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Réplica a "Los Simpson" de Fernando Buen Abad Domínguez

Una política cultural trasnochada

Fuentes: Rebelión

Hace unos años participé en una conocida asociación, digamos cultural, madrileña. Una de las tantas actividades que pusimos en marcha con la esperanza de generar debate entre la sociedad capitalina fue un ciclo de cine político. Como suele suceder, al ciclo sólo acudimos miembros de dicha asociación, más aún, los mismos que lo habíamos organizado. […]

Hace unos años participé en una conocida asociación, digamos cultural, madrileña. Una de las tantas actividades que pusimos en marcha con la esperanza de generar debate entre la sociedad capitalina fue un ciclo de cine político. Como suele suceder, al ciclo sólo acudimos miembros de dicha asociación, más aún, los mismos que lo habíamos organizado. El único debate que suscitamos fue el típico que se da en los movimientos sociales cuando, las más de las veces, fracasan las iniciativas en las que tanta ilusión y esfuerzo, y a menudo poca cabeza, se han invertido. Valga decir, poca autocrítica y abundantes golpes de pecho y brindis al sol: la ciudadanía aborregada, los medios mentirosos y manipuladores, la masa inculta, la épica lucha contracorriente. Recuerdo contarme entre los pocos que tratamos de dar un punto de vista diferente. Tal vez no lo habíamos hecho tan bien como creíamos y resulta que no todo el problema está fuera de nuestras

cuatro paredes. Tal vez a la mayor parte de la gente le aburra ver «Ladybird Ladybird», «Novecento» o «El Acorazado Potemkin» (unos porque se las saben de memoria, otros porque el cine mudo ruso les suena tan terrible como un examen de teoría de fractales). Tal vez fuese más atractivo pasar «Solas», «Billy Elliot», «Goodbye Lenin» o «Full Monty», películas más ligeras que duda cabe, pero al fin y al cabo también con un cierto componente de crítica social. Demonios, tal vez pueda usarse incluso «Star Wars» para hablar de imperialismo. Tal vez, y sólo tal vez, empezando por ahí, por lo simple, pueda llegarse a lo complejo. Nadie nace sabiendo. ¿O empezamos todos por leer «El Capital»? Personalmente no tengo vergüenza en reconocer que de no haberme aficionado a la lectura con libros de «Elige tu propia aventura» nunca hubiese atacado «Retrato del Artista Adolescente» de Joyce. O como dice José Luis Garci (¡horror!, ¡un conservador!), gracias a la sonrisa de Stewart Granger llegamos al cine de Ingmar Bergman. Maldita sea, hasta Marta Harnecker está de acuerdo en eso.

¿Se imaginan cómo acabó la discusión? Uno de los cabecillas históricos de la asociación me replicó que «Full Monty» no era una película apropiada (sic) porque «la solución que propone es la charanga». Conclusión: no hemos hecho nada mal, ergo seguiremos haciendo lo mismo mientras ignoramos que no sirve para nada. Mi colaboración en esta asociación no duró mucho más. En cuanto a la asociación, bueno, digamos que no ha progresado mucho desde entonces.

Les cuento esta pequeña anécdota porque me vino ayer a la memoria leyendo un artículo de Fernando Buen Abad Domínguez sobre la archiconocida serie de televisión «Los Simpson» en este mismo medio (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=66305). En su texto, Buen Abad Domínguez critica ferozmente la creación de Matt Groening precisamente por ser una -y cito textualmente- «apología de la resignación en casa». Argumenta el autor que las venturas y desventuras de la familia más famosa de Springfield no son sino la parábola desfigurada de la población media estadounidense, una grotesca puesta en escena de la sociedad contemporánea que los malvados capitalistas nos ofrecen cual caramelo envenenado. Porque lo peor de todo, claro, es que Los Simpson se presentan como «sátira política», pecado venial: se engaña deliberadamente envolviendo de progresismo lo que no es sino ideología. Pero volvamos una vez más al texto, para no dejar sombra de dudas:

«En un mundo bajo guerra mediática donde el capitalismo negocia con su decadencia Los Simpson se volvieron bandera para esconder lo más odioso que padece un pueblo como el estadounidense también victimado permanentemente. «Las mayorías infantiles se siguen reflejando cada vez más en el modelo universalizado del yanqui superficial, estúpido, individualista y consumista contagiado como una plaga al mundo dependiente. Los Simpsons, hoy, constituyen una verdadera agencia de legitimación y mantenimiento de formas de relaciones humanas, de nociones arquetípicas sobre cómo entender y vivir la sexualidad, la política, la familia, la moda y, por cierto, la religión. Esta «inocente» caricatura, que reporta 2.500 millones de dólares en ganancias anuales para la cadena Fox y que cautiva a 60 millones de telespectadores en 66 países, es mucho más que una «inocente» serie animada de televisión, si se la examina «con lupa».»

Duras palabras caramba. Salvando las distancias, me recuerdan poderosamente a aquel pasaje de «Dialéctica de la Ilustración» en el que Adorno1 afirma que los golpes que el pobre Pato Donald recibe en sus películas no son sino una forma de preparar a los obreros para una vida repleta de miserias («aceptar la crueldad organizada» decía el gruñón filósofo muniqués). Cabe suponer que para Buen Abad Domínguez, Homer Simpson, cuyos mamporros y bochinches provocan ¡ay! la hilaridad de millones de espectadores en todo el planeta, es el correlato contemporáneo del palmípedo de la Dysney.

Permítanme una segunda digresión autobiográfica en el que también está implicado el capítulo sobre la Industria Cultural de «Dialéctica de la Ilustración». En las mismas páginas que sirven para poner al Pato Donald como paradigma de la manipulación de masas, encontramos también un furioso ataque de Adorno a la música jazz. El viejo T. W., pianista excepcional según las crónicas, pone como los trapos un estilo musical que considera ejemplo de fetichismo mercantil: esos bailes que liberan la rabia donde no se debe, esa síncopa que representa la falsa liberación individual. La música liberadora, cuenta en otra parte de su magna obra, sería la atonal de un Schönberg, que al negarse a someter sus composiciones a una estructura clásica estaba poniendo de manifiesto las disonancias sociales. Bien, me confieso: peco de ser un apasionado de la música. Pero, para mi desgracia, no soy un melómano que goza de la música sinfónica, sino de la música popular, principalmente de aquella creada en los EEUU en el siglo XX: blues, soul, country, jazz y rock’n’roll. Cuando leí aquella diatriba de Adorno contra el jazz tuve ganas de estar delante del maestro y preguntarle una pequeña duda que, sin duda en mi estupidez, me asaltaba. ¿No es el jazz la música que crearon los negros urbanos de principios del siglo XX para celebrar su creciente libertad?, ¿no es su apropiación libre de todo tipo de tonadas una expresiva declaración de su propia emancipación?, ¿no es la improvisación, característica central del jazz como estilo musical, expresión del anhelo de autonomía y afirmación de su capacidad artística? Corríjanme si me equivoco, pero de ser así no veo el mal que eso puede representar. Por otra parte, ¿no fue Schönberg un músico burgués que componía una música compleja que ningún obrero de su época hubiera siquiera escuchado? Sí, ya sé que la teoría estética frankfurtiana afirma que la obra artística no debe reducirse al contexto de clase de su productor, sino a las tendencias sociales que anticipa. Pero, ¿acaso el jazz no tiene un potencial revolucionario en el sentido descrito? El hecho es que la música negra ha ejercido un formidable efecto amplificador en la conciencia de los afroamericanos en los EEUU, que como logro social se me antoja bastante superior a cualquiera que haya conseguido Schönberg.

