La justicia chilena, y por extensión sus diversas instituciones y el mismo gobierno, han generado un hito histórico al extraditar a Perú al ex presidente Alberto Fujimori por diversos delitos de lesa humanidad y de corrupción. Se trata, como se ha comentado profusamente, del primer caso de extradición de un ex jefe de Estado reclamado […]
La justicia chilena, y por extensión sus diversas instituciones y el mismo gobierno, han generado un hito histórico al extraditar a Perú al ex presidente Alberto Fujimori por diversos delitos de lesa humanidad y de corrupción. Se trata, como se ha comentado profusamente, del primer caso de extradición de un ex jefe de Estado reclamado por la justicia del país en el que fueron cometidos sus crímenes. Aun cuando la reciente historia registra los casos del serbio Slobodan Milosevic y del liberiano Charles Taylor, ambos fueron juzgados por tribunales internacionales y no por los de sus respectivas naciones.
Con el ex mandatario peruano la justicia de Chile parece haber instalado un nuevo referente a nivel mundial: los crímenes contra la humanidad cometidos por los ex gobernantes pueden ser juzgados por los tribunales nacionales. Con el reciente fallo -se puede también inferir-, costará más que los violadores de los derechos humanos hallen amparo en otras naciones. Está en marcha un proceso de internacionalización de la justicia y en él ha sentado un precedente, una nueva doctrina, un tribunal chileno.
El asunto, sin embargo, tiene especiales y complejas implicancias para los chilenos, y para su más reciente historia. La extradición de Fujimori, aun cuando tenga aspectos disímiles, trae de inmediato a la memoria la petición de España a Gran Bretaña de extraditar al entonces prófugo internacional Augusto Pinochet. Los gobiernos chilenos de la época -el de Eduardo Frei y el de Ricardo Lagos- hicieron abiertas y soterradas gestiones invocando la soberanía nacional para impedir la extradición de Pinochet a España, las que al final, ante la atónita mirada del mundo, tuvieron éxito. Pinochet, acusado de numerosos y horribles crímenes de lesa humanidad, regresó a Chile, porque los tribunales nacionales, se aseguró hasta el hartazgo, garantizaban un debido proceso. Pinochet fue efectivamente procesado, pero jamás condenado.
La diligencia para resolver el caso Fujimori contrasta con el enrevesado y prolongado proceso judicial que siguieron los múltiples delitos cometidos por Pinochet -como sigue ocurriendo con muchos de los procesos de derechos humanos que hoy esperan sanciones-. Esa tozuda tardanza es por la indiferencia que el conjunto de las instituciones ha mantenido en la gran mayoría de los casos de violaciones a los derechos humanos, sin sanciones tras 17 años de democracia. A diferencia de la oscuridad que ha caracterizado este doloroso trance nacional, la relativa rapidez del proceso de extradición de Fujimori ha generado, junto con la obvia satisfacción de los defensores de los derechos humanos, estupor y sospecha. El oportunismo y la superficialidad que caracteriza a la clase política se hizo presente en este momento a través del uso del fallo por el gobierno para postular a un puesto en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. A las pocas horas de haber llegado Fujimori a Lima, el gobierno peruano confirmó su voto para Chile en la ONU. ¿Simple coincidencia?
A la luz de este fallo aparece también la sombra y la oscuridad. Chile avanza con las causas ajenas, pero detiene sus propios procesos. Aparentemente, a nuestras instituciones les resulta más cómodo fallar un proceso foráneo que de cierta manera favorecerá por lo menos en el corto plazo las algo enturbiadas relaciones bilaterales con Perú, que impulsar los centenares de casos no resueltos de violaciones a los derechos humanos cometidos por la dictadura. Pero el asunto no se detiene aquí: el acuerdo que hizo el gobierno con la derecha hace un par de semanas con respecto al proyecto de ley que crea el Instituto de Derechos Humanos, ha sido observado como un evidente retroceso en el esclarecimiento de la verdad. La aprobación por parte del ministro secretario general de la Presidencia, José Antonio Viera-Gallo, de un proyecto de ley espurio y sin sustancia, que elimina, entre otros aspectos, la facultad del Instituto para entablar demandas por delitos de lesa humanidad, es sin duda un retroceso para la causa de los derechos humanos en Chile. Por tanto, el fallo de extradición de Fujimori más parece un evento muy llamativo para ocultar estas y otras grandes falencias.
Como sostienen distintas organizaciones chilenas, no por un caso la institucionalidad y el gobierno chileno tienen credenciales suficientes para ocupar un cargo en la ONU en el área de los derechos humanos. Es necesario comenzar por casa, es menester no mostrar simples discursos, sino acciones.
Chile no califica para ese sillón en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. No lo hace porque de partida no ha ratificado los tratados internacionales en la materia, no ha anulado el decreto ley de amnistía y no ha aprobado la interpretación del Artículo 93 del Código de Procedimiento Penal, que permite aplicar prescripciones y amnistía. Todo ello sin considerar la represión a los jóvenes y mapuches y el no respeto a libertades públicas tan básicas como el derecho a reunión y a manifestación pacífica. Chile mantiene una política represiva -como la ley de responsabilidad penal juvenil- que toma cuerpo también entre los oficiales de sus fuerzas armadas, formados bajo la doctrina de seguridad nacional. La historia parece no habernos enseñado lo suficiente.
(Publicado en Punto Final Nº 648, 28 de septiembre, 2007)