Como buen empresario, Sebastián Piñera sopesó cada uno de los costos políticos para su reflotada imagen pública -gracias a la noticia de que los 33 mineros estaban vivos-, para decidir cómo enfrentar la huelga de hambre que el pasado 12 de julio iniciaron presos mapuches en distintos penales del sur del país, dos de ellos […]
Como buen empresario, Sebastián Piñera sopesó cada uno de los costos políticos para su reflotada imagen pública -gracias a la noticia de que los 33 mineros estaban vivos-, para decidir cómo enfrentar la huelga de hambre que el pasado 12 de julio iniciaron presos mapuches en distintos penales del sur del país, dos de ellos menores de edad. Atento siempre a invertir en los mercados que le den rédito, tanto nacionales como internacionales, sabía muy bien que se aproximaban dos escenarios en extremo relevantes para su administración, que no debían ser opacados por esta medida de presión: las celebraciones de los 200 años de la República y su primera alocución como mandatario ante la Asamblea General de Naciones Unidas.
En un comienzo, gracias al cerco mediático impuesto a la huelga y la invisibilidad que de por sí tienen las demandas del pueblo mapuche en la prensa oficial, Piñera pudo ignorar burdamente la situación. Tanto así, que incluso no se refirió a ella cuando visitó la ciudad de Temuco -y ésta alcanzaba los 50 días-, aunque se trataba de una actividad para anunciar los montos involucrados en el Plan Araucanía, un proyecto de política pública (y fuertes vínculos con la empresa privada) para enfrentar los problemas de pobreza en la región, entre otros, del pueblo mapuche. Para entonces, las manifestaciones de solidaridad se extendían a lo largo de Chile y en el extranjero. Incluso un Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, escribía al presidente de Chile para que atendiera las demandas de los huelguistas; del mismo modo como hace unos años José Saramago conminó a Bachelet a «mirar a los mapuches», ante otra huelga de hambre de presos políticos mapuches. Y es que este no es un problema nuevo, menos aún resuelto.
Aun así, Piñera permaneció indiferente. Hasta que una carta enviada desde Londres por el secretariado general de Amnistía Internacional encendió las alarmas: la noticia de la huelga de hambre adquiría mayor visibilidad en el exterior. En Chile, en cambio, seguía siendo conocida sólo por un sector reducido de la población. Pero la decisión adoptada por cuatro parlamentarios (uno de ellos, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados) de sumarse a la huelga de hambre, le dio notoriedad pública, al ser violentamente desalojados desde el interior de la cárcel de Temuco. Los canales de televisión, que hasta entonces no habían informado acerca de la huelga, mostraron profusamente en sus noticiarios las imágenes de la vehemente expulsión de los congresistas. Consciente de que la situación explotaría en cualquier momento, Piñera decidió anticiparse y anunció, haciendo por primera vez mención a la huelga, el envío de dos proyectos de ley al Congreso Nacional, uno para modificar la Ley Antiterrorista y otro para hacer lo propio con el Código de Justicia Militar, pero sin imprimirles mayor urgencia. Se trata, por cierto, de soluciones falsas para distraer a la opinión pública, que en nada responden a lo que exigen los huelguistas para deponer su ayuno: la no aplicación de la Ley Antiterrorista en los juicios seguidos en su contra, el fin a los dobles juzgamientos por parte de la justicia ordinaria y los tribunales militares, y el no uso de testigos sin rostro en su contra. Es decir, los presos mapuches no intentan eludir la justicia frente a hechos que se les imputa, sino que se les juzgue por las leyes que corresponde, que éstas sean proporcionales, y que se les garantice un juicio justo.
Se trata, por lo demás, dado el tiempo necesario para la tramitación de estos proyectos, de propuestas que no se hacen cargo del riesgo inminente de desenlaces fatales o daños irreversibles para la salud de los ayunantes, evidenciando el presidente Piñera un total menosprecio por la vida y una intransigencia absoluta ante una medida que incluso calificó de «ilegítima en una democracia y un Estado de derecho». Sin embargo, una huelga de hambre no es una decisión que se tome a la ligera, tampoco es producto de un arrebato ni de un mero intento de llamar la atención. Una huelga de hambre es una acción de profundo contenido ético y como tal, debe ser tratada; pues una huelga de hambre es una medida de última ratio ante la vulneración gravosa de derechos esenciales, donde no sólo está de por medio la vida, sino también la dignidad humana.
