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Paz y no violencia, ¿realidades que se identifican sin más?

Una mirada sobre las apuestas de vida

Fuentes: Rebelión

Si mi memoria no me falla, más o menos por los tiempos en que el gobierno de Santos comenzó a promover una salida negociada al conflicto armado entre las Farc-EP y el Estado, inició a circular por las narrativas políticas del país un discurso “pacifista”, impulsado en la necesidad de avanzar sobre la guerra, con la elaboración de un acuerdo entre las partes. Era necesario lograr otro tipo de salida. Este discurso caló particularmente entre las voces parlamentarias que se unían a esa necesidad de construir una paz, lejos del método guerrerista promovido por el bloque de poder uribista. 

La paz se convirtió en la espada del gobierno de Santos, y bajo esa ala blanca logró cubrir distintos sectores. Más allá de las distancias vitales entre las muchas voces que se plegaron a la de Santos, lo que se buscaba marcar era el objetivo común de alcanzar un escenario que permitiera hablar, y ser realmente escuchado. Santos no prometía combatir la arquitectura orgánica que soporta al Estado, y a la que le son inevitables un sinfín de malestares, pero sugería que el acuerdo establecería mecanismos que posibilitarían cierta apertura democrática, sobre el desarrollo de una política de Estado (que fue asfixiada desde el inicio), facilitando los trámites sociales e históricos que atañen al país. 

Unirse a Santos era una apuesta arriesgada para muchas voces que no siempre están protegidas, pues el discurso comenzó a calar, no sólo en las voces públicas moderadas de “centro” y de izquierda parlamentaria, sino en otros lugares. En sindicatos que, a pesar de no estar ajenos al patronazgo, no dejan de verse amenazados por las acciones de un Estado violento: un Estado marcado por la guerra, al ser ésta su bastión: su forma de enriquecimiento y su medio de legitimación. Y desde los sindicatos y el parlamento, el discurso avanzó hacia distintos espacios de la sociedad. 

Unirse a la espada, aunque luego tuviera que enfrentarse al dueño de esa espada. Esa era más o menos la sensación que se respiraba en el aire tensionado de muchas ciudades y regiones del país. 

Hastiados, no sólo de una guerra prolongada, sino de la confusión que la enmarcaba, para muchos y en muchos sentidos, apoyar, aún con timidez, la propuesta de Santos comenzó a ser lugar común entre muchos colombianos. Así es como, si mal no estoy, comenzó a tejerse el cuerpo de esta narrativa “pacifista”, de este discurso de la no violencia, tan usado hoy día. Toda narrativa es eso, un tejido que logra abarcar muchos cuerpos, aunque no todos los cuerpos estén del todo conformes con ese abrigo. Un tejido que logra ubicarse como matriz de dominio en un amplio espectro de la sociedad. 

Años de una política estatal abiertamente violenta, caracterizada por la confusa y “asombrosa” relación con grupos narcotizados y acciones organizadas en la ilegalidad, con el propósito de eliminar a toda costa al adversario, ayudan bastante a entender por qué la espada blanca de Santos pudo hacer que su brillo se reflejara en muchas zonas. La narrativa bélica tenaz, encarnada en Uribe y sus familias (de sangre, de poder, de alianzas dudosas), no sólo estaba matando a su enemigo directo, la guerrilla, sino que con asombrosa facilidad hacía de la gran mayoría de colombianos indignados su enemigo directo. Ese ambiente de amenaza continua, terror ideológico y paramilitar en las regiones y su “carisma” le permitieron a Uribe entornarse en el país como símbolo protector de muchos sectores. Quizá pueda uno no estimar en lo absoluto a Uribe, pero restarle por ello esa realidad, es ingenuo. 

Un pequeño hombre de región, en un país absolutamente centralizado. Un centro estatal que no gobierna sino para unos pocos, olvidando toda una inmensa geografía erosionada por millones de causas, era el semblante de país con el que se estrellaron las generaciones que crecieron tras la “superación” del Frente Nacional (¿qué tanto o no ha cambiado ésto?, es bueno tener presente esta pregunta). Unas generaciones que, por las variadas restricciones sociales, económicas, culturales y políticas, se vieron obligadas y abocadas a construir sus salidas. Algunos no verían más opción que enfrentarse al Estado, y transformar la sociedad y su política clasista y excluyente (guerrillas). Otras, preferirían abrirse camino entre los espacios mismos del gobierno, sin tocar estructura alguna, sino proyectando el control de ese aparato llamado Estado, para explotarlo en razón de sus propios intereses (narcos). 

