En un país donde el gobierno solo reconoce el conflicto armado para salvaguardar las fuerzas institucionales de los tribunales internacionales, donde la clase política y el Estado Mayor de la Fuerza Pública le reclaman al Congreso de la República una ley que reconozca el fuero militar, para subir la moral a las fuerzas y darle […]
En un país donde el gobierno solo reconoce el conflicto armado para salvaguardar las fuerzas institucionales de los tribunales internacionales, donde la clase política y el Estado Mayor de la Fuerza Pública le reclaman al Congreso de la República una ley que reconozca el fuero militar, para subir la moral a las fuerzas y darle seguridad jurídica a las operaciones militares de una institución profundamente cuestionada en materia de Derechos Humanos a raíz de los falsos positivos; donde en lugar de comprometerse con la solución política negociada del conflicto se asignan 25 billones de pesos para garantizar el funcionamiento de la fuerza pública en los próximos tres años de guerra, recortando los presupuestos de salud, educación, saneamiento básico y en general desarrollo y bienestar social para los colombianos, con el argumento que la seguridad esta primero; en menos de ocho días se han producido 80 muertes de soldados y guerrilleros en emboscadas, bombardeos y ametrallamientos.
No resulta fácil entender que en un país que no está en guerra, que no reconoce conflicto armado alguno… 11 niños militares, recién salidos de sus colegios como bachilleres o de sus parcelas de campesinos o de sus barrios de pobreza, empacados en uniformes militares y dotados de armas como si se tratara de loncheras… mueran en una emboscada de una guerrilla que lleva cincuenta años levantando la bandera de una reforma agraria democrática y, compuesta en un 70 por ciento, de niños y jóvenes campesinos, marginados de toda posibilidad, analfabetas cultural y políticamente, que se montaron en el tren de la guerra cuando pasó por el frente de sus casas, porque no tuvieron otra oferta de la vida, ni han contado con un Estado responsable que en lugar de llevarles dolor y muerte les diera semillas, libros y esperanzas de patria.
Como me duele la muerte de esos once jóvenes del ejército nacional, salidos de la capital musical de Colombia; como me entristece que no hayan podido asistir al Festival de Música en Homenaje a Garzón y Collazos el cual se realizaba en su ciudad natal, mientras ellos morían en una emboscada de la FARC, en una guerra que no tiene nada que ver con sus sueños. Como me consterna el dolor de sus familias, el llanto de sus madres, sus rabias reprimidas; ninguna bandera o medalla, ningún homenaje o reconocimiento de héroes les va regresar a esas familias sus niños, sus adolescentes, sus jóvenes, sus ilusiones.
Y ese misma tristeza, angustia, consternación, siento por los 70 muertos de la guerrilla, todos colombianos, campesinos, pobres… pero sobre todo, siento un profundo dolor de patria por los niños, adolescentes y jóvenes campesinos que murieron, mientras dormían, bombardeados por 12 aeronaves de la Fuerza Aérea y el Ejército, entre aviones Supertucano y helicópteros artillados dotados con sofisticada tecnología que detecta metales y calor humano para atacar y ametrallar a la sombra de la noche, en el desarrollo del rimbombante plan de guerra ‘Espada de Honor’…, poco honor el que nos queda a los colombianos, cuando permitimos que los ejércitos maten a nuestros niños.
Cuando se habla de ochenta bajas -69 «bandidos» y 11 «héroes»- y no se les pone nombre, sexo, edad, nivel cultural, nacionalidad, sentimientos, sueños… reduciendo todo a estadísticas macabras de victorias militares, cuando se recogen los cuerpos en pedazos o en bolsas plásticas para devolverlos a sus familias o enterrarlos en fosas comunes, y cuando el porcentaje mayor de los muertos son niños y jóvenes, salidos del campo y de barriadas populares, se pregunta uno en qué país les toco vivir.
Quiero que sepan que los soldados regulares que mueren en el ataque de las FARC se llaman Nayid Hernán, Juan Ovidio, Luis Miguel, Andrés Felipe, Edilberto, Mauricio Alejandro, Oscar Hernán y Cristian Camilo y que unos nombres parecidos que se me ocurre llamar esperanza, ilusión, paz, bienestar, dignidad, futuro… debían tener los niños y las niñas del otro Ejército que cayeron dormidos en los bombardeos y ametrallamientos de la fuerza pública. Quiero que sepan que la madre de unos de los jóvenes militares dijo que su hijo era un campesino enamorado de los cultivos de café y se presentó al Ejército con el objetivo de tener la libreta militar para después trabajar y salir adelante…, Quiero que sepan que el padre de uno de los niños militares muerto y su familia no quisieron honores y enterraron, en medio de un profundo dolor, pero con toda la dignidad del mundo a su hijo. Quiero que sepan que no tengo la menor idea de que piensan las familias de los niños y niñas muertos de la guerrilla, pero que seguramente, se unirían para llorar a coro con las madres de los niños soldados la muerte de sus hijos y sus hijas.
En este triste país entre todos tenemos que parar esta guerra, este rio de sangre, esta vergüenza de patria que mata en emboscadas y en bombardeos a sus niños, a sus adolescentes y a sus jóvenes. Creo que como lo viene haciendo la Academia, todas las formas organizadas de la sociedad civil tienen que demandar a las partes disponer sus voluntades para encontrar la salida política al conflicto y construir colectivamente la paz de Colombia.