La mesa larga y el «gesto»
Un nuevo anunció presidencial volvió a sorprender días más tarde, cuando los presos mapuches enteraban casi setenta días de huelga y, precisamente, se iniciaban las conmemoraciones del Bicentenario: una mesa que Piñera llamó de diálogo (así se encargó de remarcarlo ante los medios de prensa), pero que era otro volador de luces para evitar que los efectos de la huelga aguaran las festividades y su viaje a la ONU. Fue tan evidente que se trataba de una escaramuza, que tras conocerse la noticia, uno de sus ministros (Felipe Katz, Mideplan) se apresuró a aclarar que se trataba de una mesa distinta a la que tiene como mediador al arzobispo Ezzati; ya que la mesa anunciada por Piñera tiene objetivos de largo plazo, es una mesa larga, por así decirlo, que se enmarca en la implementación del Plan Araucanía en la región donde se viene trabajando con «más de quinientas comunidades mapuches». Siempre en la lógica de los mapuches buenos y los mapuches malos, de la política del garrote y de la zanahoria, que venía siendo aplicada por los gobiernos de la Concertación y de la cual se hace eco Piñera.
A la mesa corta, sin embargo, esa que debe solucionar los problemas puntuales y más urgentes de los huelguistas (los mapuches malos, los terroristas) no estaba dispuesto a sentarse a dialogar en forma directa. Pero la presión ha sido tanta, y ésta además ha venido en aumento en los últimos días, que finalmente, a largos dos meses y medio del inicio de esta masiva huelga de hambre, Piñera accedió a enviar a dos representantes del Ejecutivo a Concepción para participar de esta instancia que reviste el carácter de mesa de diálogo, o más bien de negociaciones, donde al fin se vieron las caras familiares de los presos y el gobierno. No obstante, la propuesta fue nuevamente mezquina: la posibilidad de que el Ministerio del Interior se retire como querellante de las causas mapuches donde, al igual que el Ministerio Público, ha invocado la Ley Antiterrorista. Ello siempre cuando se deponga la huelga.
Sin lugar a dudas muchos dirán que se trata de un gesto relevante, y es por cierto una señal importante. Pero que no surtirá efecto alguno si las fiscalías no reformulan también -como recientemente han anunciado que no harán- la calificación terrorista de sus acusaciones, colocándolas bajo la figura de delitos penales ordinarios. Una clara muestra de que el problema no es únicamente de la ley sino también de los criterios discrecionales, en no pocos casos exacerbados, de quienes están facultados para emplearla, más aún tratándose de una ley que fue concebida en dictadura para la persecución política y el silenciamiento de las disidencias. Es el mismo argumento con que se le aplica hoy a los mapuches para criminalizar sus movilizaciones de protesta social y perseguir a sus líderes, teniendo una incidencia directa en el aumento sustancial del número de presos mapuches en los últimos años: de 23 en 2004 aumentaron a 58 en 2010, es decir, la cifra se ha más que duplicado en cinco años.
Cabe destacar que la mayor parte de los presos políticos mapuches encarcelados se encuentran en calidad de procesados, por lo tanto privados de libertad durante el período de investigación y a la espera de juicio para que se establezca su culpabilidad o inocencia. Se debe precisar también que tras estos largos períodos de prisión «preventiva» -como mínimo de seis meses- por considerárseles «un peligro para la sociedad», la mayoría de ellos son absueltos de todo cargo, situación que nunca es comunicada por los medios de comunicación, como se hace con las detenciones. En diversos juicios se ha logrado probar que las personas imputadas no se encontraban en el lugar de los hechos. Incluso en un caso, el Ministerio Público, teniendo estos antecedentes exculpatorios, no los comunicó al Tribunal de Garantía como obliga su mandato (investigar tanto los elementos de cargo como de descargo frente a la imputación de delitos), y continuó hasta el juicio oral sabiendo que era inocente. Tampoco no son pocas las denuncias de montajes, en particular en el último tiempo frente a la tenencia de elementos para la fabricación de explosivos. Los detenidos los desconocen como propios y en algunos casos señalan haber sido puestos por las propias policías, como se asegura ocurrió con la reciente detención de Waikilaf Cadín, hijo de la lonko Juana Calfunao, quien se encuentra en huelga de hambre. Son múltiples también las denuncias de maltrato físico y de tortura, realidades comprobadas e incluso apreciables muchas veces a simple vista. Ahora hasta los niños y niñas mapuches son objeto de persecución.
Esta huelga de hambre, la séptima que han protagonizado presos mapuches desde que se intensificaran sus movilizaciones y se usaran leyes de excepción en su contra, es por tanto más compleja de lo que se ha presentado hasta ahora, y pese a que Piñera ha procurado mantenerse al margen de ella, lo cierto es que ella le aguó el Bicentenario y sigue vigente, porque la dignidad no se transa, como tampoco las luchas cuando éstas son justas. Y la lucha del pueblo mapuche no solamente es legítima, sino también una deuda histórica, principalmente del Estado, pero también de la sociedad chilena toda.