Con un medio de enriquecimiento tan fuerte como lo era (y lo es) el mercado ilegal de la droga, y al permitirse estar por fuera de los controles y de los instrumentos de regulación de precios y demás, ganar poder y legitimidad moral y social (como una forma de salir de donde uno está y “superarse”) era una consecuencia inevitable para muchas de esas generaciones. Ir formando alianzas con gente poderosa de distintas regiones, permitiría ir escalando hacia el gobierno central y filtrar sus filas. Pero claro, la tarea no era tan fácil, porque además se encontraban con los otros sectores de esas generaciones (guerrillas), y al no coincidir en demasiados intereses, hacerse enemigos era cuestión matemática: los que buscaban transformación de la sociedad y del Estado, y los que buscaban infiltrarse en el Estado y doblegarlo. Para los segundos, aliarse con gentes de los gobiernos resultaba en beneficio para ambos, de modo que combinar sus fuerzas y sus métodos, era la mejor estrategia que podría pensarse para sacar del escenario a esos otros rastrojos; práctica que modificaría la cultura política del país y que habilitaría a un nuevo sector que, cobrando los favores prestados y sobre la base del capital y las relaciones narcotraficantes, avanzaría sobre el control de las alcaldías, gobernaciones y del gobierno central. 

Este matrimonio entre Estado y mafia, sumado a los ejércitos privados y a los latifundistas ganaderos y demás sectores ricos de las regiones (de histórica trayectoria, como en el caso del linaje Cabal y del Valencia en departamentos como el Valle y el Cauca, por ejemplo), no podía producir sino un hijo atroz y atropellante: una guerra intestina desatada contra todo aquello que amenazara la alianza y sus intereses de por medio. El pequeño hombre de región crece de esta guerra, y se adueña de ella. Y claro, que Uribe fuera símbolo de protección para muchos, era cuestión de tiempo, y de estrategia. Se necesitaba de un hombre al que se cuidara, al que se protegiera, para que alcanzara la cumbre del Estado (todavía hoy se le protege y se le cuida, pese a estar atravesando un mal momento en el país con muchos colombianos). 

Los pobres siempre tienen pocas opciones y las que se iban dibujando en sus veredas, corregimientos y barrios, los arrastraban sin tregua al hocico de la bestia. Ellos fueron el gran material de esta violencia (y no dejan de serlo, en muchos sentidos, por demás). Que el Estado ganara presencia, a través de sus ejércitos y de sus maneras políticas, como el clientelismo y proyectos demagógicos, entre muchas otras, hacía que las orejas de muchos prestarán cuidado a ese señor; muchos, incluso, se dedicaron a oírlo sin criterio y soñarse las cosas que prometía; tanto, que cualquier voz de guerra evidente que Uribe exclamara, no sonaba sino a un extraño viento de su voz encantadora. 

A eso se suma el miedo que se metía en lugares remotos para los citadinos, en una Colombia que sólo concentraba las narrativas sobre los problemas y las oportunidades de las ciudades y del centro del país. Toda Colombia quedó olvidada por los medios y sólo se mostraba la sonrisa de los niños populares, accediendo a ínfimos programas; toda Colombia también fueron carreteras (algunas) por donde viajaban sueños, y se vislumbraban paisajes pacíficos y seguros. Mientras nos mostraban novelas sobre la superación personal como causa esencial de la pobreza, a los pobres del campo, pero también a los verdaderos pobres de las ciudades y los pueblos, los volvían tornillos de la guerra y cifras de seguridad[i]. Toda esa otra guerra, la ideológica, que se viralizó y conquistó muchos comedores colombianos, instaló cornetas y espectáculos de popularidad. Uribe era un buen protector, y todo el mal olor que lo perseguía no sería sino una fea casualidad. 

