Desde el Inírida que acaricia con la ternura de sus aguas frescas la selva amazónica y del Orinoco, sitiados por la fragancia del Vaupés, que es piña madura, anunciamos al mundo que ha comenzado la Segunda Marquetalia bajo el amparo del derecho universal que asiste a todos los pueblos del mundo de levantarse en armas […]
Desde el Inírida que acaricia con la ternura de sus aguas frescas la selva amazónica y del Orinoco, sitiados por la fragancia del Vaupés, que es piña madura, anunciamos al mundo que ha comenzado la Segunda Marquetalia bajo el amparo del derecho universal que asiste a todos los pueblos del mundo de levantarse en armas contra la opresión. Es la continuación de la lucha guerrillera en respuesta a la traición del Estado al Acuerdo de Paz de La Habana. Es la marcha de la Colombia humilde, ignorada y despreciada hacia la justicia que destellan las colinas del futuro. Será la de la paz cierta, no traicionada, desplegando sus alas de anhelos populares sobre la perfidia del establecimiento. La rebelión no es una bandera derrotada ni vencida; por eso continuamos con el legado de Manuel y de Bolívar, trabajando desde abajo y con los de abajo por el cambio político y social.
Buscaremos coordinar esfuerzos con la guerrilla del ELN y con aquellos compañeros y compañeras que no han plegado sus banderas que tremolan patria para todos.
Esta insurgencia no se levanta de las cenizas como el ave fénix para seguir operando en las profundidades de la selva remota. No. Volará a través del cristal de esas lejanías brumosas para abrazar con la fuerza del amor, los sueños de vida digna y buen gobierno que suspiran las gentes del común.
El objetivo no es el soldado ni el policía, el oficial ni el suboficial respetuosos de los intereses populares; será la oligarquía, esa oligarquía excluyente y corrupta, mafiosa y violenta que cree que puede seguir atrancando la puerta del futuro de un país.
Una Nueva Modalidad Operativa conocerá el Estado. Sólo responderemos a la ofensiva. No vamos a seguir matándonos entre hermanos de clase para que una oligarquía descarada continúe manipulando nuestro destino y enriqueciéndose, cada vez más, a costa de la pobreza pública y los dividendos de la guerra.
Durante el tramo final del proceso de paz desarrollado en La Habana, y en el breve espacio de un año de post acuerdo, pudimos constatar que hay militares y policías que anhelan la paz para Colombia, tanto como la gente del común. Ellos -que son pueblo uniformado- fueron tocados por los beneficios del Acuerdo y quisieran ahora dedicarle más tiempo a sus familias, a estudiar una carrera, a prepararse mejor para la defensa de la soberanía y consagrar sus armas al servicio del pueblo. Sabemos que quisieran tener el poder suficiente para arrancarles las charreteras a los altos mandos corruptos de la institución… No quieren seguir siendo utilizados por políticos dementes como gatillo de los falsos positivos, del asesinato de líderes sociales y de excombatientes. No quieren seguir siendo cómplices del paramilitarismo, del desplazamiento forzoso, del inhumano despojo de tierras y de las políticas económicas que victimizaron a millones de colombianos. Les indigna que solo ellos tengan que sentarse ahora en el banquillo de los acusados mientras la cúpula política que emitió las órdenes, contempla indiferente el espectáculo tras el burladero de la impunidad. Luego del Acuerdo de Paz de La Habana, la gran mayoría se distancia de la absurda idea de ser cipayos de Washington en una guerra injusta contra Venezuela.
Compatriotas y ciudadanos del mundo, nuestra divisa es: paz a los colombianos, paz a los países vecinos, paz a los cuarteles que no dirijan sus miras y sus cañones contra las comunidades. Unidad, unidad, unidad… Movilización de la inconformidad contra los malos gobernantes, y por la construcción de un nuevo orden social justo.
Anunciamos nuestro desmarque total de las retenciones con fines económicos. Priorizaremos el diálogo con empresarios, ganaderos, comerciantes y la gente pudiente del país, para buscar por esa vía su contribución al progreso de las comunidades rurales y urbanas. La única impuestación válida será -siempre en función de la financiación de la rebelión- la que se aplique a las economías ilegales y a las multinacionales que saquean nuestras riquezas.
Vamos a entrarle duro, con ustedes, al combate contra la corrupción, la impunidad, contra los ladrones del Estado que como sanguijuelas le están chupando la sangre y hasta el alma al pueblo.