Al menos los frankfurtianos fueron un poco más allá de la ortodoxia oficial de la familia leninista, que considera el único arte válido aquel que fortalece el mensaje revolucionario, valga decir, el suyo. Paradójicamente, en esto coinciden muchos otros movimientos sociales que se declaran francamente alejados de la tradición comunista. Buen Abad Domínguez es claro representante de esta forma estrecha de entender la cultura. De ahí ese énfasis en la necesidad de que el producto cultural presente una «salida», o en palabras del autor: «Se hace de una familia decadente, prototipo norteamericano, un programa de «entretenimiento» que no necesariamente propone las mejores salidas a su decadencia. ¿Será que no hay salidas, querrán convencernos de eso? Y resulta que a muchos los divierte y los acostumbra ver la degradación social del núcleo familiar hasta con «ternura». ¿Comprenden ahora por qué me recordó su artículo a aquella discusión en la asociación cultural que les comentaba? Al parecer, el único producto cultural válido es aquel que muestra la alternativa bien clara, que conciencia en la movilización revolucionaria. De no ser así, se cae en la ideología, en la falsa conciencia. Y no hay lugar a más debate.

Sospecho que a Buen Abad Domínguez tampoco le gustará demasiado el gran pensador marxista José Carlos Mariátegui. Como es bien sabido, Mariátegui estuvo siempre muy interesado en la estética. Uno de sus textos más conocidos es una apología del disparate en la literatura, el cual le valió durísimas críticas de parte de la ortodoxia comunista de la época. No comprendían, como no comprende Buen Abad Domínguez, que el disparate, como la sátira que tanto critica en Los Simpson, fomenta la imaginación y por tanto libera, ensancha la perspectiva. Como sabiamente observa Anibal Quijano, Mariátegui intentó así conectar el pensamiento marxista con la tradición mítica del pensamiento latinoamericano, tratando, al igual que su coetáneo Gramsci, que la filosofía heredera de Marx sirviese como caldo de cultivo cultural de la sociedad futura. Seguramente tampoco sienta Buen Abad Domínguez mucha simpatía por el lingüista soviético Mijaíl Bajtin, quien contempló en la obra de Rabelais el rastro de la cultura popular europea; aquella que cuestionaba la seriedad del poder y celebraba la vida a través de la chanza, el carnaval, la risa y la tonadilla burlona. Distan mucho la profundidad y brillantez de un Mariátegui o un Bajtin de la áspera reclamación de Buen Abad Domínguez de unos Simpson que, en lugar de reírse de todo y de todos, lloren amargamente su precaria condición de white trashers yankees.

Prosigue Buen Abad Domínguez indignándose de la mofa que en Los Simpson se hace de determinados líderes políticos: «Esa serie de televisión ha ridiculizado las figuras políticas que menos tienen que ver con su decadencia ironizada: Fidel Castro y Hugo Chávez. ¿Con qué derecho? ¿Al servicio sólo de cierta ociosa irreverencia pequeñoburguesa? ¿Para entretenerse?» Por supuesto, el autor parece olvidar que en la serie de Groening también se ha caricaturizado a George Bush, Bill Clinton, Bill Gates, Al Gore, Tony Blair o Richard Nixon entre un amplísimo abanico de figuras públicas pertenecientes a todos los estamentos de la vida: del cine, la música, la política, la ciencia o la empresa. Mucho más grave me parece que Buen Abad Domínguez se pregunte ¿qué derecho tienen los creadores de Los Simpson a reírse de Fidel o Hugo Chávez? ¿Cómo que qué derecho? ¿Acaso es tolerable desde un pensamiento de izquierdas pedir permiso para utilizar a una figura pública con cualquier fin estético? ¿Es válido sólo para «nuestros» líderes o tampoco es tolerable burlarse de los de la derecha? ¿Habrá que negar también a Forges, a los autores de la revista El Jueves o a aquellos que ilustran las viñetas que diariamente aparecen en Rebelión el mismo derecho a hacer befa de los políticos de todo signo? La verdad, me resulta desconcertante esta tendencia de determinadas personas de la izquierda a reclamar la censura en base a no se qué criterios que no está muy claro quién ha decidido. Desde mi perspectiva, ser de izquierdas es reclamar la libertad absoluta. Lo cual incluye defender hasta la muerte el derecho a la libertad de expresión de mi enemigo. Aunque quizá eso me convierta en un pequeño burgués liberal. O algo parecido.