La guerra. La guerra en todos sus niveles y en todos sus estados. En algún momento algunas otras generaciones de voces tendrían que cansarse y protestar, las voces que comienzan a gritar hoy con furia y con desespero para que esto cambie. Sumarse a una historia de protesta y de rebeldía. Que sobrevenga un momento crítico, donde toda fuerza política tenga que arriesgar más de lo que acostumbra, no es excepcional. Uribe no es eterno, aunque su mandato haya logrado heridas profundas en el cuerpo colombiano. Vendría el tiempo en que su rostro se despejaría y muchos colombianos lo despreciarían. 

Se reconocía la guerra, ese monstruo inhumano, aunque demasiado humano, que trituraba nuestras vidas, que respiraba a nuestras nucas; esos ojos fijos como una bala inmóvil que nos veía, sin parpadeo. ¿Cómo no agotarse y saturarse? Era claro que, en cuanto alguien con poder irrumpiera con una promesa de paz, se sintiera el impulso de seguirlo. No fue a Santos al que muchos se unieron, sino al esfuerzo y a la esperanza de construir un gobierno que dialogara democráticamente con su pueblo. Podría ser un impúber, un órgano demasiado joven y frágil, pero era una apuesta que muchos arriesgaron: una apuesta que nos alejara de la sangre. ¿Pero quién alejaría al asesino sediento de sangre que dirige el Estado? 

La promesa fue prontamente reducida a un animal moribundo que debe aliviarse (¿cómo?). Santos blandió su espada y despejó campos, que fueron reagrupados y reconcentrados en el adefesio aliado del poder tradicional y central. Primero se traicionó al rival de diálogo, entregándole los acuerdos a las fuerzas del aliado (no de la coalición santista, sino de los inconfundibles uribistas, agrupados en una hipócrita y dudosa oposición), y con la zozobra de una votación angustiosa por la paz (¿pero qué paz se defendía realmente, si Santos dio por hecho el sentimiento, más no el programa mismo de la paz?). Luego, en otra votación bastante más asombrosa, el uribismo raso recuperó con Duque su dominio sobre el aparato total, y restringió las salidas del acuerdo que ya había sido manoseado. Eso hace que la narrativa “pacifista” de la no violencia cale más hondo en muchos colombianos, debido al “retorno” voraz y contundente de la guerra. La hondura que alcanza, la hace mucho más vulnerable cuando se le interpreta, pues se le protege como débil feto, al que no se juzga, sino que se acompaña. 

En un mismo nombre entran todas las formas. En el nombre Violencia hay tantas cosas viviendo, que se hace necesario tratar de escucharlas por separado. Su defensa simple e ingenua, aunque noble, puede ser una decisión apresurada. No todas las violencias caben dentro de ese costal, cuando el costal mismo lo que hace es agrupar y ubicar de manera simétrica e indistinta a todas las violencias: esto hace que la visión sea confusa, nada clara y precisa en realidad. Es fácil, así, que muchas acciones de las víctimas del Estado se pongan en el mismo lugar, porque sí, de las acciones letales del gobierno. Es entendible desdeñar toda acción que nos cause daño, como individuos y como sociedad, pero por ello mismo es necesario ubicarnos cuidadosamente para escuchar las narrativas y encontrar las distancias y los lugares más justos para entender el trasfondo. 

La narrativa de la no violencia no tiene una relación necesaria e inmediata con la paz social y transformadora a la que aspiran muchos colombianos. Se asume que el desmonte de las Farc-EP debía traducirse en la reducción significativa de actos violentos, pero no fue en modo alguno así, y no precisamente por el grupo guerrillero. Ese desmonte también debía traducirse, por lo anterior, en el fortalecimiento de mecanismos democráticos que tramitaran demandas y ampliaran la participación de sectores sociales, sin que se vieran coartados por alguna de las formas de violencia, y tampoco fue así en modo alguno. La no violencia se asumió, sin embargo, incluso por muchos sectores del uribismo. Y resulta que esta narrativa se adecúa a los intereses y formas de ese sector uribista que, como dijimos, logró a su vez instalarse nuevamente en la cúspide del poder. No a la violencia, vociferan ellos, es decir, no a todo aquello que atenta contra sus instituciones y propiedades. Al mismo tiempo, es fácil que los sectores más radicales y reaccionarios del uribismo (y lo que representa, más allá del hombrecito), puedan defender cierta violencia, siempre que se ejerza en beneficio de sus intereses y persona (aquí entra toda la gente de bien). 

