Hace tres siglos, el genial escritor irlandés Jonathan Swift escribió una de sus obras más celebradas. Se llamaba así: Una modesta proposición, y en ella sugería que para evitar la miseria de la mayoría de los niños que habitaban Dublín y la pesadumbre de sus padres, no había nada mejor que tener muchos más hijos […]
Hace tres siglos, el genial escritor irlandés Jonathan Swift escribió una de sus obras más celebradas. Se llamaba así: Una modesta proposición, y en ella sugería que para evitar la miseria de la mayoría de los niños que habitaban Dublín y la pesadumbre de sus padres, no había nada mejor que tener muchos más hijos para venderlos como deliciosas delicadezas gastronómicas.Los más tiernos, casi recién nacidos, se ofrecerían a precio alto a las clases más pudientes para que, bien condimentados, los degustasen junto a los suyos en los días de más relumbrón; los más creciditos pero todavía lechones, se distribuirían ente quienes teniendo posibles no pudieran acceder al gran manjar, pequeños banqueros, prestamistas de media librea, comerciantes de barrio, artesanos, cortesanos, clérigos de a pie y militares de media graduación. De ese modo, se garantizaría la buena crianza de los niños supervivientes, se libraría a las buenas gentes del bochorno de ver las calles atestadas de chiquillos harapientos, sucios y llenos de bubas, se evitarían enfermedades, se mejoraría la calidad alimenticia del país y se ahorrarían muchas libras en orfanatos, policía y caridad.
La propuesta de Swift causó estupor entre las personas decentes del Reino Unido, las mismas que obedeciendo a la ley natural vivían de palacio en palacio, disfrutaban de todos los placeres de la tierra gracias al trabajo hacendoso de miles de criados agradecidos, asistían a misa todos los días de guardar y alguno más para pedir a Dios por los necesitados y, en su magnanimidad, fundaban hospitales de caridad para los pobres después de haber creado a los pobres. Incomprendido en su tiempo, despreciado y acusado de brutalidad por muchos de sus contemporáneos, la proposición de Swift, en su literalidad, no causaría hoy la más mínima impresión en una sociedad tan madura y poco timorata como la nuestra, en una sociedad como la que ansían Esperanza Aguirre, Sánchez Dragó, Aznar López, Salvador Sostres y tantos otros adalides de la modernidad, del «laissez faire, laissez passer» y del españolísimo «a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga». Entre otras cosas porque la proposición del autor de Los viajes de Gulliver era la más adecuada para solucionar el problema en cuestión.
Uno, que siempre ha admirado al inmenso escritor irlandés y también se siente moderno, aunque no tanto como los filántropos castizos anteriormente citados, con el debido respeto y reconociendo la inmensa diferencia en la excelencia que le separa de ellos, se permite sugerir a los poderes públicos o a quién corresponda, en plazo y forma procedente, la siguiente propuesta para salir de una vez por todas de la crisis y conseguir, al mismo tiempo, el engrandecimiento patrio:
Debido al desgobierno y al despilfarro de los gobiernos socialistas de ahora y de antes, a la ligereza de la izquierda en general a la hora de administrar los caudales públicos, al anticlericalismo reinante en la tierra de María Santísima y al buenismo de quienes destinan los dineros de la gente de bien a mantener a vagos, inútiles, maleantes y chusma en general, España se encuentra en el momento más crítico de su historia, al borde de su rompimiento, del ateísmo más conspicuo, de quedarse sin camareros que se sepan de memoria y sin titubear las peticiones de cuarenta y siete comensales de reconocido estómago y, sobre todo, a un paso mismo de la ruina. El déficit público y privado propiciado por las políticas insensatas de personajillos llevados al Gobierno de la Nación gracias al sufragio activo de quienes no tienen calidad para ejercerlo, ha colocado a la patria de Viriato, Recesvinto y Wifredo el Velloso en una situación insostenible. Es preciso, por tanto, adoptar de manera urgente y decidida las medidas necesarias para que el sol que durante siglos no se puso en nuestros dominios, vuelva a resplandecer con el brillo que jamás debió perder.
