura; no haberla hostigado al menos lo bastante. Y en efecto, eso fue así hasta el extremo de haberle permitido al dictador morir en la cama con todo lujo de honores y de exequias. Y no sólo eso, haber permitido también a su familia seguir tranquila en el país, enriquecida y enriqueciéndose cada vez más.
Pero esto pertenece a otro orden de pensamiento y de determinación. Pues si unos mejor y otros peor pero todos, nos íbamos abriendo camino en la vida; si todos, antes o después, nos íbamos emancipando de la familia nuclear, contraíamos matrimonio, alquilábamos un piso y luego lo comprábamos, formábamos una familia propia y vivíamos en paz, no puede decirse que no nos resultase amable la vida, comparada con las dificultades y el sufrimiento por los que hoy pasa gran parte de la población. Luego, poco a poco, cada cual a su manera fue soltando lastre. Me refiero a ese lastre que todo alumno sometido a la enseñanza en sumisión, o ese lastre que todo hijo o hija de familia han de soportar pero que, inteligentes en ambos casos, van soltando a medida que cumplen años y maduran. Deshacerse de hábitos adquiridos que no les gusta, revisar ideas que les resulta sospechosas de inconvenientes o inexactas, por ejemplo. Sobre todo, sacudir de su mollera prejuicios de toda clase… Sin embargo, no sería justo decir que para ser dignos de esa suerte, hubiéramos debido todos conspirar cuarenta años contra ella, por mucha y por muy dura dictadura que fuera. Pues las «artes» de dominio de ésta fueron ciertamente fabulosas. Esto han de tenerlo muy en cuenta quienes ahora nos acusan de franquistas por el mero hecho de haber vivido casi medio siglo inmersos en el franquismo, no haber sido activistas contra el Régimen o no haber estado encarcelados por haberlo sido. Pero sí tiene esto mucha importancia a los efectos a los que más adelante aludiré, al hablar de la médula del sistema repartida entre la Justicia y las distintas clases de policías.
Pues bien, cuarenta y tres años después de nuestro nacimiento, llega esta democracia. Bueno, lo que creíamos que habría de serlo, lo opuesto a la ergástula en la que había discurrido hasta entonces nuestra vida. En todo caso, un universo nuevo se abría ante nuestros ojos. Si bien ahí empezaban, aunque todavía cortas, a marcarse entre unos y otros las distancias. Unos, ya muy bien situados gracias al Régimen, frotándose las manos porque seguían detentando el poder pese a los cambios. Otros, celebrando infantilmente esperanzados el presente y un vertiginoso o alocado porvenir. Y otros, como yo, viendo consternados en la Constitución promulgada no más que un remedo de franquismo reordenado; un franquismo institucional subrepticio gracias, precisamente, al cañamazo en el que la magistratura va a bordar en adelante su obra.
Como no podía ser de otra manera, habían desaparecido del texto constitucional los rasgos, tics y expresiones más agresivos de la variante de fascismo que era aquella dictadura y la alusión al catolicismo exacerbado y su hiper protagonismo que más que cómplice era bicéfalo de su poder. No era demasiado agudo el problema. Todo consistía en armar bien la treta. Aceptando de entrada el inexorable paso del tiempo, la treta consistía en esconder en unos casos y disimular ladinamente en otros la ideología fascista y catolicista extrema entre los pliegues del ordine nuovo. Los redactores de la Constitución, dirigidos desde la sombra por un poliministro del caudillo, fueron los encargados de mantener en el sistema ese franquismo atemperado. De tal suerte que fascismo y catolicismo a ultranza seguirían latentes en las células grises de los jueces, aunque sólo fuese por el peso de la formación profesional recibida, naturalmente impregnadas de franquismo. En adelante ellos, en los juzgados pero sobre todo en las altas instancias de la magistratura: Audiencias, Tribunales Superiores de Justicia, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional, serían los custodios últimos del «atado y bien atado» que advirtió el dictador. Las deliberaciones y confrontaciones en el poder legislativo y las pugnas por el poder político con una ley electoral ad hoc, serían casi un pasatiempo sin mayores consecuencias. Porque en adelante ellos, los magistrados, serían quienes dirían la última palabra sobre lo fundamental según el caso. Decidirían, vigilantes, en función de ese franquismo grabado en su cerebelo, no sólo los hechos políticos clave, como el crucial asunto de la territorialidad, sino también las conductas delictivas de los políticos que iban aflorando en los medios de comunicación. La de los afines a su mentalidad, tratados con benevolencia, y los «otros» con toda la inclemencia posible. Por si fuera poco, dentro del engendro constitucional se contaría también con dos instituciones que, aunque orgánicamente casi irrelevantes, era clave: el Senado y las Diputaciones.
Pero entre unas cosas y otras, mi generación seguía en la cresta de la ola. Y España, su deriva y desarrollo era observada por la Europa de las dos guerras mundiales como una cobaya de laboratorio, útil para hacer de ella poco más que la taberna de Europa. El caso es que España se incorporaba en 1986 a la Comunidad Económica Europea y en 1993 a la Unión Europea supranacional. Con una estructura ya mucho más política y judicial que, sin interferir la soberanía y autonomía de las naciones que la componen era y es una modalidad de federalismo, abría una puerta a la esperanza contra la involución y contra las tentaciones de golpismo de tanto montaraz que sigue en el país. Sin embargo España nunca da la medida. Recibiendo de la Unión y del Banco Central millones de euros, sin cuya contribución no le hubiera sido posible avanzar, España da la espalda a las directivas de la Unión y constantemente se revuelve contra los altos tribunales competentes de la Unión Europea. Ahora mismo, una parte de esa España nauseabunda, en línea con la rusticidad fascista envalentonada por su presencia en el Parlamento, al mismo tiempo que amenaza fulminar de pésima manera el intento de un referéndum pactado para conocer la proporción de los habitantes de un territorio «histórico» que aspira a su independencia del Estado español, amaga la salida de España, el separatismo a la postre, de la Unión Europea. Me refiero a esa España que lo tiene todo y no está dispuesta a renunciar a una cuota de su inmenso poder ni, llegado el caso, a ceder ni un ápice en el uso de la fuerza bruta.
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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