¿Cómo no se va a pregonar la no violencia como costal divino? Claramente, los sectores parlamentarios y sociales que asumen esa narrativa, lo hacen basándose principalmente en la necesidad de desmarcarse de esa historia de violencia, de no seguir haciéndole el juego a las artimañas de esos adefesios aliados, y de estar (quizá en muchos es así) por encima, ética y políticamente, de esos sectores armados hasta la médula. ¿Por qué actuar como ellos? Una respuesta inmediata a esta pregunta, puede ponernos con facilidad bajo la mirada de asumir una simetría entre todas las violencias, si no la miramos con cuidado. ¿Por qué actuar como ellos nos dicen (con violencia)? Es otra pregunta plausible, y que demanda mayor detalle, porque es justo, primero, reconocer cuándo mi propia acción es violenta y en qué contexto. Creo saberlo, claro, y creo también saber en qué momentos son mis acciones las que están siendo cercadas y definidas desde un orden que no juega limpio. ¿No es ese ya un acto violento? 

Se promueve el discurso de la no violencia, porque muchos, genuinamente, sí quieren dejar a un lado todo el horror. Es el horror el que no nos deja. Entonces, ¿quiénes verdaderamente están bajo el escudo de la no violencia, sin protección ante un agente mecánico y esquizoide que rastrea objetivos? El riesgo de asumir esta narrativa sin más, nos aproxima a los juegos ideológicos de los sectores reaccionarios que han cooptado el discurso, y que no dejarán tan fácilmente que se oxigene e impongan otros lugares. 

¿Puedo equiparar todos los actos de violencia de todos los posibles actores, sin caer en errores o cegueras? Pienso que la distancia crítica e ideológica respecto a todo lo que nos atañe es fundamental, incluso si se trata de algo tan sensible y delicado como el binomio paz/violencia. No considero que se deba tratar de una cruzada suelta contra la violencia, como si ella fuera una entidad abstracta y terrorífica como un dios malévolo. 

No, la violencia tiene fisionomías y cambios. A la violencia la sentimos y la vemos operar concretamente en cuerpos y lugares específicos, y sólo viendo cómo actúa podemos hacernos una idea de lo que esconde. La violencia no es un dañar al otro porque sí, hay móviles y hay variables específicas que nos ayudan a saber por qué un acto se dispuso de tal manera que logró dañarme. Bueno, puede ser mala la acción violenta en cuanto afecta, e igualmente malo sería, entonces, obviar la indagación sobre ella y dar por sentado que lo que me dañó no tiene motivos, necesidades y condiciones y que se dio en un vacío absoluto de todo. Como si la palabra misma Violencia fuera la que causara el daño real. Hay que observar el cuerpo que hay detrás del abrigo. Para asumir la no violencia, debe asumirse alguna noción y postura clara sobre la violencia, más en un país cuya historia ha sido solamente esto. Entonces, la historia colombiana es una innegable incursión por la violencia y sus transformaciones, una incursión que nos permita entender y saber ubicarnos en algún punto y en pro de la paz, no como sentimiento, sino como proyecto político del pueblo oprimido y de tendencia democrática. 

No a la violencia, sin más: no hurgues las pieles de la violencia, porque de repente puede parecer que no todo lo que se encuentra allí adentro encaja. Es cierto que algo debemos salvar los colombianos, la esperanza de poder estar en un país abierto y dialogante, dispuesto y a favor de todos los que respiramos sus aires, pero salvar esa aspiración requiere de ciertas claridades que no nos obnubilen o nos presionen con el espejismo de ciertos vocablos. La guerra es una furia abierta y estallada que no se detiene, está en todos los lugares, y no puede cogernos desprevenidos. Pero de acuerdo, no debe ser la narrativa bélica narcotizada y paramilitarizada que se ha impuesto, la que siga reinando sin más en nuestros cielos y suelos. No quiero su violencia, no la queremos muchos colombianos. 