Seguiremos siendo la misma guerrilla protectora del medio ambiente, de la selva, de los ríos, de la fauna, que los colombianos conocen, y no dejaremos de alentar el esfuerzo mundial de la razón por detener el cambio climático. Cuenten con nuestra férrea oposición al fracking que contamina nuestras aguas subterráneas.
Queremos trabajar con todos los estratos del pensamiento humanista la construcción de la patria del futuro. Tenemos los colombianos la carta de navegación del Libertador para marchar hacia «…un gobierno eminentemente popular, eminentemente justo, eminentemente moral, que encadene la opresión, la anarquía y la culpa. Un gobierno que haga reinar la inocencia, la humanidad y la paz». Con ello estaremos comprometidos de corazón y sin descanso -como dice Marulanda- en una lucha constante por los cambios, motivados en la gran causa de la paz con justicia social y soberanía, por un Nuevo Gobierno Alternativo que salve al país de la crisis general.
Sí; nuestro objetivo estratégico es la paz de Colombia con justicia social, democracia, soberanía y decoro. Esa es nuestra bandera, la bandera del derecho a la paz que garantiza la vida. Es la vida el derecho supremo. Ninguno de los derechos fundamentales es aplicable si no hay vida. Por eso queremos para todos paz con alimento, empleo, agua, techo, salud, educación, vías, mercadeo, conectividad, recreación y la más amplia democracia. Sólo así daremos sentido a la vida. Unidos seremos la antorcha de la esperanza, la potencia social transformadora que puede hacer realidad el sentimiento más profundo que anida en el corazón humano.
La paz traicionada
La historia de Colombia es una historia salpicada por las traiciones a los acuerdos y a las esperanzas de paz.
En 1782, tras firmar un Acuerdo con la corona española que prometía el fin de la opresión, el guerrillero comunero, José Antonio Galán, terminó traicionado, arrestado y descuartizado vivo. Las partes de su cuerpo desmembrado fueron exhibidas en las entradas de algunos pueblos como escarmiento y recurso brutal para disuadir la rebeldía.
Luego de la batalla de Boyacá -aurora de la independencia de Nuestra América- la traición se explayó como niebla revuelta, agitada por una ambición desenfrenada de riquezas y poder. Y fue Santander el cabecilla de la traición. Él intentó por todos los medios, en concierto con el gobierno de Washington, asesinar al libertador Simón Bolívar y destruir su legado; él condecoró con la Cruz de Boyacá a los asesinos del mariscal Antonio José de Sucre, quien había derrotado con sus soldados internacionalistas la opresión colonial en la pampa de Ayacucho. Santander es el héroe de la oligarquía colombiana y es su paradigma; no es el héroe del pueblo.
Esa oligarquía santanderista truncó la vida de Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo amado por el pueblo y que era para éste, su esperanza de redención. Su intransigencia no perdonó a Guadalupe Salcedo, jefe de las guerrillas liberales del Llano, quien terminó acribillado a tiros en la pacificación de los años 50. Tampoco se la rebajaron a Jacobo Prías Alape, vocero de la guerrilla comunista en las conversaciones de paz con el Gobierno del Frente Nacional. En 1960 fue asesinado por la espalda en la población de Gaitania.
El Movimiento político Unión Patriótica surgido del primer diálogo de paz Gobierno-FARC, fue exterminado a tiros. Más de 5 mil militantes y dirigentes de la UP, fueron abatidos. Toda una generación de revolucionarios y revolucionarias fue masacrada.
Después de firmar el acuerdo de paz con la guerrilla del M-19 en los años 80, el Estado fue matando, uno a uno, a sus principales comandantes, los compañeros Iván Marino Ospina, Álvaro Fayad y Carlos Pizarro Leongómez.
Y ya en el año 2011, un presidente de la República ordenó con premeditación y alevosía asesinar al comandante de las FARC-EP Alfonso Cano con quien desde hacía meses adelantaba contactos exploratorios para abrir conversaciones de paz. Esta traición ocurrió, luego de un bombardeo de la Fuerza Aérea, con el agravante de que el comandante insurgente se encontraba capturado y en total indefensión.
Desde la firma del Acuerdo de Paz en La Habana, y del desarme ingenuo de la guerrilla a cambio de nada, no cesa la matazón. En dos años, más de 500 líderes y lideresas del movimiento social han sido asesinados, y ya suman 150 los guerrilleros muertos en medio de la indiferencia y la indolencia de un Estado.