Ya hemos visto lo que ha pasado a Grecia e Irlanda por no seguir hasta sus últimas consecuencias los consejos del Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y los Grandes Padres de la economía neoliberal, que son quienes de verdad saben interpretar las leyes naturales inmutables que rigen tanto la economía como la vida de las personas debido a la iluminación que reciben a diario del Espíritu Santo, al que, como ustedes comprenderán, no se le pasa ni una. Si bien los gobiernos de Irlanda y Grecia hicieron todo lo posible para imponer la Verdad a sus súbditos, logrando por ello entrar en la escueta nómina de los elegidos para el progreso, se descuidaron al mantener cosas tan obsoletas como las pensiones públicas y alguna que otra parcela en manos del Estado socializante, lo que, pese al tremendo esfuerzo de sus gobiernos, ha hecho inevitable una catástrofe que se sabía anunciada. Igual puede pasar con Portugal, país gobernado por gentes de poca fe que creyeron podían desviarse mínimamente del camino trazado por Dios desde que el mundo es mundo. Pero, ¿y España? ¿Qué va a pasar con España? España no se puede comparar con ninguno de esos países ya que, como bien dijo Benedicto XVI, fue la cuna del catolicismo, el hogar postrero de Yago, la discípula predilecta de nuestro Señor, la difusora del Verbo allende los mares. No, España, la economía española, es superior a la de esos tres países juntos y su caída, además de mancillar su sacrosanto nombre, provocaría un alud sin precedentes en todos los países de Europa, un continente que durante años jugó con el demonio al intentar crear algo tan absurdo como ese llamado Estado del bienestar, obra de Lucifer, quién de ese modo pretendía demostrar que la vida no tenía por qué ser un valle de lágrimas, todo por joder a Dios nuestro Señor y al Sumo Pontífice, que es, junto a los Santos Hombres de Wall Street, su representante en la Tierra.
Pues bien, ha llegado el momento de tomar las riendas de la nación, volver al buen camino y tomar las decisiones que sean menester para que la nación que más contribuyó a la creación de la civilización cristiana occidental, siga siendo guía y patrón inmarcesible. No nos dispersaremos mucho y centraremos nuestra proposición en un solo punto: La esperanza de vida. La vida terrenal es sólo una parte minúscula de la vida, una prueba que da paso al milagro gozoso de la vida eterna. En ese sentido, hemos de ser claros, debe abandonarse definitivamente esa pretensión diabólica de alargar la existencia terrenal mediante la extensión de la sanidad pública, las pensiones de vejez e invalidez y las políticas contra el consumo de tabaco y otros productos que fueron creados por Dios dejando su consumo, como todo, al libre albedrío de los hombres. El hombre está en la Tierra para trabajar porque así lo decidieron los primeros habitantes al dejarse tentar por Satanás, desde sus primeros pasos tiene la obligación de laborar en aquello que le sea ordenado y sólo cuando las fuerzas le fallen en extremo, dejarlo para disponerse a entrar en el Reino de los Cielos, dónde la contemplación de Dios le recompensará sobradamente de los sacrificios y sufrimientos padecidos.
Si bien no podemos proponer para la vejez lo mismo que Swift sugirió para la infancia porque la carne de viejo sólo se podría usar para caldo de mala calidad, si estamos en condiciones de expresar nuestro deseo para que en adelante se supriman todas las pensiones, del tipo que fueren, se limite la asistencia sanitaria exclusivamente a aquellas personas que estén en edad productiva y al corriente del pago de su seguro privado y se incentive por todos los medios posibles el consumo de tabaco y cualquier otra sustancia que ayude a acercar al hombre a Dios. Es necesario abandonar el «buenismo», el hombre lo intentó con la Torre de Babel y fue condenado a hablar mil lenguas diferentes, ahora su pretensión de alargar la vida más allá de la edad en la que puede y debe trabajar, es otro desafío que será castigado de manera contundente: Alargar la vida en la tierra, además de un dispendio económico insostenible, supone un insulto a Dios, pues priva a los hombre del deleite de su presencia y a Dios, que es lo importante, del gozo de ver a sus hijos junto a él.
Si tenemos en cuenta que España gasta cada año más de diez billones de pesetas -hablemos en pesetas, que es mejor- en pagar pensiones a personas inútiles para hacerles sufrir al dilatar su permanencia en este valle de lágrimas y su alejamiento del Cielo; que despilfarra una cantidad astronómica en atender la salud de esos mismos individuos, todo el mundo comprenderá fácilmente que la supresión de esas partidas -alrededor del 13% del PIB- provocaría una inmediata salida de la crisis, un crecimiento económico sin precedentes -quizá mayor que el chino-, el pleno empleo, el engrandecimiento de la Patria y la vuelta al orden natural que nunca debimos abandonar. No hay porqué temer al contagio irlandés, ni siquiera al portugués, el inglés o el italiano, la solución está en nuestras manos.
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