Trato de abstenerme en caer sobre equívocos y premuras que afecten la paz (no siempre lo logro, es una tarea constante). Y una paz no puede buscarse fácilmente en medio de un ambiente viciado y represivo. La paz no es una fórmula simple, se debe más a una construcción incesante que logre romper esquemas y estructuras que imposibilitan que el país respire aires suaves y que supere las condiciones y relaciones de pobreza, desigualdad e injusticia (no un pacto entre poderosos, que lo que hace es reafirmar y reactualizar estas condiciones de exclusión). Sin una democracia abierta y total que dé acceso y participación libre y en igualdad a todas las voces (afianzado en un gobierno verdaderamente descentralizado, mas no en función de los intereses locales y regionales de los ricos del país), la paz no se despojará de sus trajes de seda y de sus vestimentas constreñidas: seguirá siendo el arma de unos pocos que, instrumentalizando los sentires de la gente y sus anhelos, la blande sobre ellos, aún con métodos refinados “no violentos”. Si se tratara sólo de un ideal divino y humano, de una constante bella y armónica, la paz dejaría de ser el objeto de conquista de nuestras sociedades. Es una apuesta demandante y una tarea continua. 

Bajo esta mirada, hay algunos aspectos básicos de la narrativa “pacifista” que pueden tomarse en cuenta a la hora de evaluar y examinar nuestras lecturas. 1) Existe un manifiesto consenso en contra de la violencia, aunque no por ello claro. La falta de claridad a este respecto es contraproducente, máxime en un ambiente represivo y de total cerramiento de las opciones políticas, pues ello puede derivar en formas de violencia espontáneas que no logren, necesariamente, articularse y organizarse dentro de un horizonte de sentido político. 2) Con facilidad se pone en un mismo nivel las acciones del Estado y las del pueblo, privilegiando, directa o indirectamente, al Estado. 3) Se asume una ausencia de contenidos legítimos al interior de todas las acciones violentas, al tiempo que el Estado avanza sobre la criminalización de toda acción del pueblo en los márgenes legales; una criminalización total de todos los sectores que se oponen al régimen, de modo que se legitima una guerra unilateral, donde el opositor queda de ante mano reducido al desprestigio de simples bandidos y agresores. 4) La violencia estatal, dispersada en todos los medios, y con toda la posibilidad de fisonomías, sigue operando sobre los territorios, junto a narrativas instituidas que le facilitan al Estado ubicar enemigos dentro de amplios e indistintos apelativos: bandoleros, comunistas, terroristas, vándalos, etc., logrando con ello dirigirla a todo el pueblo. 5) Se naturalizan las acciones estatales y se siguen protegiendo tras el blindaje jurídico del Estado, al tiempo que se niega o invisibiliza el dolor y el sufrimiento del pueblo, trabajando sobre una permanente desensibilización del dolor del pobre y un, no tan camuflado, odio de clases, promovido por ellos y juzgado por ellos: el dolor y las tragedias de las familias ricas y de bien, se ponen por encima de los malestares y las pérdidas de los de abajo, y en cuanto alguno de estos últimos se queja, entonces se le tacha por llamar al odio y se le debe disciplinar a toda costa. 6) Se sostiene un aparato, cargado de instituciones y procedimientos, que focaliza la violencia y la convierte en un síntoma de irracionalidad para que nadie la use en contra de los de arriba. 7) La no violencia pierde, con esto, la supuesta pureza de su enunciado, y funciona más como instrumento pacificador y desmovilizador de algunos sectores sobre otros, dado que es un enunciado que, así como dice, esconde, en su afán abarcador. 

Ante esto, valdría preguntarse si el consenso contra la violencia está estrictamente relacionado contra la del régimen de Estado (una pregunta que parece retórica; pero en nuestro país, ninguna pregunta es realmente retórica). Si es así, y pese a las mayorías de todos los colores que la vociferan, qué se puede hacer para restar esa violencia uniformada y emperifollada que no descansa, y que con su discurso sangra nuestros cuerpos. ¿Cómo reducir el riesgo de la instrumentalización y la focalización del discurso, que tiende a mantener al pueblo dividido y ofuscado, así como excluido y marginado? 