Cuando firmamos el Acuerdo de La Habana lo hicimos con la convicción de que era posible cambiar la vida de los humildes y los desposeídos. Pero el Estado no ha cumplido ni con la más importante de sus obligaciones, que es garantizar la vida de sus ciudadanos, y particularmente la de evitar el asesinato por razones políticas. Todo esto: la trampa, la traición y la perfidia, la modificación unilateral del texto del Acuerdo, el incumplimiento de los compromisos por parte del Estado, los montajes judiciales y la inseguridad jurídica, nos obligaron a regresar al monte. Nunca fuimos vencidos ni derrotados ideológicamente. Por eso la lucha continúa. La historia registrará en sus páginas que fuimos obligados a retomar las armas. Nos reclamamos herederos del legado de Manuel Marulanda Vélez. Somos la continuación de aquella gesta que se iniciara en Marquetalia en 1964.
El expresidente Santos juró con impostada voz de Nobel de Paz que no cambiaría ni una sola coma de lo pactado, que cumpliría lo firmado de buena fe y que no nos iba a poner conejo. Pero ni siquiera se atrevió a titular tierras a los campesinos que han vivido en ellas por décadas, siendo algo tan sencillo como el agua. Tanto el fondo de tierras, como la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito acompañada de proyectos alternativos y el mejoramiento de las condiciones de vida en el campo, han quedado por ahora, perdidas en el laberinto del olvido. Nada hizo Santos para impedir el hundimiento en el Congreso de la Reforma Política, sabiendo, como todos los colombianos, que ninguna guerrilla se desarma si no existen plenas garantías de participación política para todos. Y para rematar, sabotearon las Circunscripciones Electorales Especiales de Paz concebidas para que las víctimas de las regiones más afectadas por el conflicto, tuvieran voz en el Congreso de la República.
Estos son asuntos nodales de la paz. Ahora su sucesor en la Presidencia de la República, Iván Duque, asegura sin inmutarse que lo que él no firmó, no lo obliga, desconociendo así que el acuerdo se firmó con el Estado, no con un gobierno.
¿Quiénes son Duque y el Centro Democrático para desconocer una obligación de Estado elevada a norma constitucional, que hoy es Documento Oficial del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y Acuerdo Especial del Art. 3 de los Convenios de Ginebra? El Estado que no respeta sus compromisos no merece el respeto de la Comunidad Internacional, ni de su propio pueblo.
Estuvimos cerca de poner fin a través del diálogo al más largo conflicto del hemisferio, pero fracasamos porque el establecimiento no quiso respetar los principios que rigen las negociaciones, el pacta sunt servanda y la buena fe. Logrado lo que querían, que era la entrega de las armas, conscientemente hicieron trizas el Acuerdo de Paz, despedazando -como dicen los uribistas- «ese maldito papel».
Volviendo la mirada hacia atrás, el primer paso de la traición fue la convocatoria de un plebiscito improcedente, porque siendo la paz un derecho contramayoritario, no se consulta. Pareciera, que más que blindar la paz, lo que quería Santos era derrotar a Uribe, exponiendo así el más importante logro de Colombia en las últimas décadas al albur de la mentira, la politiquería y la manipulación mediática del uribismo.
El Acto Legislativo 002 de 2017 que obliga a las instituciones del Estado a cumplir el acuerdo de paz, fue debilitado de manera incoherente hasta por la propia Corte Constitucional que lo aprobó. Si algunos contenidos del Acuerdo no eran consonantes con la normativa constitucional, el camino era modificarla para que no colisionara con lo dispuesto en el Acuerdo Final, respetando siempre los convenios internacionales sobre Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario.
Las modificaciones de esta Corte dañaron el Acuerdo sobre víctimas y justicia para la paz, acabaron la autonomía de la JEP como jurisdicción de cierre, modificaron el régimen de condicionalidad solo para entrampar a los guerrilleros, excluyeron a terceros involucrados en el conflicto amparándolos con la impunidad, y ampliaron el fuero especial para presidentes de la República a todos los aforados constitucionales. También modificó la Corte la Ley de Amnistía pasando por alto claras disposiciones del Estatuto de Roma con relación al reclutamiento de menores.
