«¿Lleva usted objetos punzantes, tacones de punta, acaso armas? Si no es así, bienvenida a la República de las Fachadas, su visado de permanencia expira dentro de una hora». Por un momento creí que estaba cruzando el telón de acero en pleno Berlín, donde no hace ni 15 años todavía te extendían un visado por […]
«¿Lleva usted objetos punzantes, tacones de punta, acaso armas? Si no es así, bienvenida a la República de las Fachadas, su visado de permanencia expira dentro de una hora». Por un momento creí que estaba cruzando el telón de acero en pleno Berlín, donde no hace ni 15 años todavía te extendían un visado por 24 horas para entrar en la zona oriental. Pero nada más pasar la cortina, suspiro aliviada: no es una parodia de Berlín oriental, esto más bien recuerda a Venecia.
El Palacio de la República, ese inmenso galeón oxidado a orillas del río Spree, se ha convertido durante 10 días en una enorme laguna, salpicada de fachadas colgantes e islotes. Una veintena de botes neumáticos se manejan entre las islas, que son emblemas urbanos de Berlín.
«¿Quieren aprender a ser gondoleros?», pregunta el maestro Riberto (por su aspecto teutón deduzco que es su nombre artístico), «en tal caso canten conmigo: Oh sole mio…ma na tu soooole…!», nos obliga a leer de la pizarra, donde recibimos nuestras primeras lecciones. Acto seguido nos informa del itinerario: de la escuela a la Isla del Amor, de ahí al Parlamento, la Isla de los Pescadores y vuelta a la Escuela de Gondoleros.
Hasta cinco personas caben en el bote, no podemos pisar el agua, y nos está permitido recoger a otros turistas, así como recalar en alguna isla. Nos entrega dos remos, y debido a nuestra inexperiencia marina, nos amplía el permiso de estancia en la República de las Fachadas por media hora más.
Avanzar entre los paneles no es tarea fácil, sobre todo porque la atención se nos escapa en las performances circundantes, que vienen a sumarse a nuestros esfuerzos por no chocar con otros inexpertos capitanes de barco. Me arrepiento de no traer toalla, aunque el agua no alcanza más que 25 centímetros de altura.
«¿Quién está a favor de una fachada sin ventanas?», grita el parlamentario con un gorro de papel desde su islote a los diputados en un improvisado parlamento. «¿Quién prefiere una fachada de cristal?», añade, y cuenta los votos. De tener agallas, podríamos participar en este acto parlamentario. De eso se trata precisamente.De aquí al 11 de septiembre el Palacio de la República, orgullo del dirigente Erich Honecker, ha recuperado su condición de Volkspalast o Palacio del Pueblo.
En esta laguna, convertida en una suerte de laboratorio urbano, son los ciudadanos los que pueden definir el destino de éste y otros edificios de Berlín.
Hace 14 años que se debate acaloradamente qué hacer con la llamada «tienda de lámparas de Honecker». Cuesta creer que este esqueleto, que sólo consta ya de vigas de acero y hormigón, estuviera en su día recubierto por mármoles lujosos, sillones de terciopelo rojo y cientos de lámparas. Cuando, tras la reunificación, descubrieron que el cemento con el que había sido construido contenía amianto, se procedió a su clausura, comenzando un rifirrafe político que no se resolvió hasta este invierno, cuando el Bundestag (Parlamento alemán) fijó finalmente una fecha para su demolición: la primavera de 2005.
Lo más curioso es que la perla de la RDA, construida en 1973 por orden de Honecker, sede de conciertos, cines, teatros, restaurantes, y que la plana política germano-oriental aprovechaba para impresionar a representantes extranjeros, podría dejar espacio para reconstruir el Palacio Barroco de los Hohenzollern que Walter Ulbricht, primer jefe de Gobierno de la RDA, ordenó volar en 1950. El caso es que la fantasmagórica estructura de acero y hormigón que es hoy el Palacio de la República sigue dividiendo a los alemanes.
«Con su destrucción volverá a cometerse una injusticia, el Palacio de la República forma parte de la historia germano-oriental como el Ayuntamiento Rojo o la Torre de Televisión», explica Angelika Eidinger, compañera de fatigas en el bote, una vez concluye nuestra aventura. Esta berlinesa, que nació «detrás del Muro», considera una nueva injusticia la destrucción del palacio «como venganza por la voladura del Palacio Real de los Hohenzollern por los comunistas»