Lamentablemente la no violencia no está por fuera de la guerra ideológica desatada contra el pueblo para mantenerlo contenido y controlado. La misma palabra hace que oponerse a la no violencia, suene descabellado y retrógrado. ¿Quién se opone a la paz?, dicen muchos, y en tal medida, ¿quién puede legitimar la violencia? Son dos preguntas que ubican de inmediato dos realidades como una sola: violencia y paz. Cada una merece una mirada detallada y singular para entender la complejidad de sus uniones y desuniones a lo largo y ancho del territorio y de nuestra historia. 

Con la relación causal asumida en esas dos preguntas, la relación entre poder y violencia se desproblematiza y se despolitiza pues, como dije antes, todo acto violento está de por sí desprovisto de contenidos (¿los del Estado también?). Nuestra historia hace parte de ese vínculo entre la violencia y el poder (a distintos niveles y etapas), y es lógico que quienes sostienen el poder, usen la fórmula del discurso nombrado aquí, la despojen de contenidos reales (para que cualquier realidad que ellos sugieran ingrese en el nombre), y la conviertan en un instrumento más de su dominio. 

Con cierta facilidad las facciones de ultraderecha y de derecha “moderada” han logrado cooptar y copar el discurso y disponerlo a su servicio (minimizando el lugar de enunciación de una izquierda intervenida, debilitada y dividida), sirviéndose a su vez de las bases que la proclaman y defienden, aun reconociendo sus distancias, y presentar un perfil de lo “antidemocrático” en aquellas acciones radicales del pueblo, y también, que es lo más riesgoso y doloroso, en toda acción del pueblo indignado que logre hacer vibrar las tierras colombianas, y que se salga del guion estipulado y administrado por el poder, para realmente incomodarlos. No es necesario pertenecer a ningún grupo, puedo simplemente enarbolar mis “derechos ciudadanos” y elevar mi voz, pero en cuanto esta acción desarmada y democrática se vuelve un lastre en el camino de empresarios, ganaderos, terratenientes, banqueros, familias políticas, narcos, gente de bien, entonces la cercenan y luego la venden como violenta, simplemente violenta: con el catecismo de sus adjetivos. 

En muchas ocasiones se puede implementar este discurso para distraer y ubicar los debates donde no son, y lo que consigue es contribuir a minar las luchas legítimas de la gente, sus bases y procesos, y crear sectarismos entre ellos, entrando a defender, muchas veces sin querer, las reglas de juego impuestas desde arriba, que están dispuestas para estrangular, sea con mano fuerte, sea con mano blanda, la garganta de un pueblo de por sí asfixiado. La estigmatización es el pan de cada día aquí en Colombia, y el primer incentivo para aplicar a blanco de la guerra desatada contra todo aquel que ose oponerse a los intereses de los poderosos. Y esta estigmatización oscurece aún más la narrativa asumida de la no violencia (¿cómo entender, por ejemplo, las acciones discursivas, judiciales y militares que se han venido aplicando a los jóvenes de Primera Línea? ¿No son acaso ya, dentro del lenguaje corriente de los políticos profesionales, unos terroristas y jóvenes descarrilados? ¿No se les juzga de ante mano con la sola mención de la no violencia, desde indistintos tribunales y desde variadas miradas, sin reparar siempre, y con necesidad, en las diferencias políticas que deberían primar?). Más allá de toda genuina y justa insistencia en transformar nuestra bélica historia, esa narrativa ha servido como fórmula desestabilizadora y problemática de todo proceso del pueblo que lucha por ampliar sus derechos y su participación en el destino de este país. 