Esa Corte que había sentenciado que el Acuerdo no podía ser modificado en los próximos tres gobiernos terminó soltándoles la rienda a legisladores de derecha que en dentelladas rápidas del «fast track» lo destrozaron con el pretexto de su implementación normativa. Preguntamos ¿en que lugar del planeta un acuerdo de paz firmado solemnemente por una guerrilla y un Estado, aplaudido por el mundo, ha sido destruido unilateralmente de esa manera tan infame por personas que nunca fueron plenipotenciarias de las partes? El Fiscal
General, congresistas de derecha de la facción política de Uribe y Duque, y la embajada de los Estados Unidos, comandaron la inexcusable derrota de la paz.
La oración de Jorge Eliécer Gaitán, que recordamos en la instalación de los diálogos de paz en Oslo, recobra hoy, ante esta realidad la más arrolladora vigencia: «Bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio. ¡Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres del pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia!».
Para los hijos de Santander sigue siendo «primero la ley -en este caso el derecho penal del enemigo- así se lleve el diablo la República». Esa visión fundamentalista fue lo que mató la paz.
¿Cómo construir la paz sobre estas ruinas taciturnas? Por algo hay que empezar. Y tiene que ser con la instalación en el Palacio de Nariño de un Nuevo Gobierno colocado allí por una gran coalición de fuerzas de la vida, de justicia social y democracia, que convoque a un nuevo diálogo de paz. Un nuevo diálogo que corrija y encadene la perfidia y la mala fe, que involucre a las fuerzas guerrilleras y a todos los actores armados para que podamos fundar una paz definitiva, estable y duradera, sellada con el compromiso colectivo del Nunca Más. Un nuevo Acuerdo de Paz sin más asesinatos de lideres sociales y de ex combatientes guerrilleros, en el que las armas sean verdaderamente retiradas de la política y colocadas lejos de su uso, no entregadas.
No más santanderismo
Si no nos liberamos de la maldición del santanderismo, los colombianos nunca tendremos paz, ni patria digna. Con ese lastre será imposible levantar el vuelo. Fue Santander un falso héroe nacional y «el arquetipo de la simulación: no tenía cara sino careta». «No fue el paradigma de Colombia sino de su destrucción». El santanderismo es «el triunfo del pícaro sobre el hombre honrado». Un «sórdido rábula que afilaba sus garras en los dorsos de los tratados de derecho», eso fue Francisco de Paula Santander. Se robó el empréstito de 1824. Era invencible en el campo de la pequeñez, es decir, en elecciones, compadrazgos, clientelismos, libelos, suspicacias, intrigas, en organizar mayorías en el Congreso…; controlaba el poder judicial y el legislativo; manipulaba la prensa de Bogotá. Planeó con los Estados Unidos dividir y desmoralizar al ejército libertador; sabotear el Congreso Anfictiónico de Panamá; desmembrar a Colombia; imponer su racismo, asesinar a Bolívar y a Sucre, y abolir la obra política y legislativa bolivariana. Y promovió la invasión del Perú a la Gran Colombia. Con razón decía el Libertador: «En cuanto a Santander, este hombre perverso ya nada le queda por hacer, toca todos los resortes de la intriga, de la maldad, y la maldad es para dañarme y formarse su partido… La existencia de ese monstruo de iniquidad y de perfidia es una asechanza perpetua al gobierno, a mí mismo y a Colombia».
Una nueva forma de hacer política
Mirada desde el deber ser y la inocencia, la política es una elevada manifestación de altruismo, que impulsa -lejos de todo interés material individualista- a servir a los ciudadanos y a la patria, no por el oro ni por la fama ni el predominio, sino por amor y sentimientos puros de humanidad; por la dignificación de la vida y por la grandeza de la patria.
Pero la política en Colombia -salvo honrosas excepciones- dejó de ser una práctica laudable para convertirse en el arte de robar y de embaucar acompañado de una elocuencia sonora y demagógica. La mayoría de los políticos y sus alfiles incrustados en los poderes ejecutivo, legislativo y judicial no piensan en servir, sino en enriquecerse. Inventan todos los días leyes y más leyes para beneficiar a la gran empresa, al capital y a ellos mismos, mientras mantienen al pueblo lejos, muy lejos de su corazón. Magistrados venales interpretan la ley que es la ley del embudo: «lo ancho pa’ ellos y lo angosto pa’ uno». La gran mayoría de nuestros males vienen de sus leyes absurdas. El control de la Hacienda Pública, la firma de contratos, las coimas jugosas, es lo único que llena su ambición. Y para lograrlo compran todo: curules, alcaldías, gobernaciones, presidencias de la república, y también conciencias famélicas y sin luces para que voten por ellos.