Más confusa es la perorata de Buen Abad Domínguez sobre la relación de Los Simpson con la infancia. Veamos: «Obra en dibujos animados con alto voltaje de violencia que entre otras cosas, no puede considerarse al alcance de la capacidad de elección de niños o niñas menores de 10 años que, de ordinario, no logran distinguir cómo se elabora una idea de «sátira» que hace de decadencia capitalista un entretenimiento. ¿Apto para todo público?» No termina de quedar clara la intención del autor, ¿son veladas referencias a la (falsa y estúpida) polémica sobre la supuesta censura de Los Simpson en Venezuela?, ¿o está insinuando que a los pobres niños han de ser protegidos de la ignominiosa serie de dibujos animados? No salgo en mí de mi asombro, ¿es esta mojigatería la política cultural de la izquierda? Me gustaría preguntarle a Buen Abad Domínguez que piensa de los añorados Electroduendes y en general del legendario programa de TVE «La Bola de Cristal». Al fin y al cabo, se trataba de un programa para niños pero apto para cualquier público, en el que, como en «Los Simpson», abundaba la ironía, los golpes (electrocutantes las fundiciones y desintegraciones) y apenas se ofrecía una «salida» digna de tal nombre. ¿También la Bruja Avería debe ser considerada enemiga de los trabajadores? Vivir para ver.

Coinciden sin embargo Buen Abad Domínguez y Adorno en dos puntos al menos. Primero: en una incapacidad absoluta para trascender a su propia visión de la cultura. Decía con buen tino Perry Anderson que la mayor parte de los grandes autores del llamado marxismo occidental nunca fueron capaces de trascender su carácter de clase. No dejaron de ser burgueses con preocupaciones y perspectivas burguesas. Desde ese punto de vista es evidente por qué Adorno mostró tan magna incapacidad de comprender lo que significa el jazz para quien lo practica y lo escucha. No insinúo que Buen Abad Domínguez sea un burgués, Marx me libre. Pero sí es sin duda un militante, y como la mayor parte de los militantes de movimientos sociales que he conocido en mi vida -y como el mismo Adorno-, carece de cualquier empatía, de la capacidad de ponerse en el lugar de otros o de trascender su propia perspectiva. La ideología siempre está en los otros, manda cojones.

Segundo punto de acuerdo entre Buen Abad Domínguez y Adorno: negarle a las clases populares que dicen defender cualquier iniciativa o capacidad crítica propia. Al parecer, los obreros que heredarán el mundo son receptáculos vacíos que aceptan acríticamente lo que les ofrece la publicidad, la industria cultural o los medios de todo tipo, los cuales asimilarían sin pasar por reelaboración o resignificación alguna. El mensaje llega a la persona y ésta lo acepta, le hace caso y lo reproduce sin rechistar. Obviamente, la única manera de romper este círculo vicioso no es otra que inocular un mensaje diferente al buen proletario, para que «tome conciencia», misión que se autoasignan, por supuesto, quienes se saben más listos y concienciados. Independientemente de que la investigación en ciencias sociales haya descartado hace tiempo estas presunciones teóricas, personalmente encuentro poco coherentes este tipo de pensamientos desde una cosmovisión de izquierda. Más nos convendría estar atentos a las pequeñas resistencias cotidianas, a las acciones individuales que no encuentran traducción colectiva porque los movimientos sociales les dan la espalda, al movimiento real de la sociedad en suma, que seguir despotricando en los locales sobre lo perversa que es la televisión. Como bien dice la antropóloga Mary Douglas, mientras nos limitemos a criticar el consumismo sin comprenderlo estaremos muy lejos de superarlo.