No juzgo la no violencia caprichosamente y porque sí. Sólo no desconozco la instrumentalidad mediática e ideológica que se alberga en el corazón de quienes hoy, pese al escenario coyuntural del país, siguen gobernando con plomo y con despojo. Y esta coyuntura, por demás, ha logrado capitalizarse dentro del Estado como una crisis institucional: en esencia, serían las instituciones las que deben renovarse y relegitimarse, más allá de que lo que importa son las relaciones estructurales existentes entre un gobierno que ha estado históricamente alejado del pueblo, y las desigualdades a las que se ve sometido éste. El problema es de representatividad (quizá, pero principalmente, en este aspecto, de participación real); el problema es renovar el Estado y sus administradores, tal vez, pero quizá implique mejor una transformación de las relaciones estatales, económicas y sociales con el pueblo. La crisis política y social colombiana de esta década no es una sencilla crisis institucional entre los poderosos, que deba resolverse entre ellos. No se trata de que otra vez hagan acuerdos entre ellos, apelando a los sectores más próximos y cooptados, para autolegitimar sus “avances”, como en el caso de la última reforma tributaria tramitada en la instalación del congreso del 20 de julio, por el ministro de hacienda, José Manuel Restrepo, construida y avalada por Vargas Lleras, Uribe y la ANDI, y lanzada como el producto de un gran consenso. Así como resuelven los asuntos entre ellos, así mismo las narrativas son fácilmente acomodables a sus intereses, y esa es una realidad que no puede negarse, ocultarse ni evitarse así no más. 

La no violencia podría muy bien expresar una sociedad democrática, en donde realmente la violencia apenas si logra externalizarse en problemas habituales y cotidianos, donde ni siquiera alcanzaría a expresarse en la criminalidad, como salida de los muchos que no tienen acceso efectivo a oportunidades para una vida digna y humana. Que los crímenes desaparezcan es una utopía, pero que la criminalidad sea el sistema obligado de amplias mayorías, debido a las condiciones estructurales de una sociedad desigual e injusta, es algo completamente distinto, que no debería operar al interior de una sociedad que trabaja en función de la democratización continua de todos los aspectos del mundo social, y en donde la no violencia expresaría esa labor. Una no violencia sería mucho menos que operativa en función de lógicas establecidas y cerradas, dentro de una sociedad donde las salidas de los de abajo sean tenidas en cuenta y escuchadas en profundidad, sin que ellos deban acudir a medios radicales. 

Más allá de esa narrativa que ha logrado navegar sobre los últimos tiempos en el país, le apuesto a una paz democrática que en verdad permita que la sociedad avance por las vías de la transformación efectiva del orden establecido. Le apuesto a un aire que ya no esté viciado por agentes pesticidas, que dejen respirar al país y mirar hacia el futuro. Ellos siguen gobernando y siguen poniendo mayorías en el congreso colombiano, así como copando las instancias de control político y veeduría, lo que se traduce en la dictadura oligárquica[ii] de una minoría sobre las amplias mayorías pobres de nuestro país. ¿Cuál es la no violencia dentro de esquemas dictatoriales? ¿Cuál es la ubicación concreta y real del discurso de la no violencia frente a un esquema represivo y armado (incluyendo en este sentido el manejo que hacen de la “democracia institucional” colombiana)? ¿Puede asumirse, a priori, que todas las formas de violencia proceden de los mismos entornos y contextos? ¿Es posible asumir tranquilamente que entre la paz y la no violencia existe una relación inmediata, es decir, sin ningún tipo de mediación social, política, histórica? 

Insisto: la distancia crítica e ideológica frente a todo aspecto de nuestras vidas es fundamental, incluso si se nos presenta de manera tan sensible y delicado, pues dar por sentadas las cosas y/u obviarlas de alguna manera, aún a costa de buena voluntad, puede conducirnos a profundizar el problema y postergarlo indefinidamente en el tiempo. No dejar de analizar hasta el más precioso y delicado detalle de la vida, en función de la vida, es fundamental e implica una apuesta y una postura de vida, por la vida. Nuestras decisiones expresan nuestras apuestas y posturas, y nuestra capacidad ética y política debe desplegarse en el mundo social del que somos parte, por lo cual, asumir la supuesta naturaleza de algunas cosas nos priva de la necesidad humana y social por profundizar, examinar e interpretar ampliamente lo que nos rodea. Nada puede mirarse bien con la lente de una sola lupa. 