El Estado ha sido secuestrado por los forajidos y la mafia de la corrupción y la impunidad. Rescatarlo y liberarlo, está en manos de la movilización de las conciencias, de la nación en masa, del pueblo unido. Esa es la fuerza que puede.
La palabra la tiene el soberano
Sí. Debemos levantar de las ruinas esta república. Y eso sólo lo puede hacer el pueblo, que es el verdadero soberano. Por encima de él, el cielo, solamente. El movimiento social y político colombiano tiene la palabra. En la introducción del Acuerdo Final de La Habana, hay un compromiso que quedó suspendido en el firmamento yerto de los incumplimientos y que es necesario revivir; se trata de la convocatoria a todos los partidos, movimientos políticos y sociales, y a todas las fuerzas vivas del país a concertar un gran ACUERDO POLÍTICO NACIONAL encaminado a definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atender los retos que la paz demande, poniendo en marcha un nuevo marco de convivencia política y social.
El régimen imperante, de políticas neoliberales, de corrupción y guerra del actual poder de clase, nos ha colocado frente a dos caminos: o se abre una recomposición como resultado de un diálogo político, y de la institucionalización de los cambios resultado de un Proceso Constituyente Abierto, o esos cambios, tarde o temprano, serán conquistados mediante el estallido de la inconformidad de todo un pueblo en rebelión.
Sigamos intentando la salida más concertada; abramos todos los caminos de aproximación; analicemos y recojamos las múltiples propuestas y plataformas elaboradas desde el campo popular y la intelectualidad crítica del país y bordemos con ellas una sola bandera, para marchar como proceso constituyente abierto hacia la superación de la exclusión, la miseria y las inmensas desigualdades; hacia la democratización en profundidad del Estado, la vida social, restableciendo la soberanía y buscando incidir en los procesos de cambio en Nuestra América y garantizar el bienestar y el buen vivir de nuestro pueblo. Se trata también de potenciar nuestras aspiraciones y llevarlas a un nuevo nivel en el que entonces sí, una Asamblea Constituyente, suficientemente representativa y con plenas garantías de actuación, dé un impulso definitivo a las transformaciones estructurales que requiere Colombia.
Los jóvenes, las mujeres, los campesinos, los negros y los indios, los transportadores, los gremios, los partidos políticos, las centrales obreras, los desempleados, los cristianos e integrantes de otros credos religiosos, los ambientalistas, los deportistas, el movimiento comunal, el arco iris LGTBI, los que sueñan con la paz, todos y todas, debemos sumar fuerzas para conquistar el objetivo de un nuevo país, de un nuevo orden social, con una economía al servicio de la nación, que regida por principios de humanidad estimule la producción interna y el empleo. Que asuma la educación gratuita y de calidad en todos los niveles, como la primera necesidad de la República. Una política internacional de paz que retome la idea de Bolívar, de conformar en este hemisferio una Gran Nación de Repúblicas hermanas que garantice nuestra independencia y libertad. Un nuevo orden que al proclamar la soberanía patria proscriba la extradición de nacionales, el libre albedrío de las multinacionales y la presencia de bases militares extranjeras en el territorio.
La potencia transformadora
La fuerza del pueblo está en la UNIDAD, en la minga nacional por la dignidad de Colombia y su gente. La potencia transformadora se conforma con la unidad y la fuerza de todas las conciencias que confluyen desde todos los puntos cardinales donde palpita el anhelo de patria nueva. No debemos dejarnos arrinconar por los guerreristas y tiranos.
Seamos un solo puño en alto, por un nuevo gobierno, un gobierno de transición. No más de lo mismo. Tomemos el timón de Colombia y dirijámosla sin perdida de tiempo hacia las costas de la dignidad humana. Somos más. Apliquemos la fuerza de la unión y de la razón para llevar al Palacio de Nariño, un gobierno amoroso con sus ciudadanos, respetuoso de sus vecinos, enemigo de la guerra, soberano y solidario con los pueblos; con unas nuevas instituciones integradas con gente virtuosa, honrada, de méritos y sentimientos humanos. Un gobierno que haga la felicidad del pueblo.
¡Con Bolívar, con Manuel, con el pueblo al poder!
FARC, Ejército del Pueblo
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