Comienza preguntándose Buen Abad Domínguez si es posible cuestionar lo que nos gusta. Pues claro, claro que se puede. Se puede cuestionar todo, que para eso somos de izquierdas. Pero a estas alturas de siglo XXI deberíamos haber aprendido al menos un mínimo de nuestros errores pasados. En primer lugar, que de contradicciones nadie está exento y menos en el Occidente opulento2. Y para seguir, que la cultura es mucho más que aquella que invita a alzar el puño. No se trata, como querían los postmodernos, de decir que todo vale, que lo mismo son las orejas de Mickey Mouse que la novena de Beethoven. Tampoco de quedarse en el plano del significante sin que importe el contenido del mensaje que se transmite. La cuestión es que se puede admirar la belleza del Duomo de Milán siendo ateo, y aún más, siendo crítico con la voluntad de dominio que representa. Se trata, en fin, de tener una visión amplia, abierta y móvil, pero nunca acrítica, de la cultura: de conocer el contexto en el que nace la producción cultural; de reconocerlo en todas sus dimensiones; que hacerlo nos haga crecer como personas; que sepamos aprovechar su potencial táctico, un poco al modo de Foucault. O como Walter Benjamin, cuyas reflexiones sobre la lucha cultural en la era de la reproductibilidad técnica se han mostrado con el tiempo infinitamente más fecundas que las de su amigo Adorno.

Como bien dijo Santiago Alba Rico en una reciente apología de la literatura: la lectura no libera por sí misma, pero no hay liberación posible sin lectura. Es en ese mismo sentido en el que cabe interrogar toda producción cultural. No es que haya que defender a capa y espada una determinada serie de dibujos animados como «Los Simpson». Personalmente, encuentro que «Los Simpson» es un producto divertidísimo y a menudo mordaz, más que muchos panfletos supuestamente revolucionarios. Pero también le critico que, al menos en las últimas temporadas, haya caído en la retórica postmoderna de la burla generalizada, pues como dice Fredric Jameson si todo nos lo tomásemos a risa finalmente no quedaría nada serio de lo que reírnos. En todo caso, no creo que sea el producto cultural contemporáneo que mayores críticas merezca desde una perspectiva de izquierdas. Sus creadores han sabido sortear muchos de los controles de la industria cultural para ofrecernos una obra en muchos sentidos inteligente, provocadora y sugerente, que a buen seguro habrá movido a más de un niño a hacerle preguntas incómodas a sus padres. Algo de lo que no muchas obras pueden presumir, incluidas tantas de superiores pretensiones. Me parece mucho más interesante preguntarnos por qué una serie de televisión como «Los Simpson» ha logrado colarse en un mainstream habitualmente tan plano, conectando durante tantos años con un público tan amplio. O cavilar sobre el formidable potencial de la televisión -que puede llegar a ser en un futuro tan educativa como hoy es de manipuladora- y plantearnos si no es un campo de la batalla cultural en el que no hemos sabido mover lo suficientemente bien nuestras piezas. En resumidas cuentas, pensar más como Walter Benjamin y menos como Adorno.

No sé si Buen Abad Domínguez se cree el colmo de la rebeldía por criticar «Los Simpson». Lo que está claro es que no lo es, más bien todo lo contrario. Lo muestra ese afán reduccionista, de imponer una «cultura buena» -la suya- como la única posible; de requerir que la producción cultural proporcione soluciones masticadas y prefabricadas en lugar de fomentar la reflexión; de negarle a la ciudadanía la capacidad de apropiación de la cultura y discernimiento sobre lo que consume; de reclamar una guía de conciencia desde arriba y desde fuera de la vida social, con velado sentimiento de superioridad moral. Una política cultural trasnochada y elitista, y por ello reaccionaria. Y que por desgracia refleja una forma general de hacer política observable demasiado habitualmente en los movimientos sociales: aquella que prefiere dictar y predicar en vez de comprender y discutir.

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1 Según todas las pistas, el capítulo de «Dialéctica de la Ilustración» (firmado como se recordará por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno) dedicado a la Industria Cultural es obra de Adorno. Así al menos lo piensa Juan José Sánchez en su introducción al texto clásico de los frankfurtianos en la edición castellana de Tecnos (1994).

2 Lo digo por la mención de Buen Abad Domínguez a las ganancias acumuladas por la Fox gracias a «Los Simpson». Ja, como si no fuesen una bendición para las muy capitalistas editoriales los libros de Chomsky o Bauman. O, desde el punto de vista contrario, como si una película de Woody Allen o los Hermanos Cohen fuera menos buena cuanto más recauda en taquilla.