Notas

[i] Con esto se establece, principalmente, que el problema de la pobreza es de percepción y acceso a condiciones de vida, demarcadas por la cultura del Mercado y del consumo. Más allá de las condiciones de precariedad desarrolladas por las relaciones y estructuras profundas de un modelo neoliberal, extractivista, excluyente y despojador, el énfasis se ubica es en recrear atmósferas donde la gente tenga una autopercepción de bienestar (de ahí que la cultura del crédito en Colombia sea tan esencial a este fin). Si logro generar este ambiente, el debate y el problema se ubica con exclusividad en los medios sociales (subsidiarios y paternalistas, de los que no dejan de sacar un gran pedazo de torta los ricos y poderosos con desvío de recursos y desfinanciamientos) que se desarrollen para garantizar que la población acceda a ciertos beneficios de consumo (televisores, celulares, motos, apartamentos, etc.), amparados en una visión de “calidad de vida”. De esta suerte, el trasfondo político y económico de los intereses de las clases dominantes queda nublado, pues lo importante es salir de la pobreza, no transformar las condiciones sociales estructurales que la soportan y la producen. Simultáneamente, este manejo político de la pobreza, enraizado en la percepción, lo que hace es minar ideológicamente las bases populares para que las pobresías no se organicen en defesa de sus intereses, es decir, que el desarrollo de una conciencia de clase queda truncado e intervenido, así como sus capacidades organizativas. De ahí que una de las principales metas de los gobiernos sea la de generar movilidad social ficticia (sometida a crédito y a la total dependencia frente al capital financiero y especulativo privado y concentrado en pequeños grupos, consecuente al modelo de préstamo actual), es decir, mediante índices e indicadores desagregados crear las condiciones de percepción de que sectores populares logran alcanzar la clase media; una clase media, por demás, afincada en bienes que no le pertenecen y por los cuales debe quedar enganchado de por vida al modo de vida impuesto por el capital neoliberal y financiero. Una clase media enraizada en el imaginario de los sueños de éxito y calidad (fines individuales), que se puede apreciar incluso en aquellos proyectos urbanísticos impulsados en barrios populares, en donde con cierta facilidad se topa uno al pobre que se siente de mejor estrato y, por tanto, alejado de los “intereses” y problemas de sus vecinos los pobres feos. Así, las estructuras y el modelo económico que producen pobreza y miseria quedan salvaguardados.    

[ii]La oligarquía implica un sistema de gobierno en la que no dejan de existir facciones en conflicto por quienes administran y se benefician, en mayor medida, de las rentas sociales. Este tipo de gobierno cerrado y reducido ha sido una constante en Colombia, pese a las transformaciones que puedan observarse en su interior, debido, sobre todo, a los niveles de adaptación histórica y al ingreso de una fuerza regional amparada en los carteles de la droga y en el accionar de ejércitos privados al servicio de intereses económicos, políticos y territoriales de las élites centrales y regionales. Lamentablemente, hablar en Colombia de crisis institucional, es remitirnos a las facciones que se perfilan dentro del gobierno oligárquico, al modo en que entran en disputas y en alianzas según marchen los negocios, y no a la incapacidad e ineficacia misma de la institucionalidad por abarcar los intereses de las mayorías (esto último producido precisamente por la misma forma de gobernar y conducir el Estado). Todos los acuerdos en Colombia han sido reducidos a un diálogo entre estas facciones, a salidas que encuentran estas clases de poderosos por no perder definitivamente el control del Estado y la concentración del poder. Pero no se ha logrado consolidar y desarrollar un pacto social que trascienda esta nefasta cultura política, porque las voces que podrían desarrollarlo y nutrirlo se ven siempre coartadas y atropelladas. De ahí que hablar de una dictadura oligárquica no suene tan descabellado, en contraposición a una sociedad descentralizada con tendencia democrática abierta y total a las mayorías reales (la descentralización implica, entre varias cosas, poder entender las necesidades reales y concretas de las regiones y la capacidad de cooperar entre éstas, no bajo un modelo que centraliza y concentra los procesos y la administración política y económica, mediante la prolongación de un esquema de supremacía del centro sobre las periferias del país).