En marzo de 1980, el historiador Julio Pinto Vallejos se presentó ante la directora del Departamento de Historia, Olga Ortúzar. Le entregó su CV, documento que la autoridad leyó con interés y parsimonia. Miró de frente al aspirante y le dijo: «Me interesa. Comienza usted el lunes con docencia parcial en el área de Historia […]
En marzo de 1980, el historiador Julio Pinto Vallejos
se presentó ante la directora
del Departamento de Historia, Olga Ortúzar.
Le entregó su CV, documento que la autoridad
leyó con interés y parsimonia.
Miró de frente al aspirante y le dijo:
«Me interesa. Comienza usted el lunes con docencia
parcial en el área de Historia de América».
( http://www.udesantiagoaldia.usach.cl )
Da la impresión que por el relato que se consigan en el epígrafe que en dictadura (1980) ingresar como académico a la Universidad era, tal vez, mucho más «fácil» que ingresar hoy, en la supuesta recuperada democracia. En realidad, ni ayer ni hoy ha sido fácil ingresar a la universidad pública. Actualmente, se ingresa a estas universidades a través de concursos académicos públicos, tal como lo ha impuesto la Comisión Nacional de Acreditación, sin embargo, la mayoría de ellos son truchos, es decir, arreglados previamente, para que sea seleccionado el candidato escogido con antelación. En esos concursos se establecen exigencias académicas y profesionales que ningún académico contratado antes de 1990, especialmente, entre 1973 y 1990, habría podido cumplir mínimamente, muchos de los requisitos que hoy se establecen y se exigen en ellos. Estos rayan en el absurdo, en lo insensato y, expresan herméticas discriminaciones, por ello, podríamos sostener que la mayoría de esos concursos son tienen vicios anticonstitucionales. Ellos se confeccionan con la clara intención de excluir y marginar. Y, se convocan tan solo con un objetivo de legitimar y, sobre todo, proteger el ingreso al ganador del concurso, o sea, al «elegido».
Pensar que con los concursos públicos instaurados una vez terminada la dictadura en 1990. Pero no implico la eliminación de las normas que regían a las universidades desde 1980, momento del establecimiento de la universidad del capitalismo académico neoliberal. Con los concursos públicos se quiso, así fue planteado, por lo menos, en el discurso: democratizar y dar transparencia a la selección de los académicos. Al mismo tiempo desarrollar un mecanismo que evitara la forma arbitraria y unipersonal de contratar a los académicos en las universidades nacionales, especialmente, las del CRUCH, que había regido en el periodo 1973-1990. Se crearon normas, se institucionalizaron reglas, pero el mecanismo resulto espurio de la misma forma como aquel que buscaba corregir. Los concursos públicos actuales son un procedimiento, como he dicho, para darle legitimidad a la «corrupción» académica institucionalizada que hoy domina a la contratación en las universidades nacionales tanto públicas como privadas.
Por eso es dable preguntarse, si hoy las actuales autoridades académicas de la USACH y de otras instituciones del CRUCH, estarían dispuesta a recibir y a contratar, a un profesional y académico de las ciencias sociales u otra profesión, de la forma que la Sra. Olga Ortúzar lo hizo, en 1980, cuando contrato al profesor Pinto, en el departamento de Historia de la USACH.
Habría que advertir que en esa época la USACH, ex Universidad Técnica del Estado, era una universidad intervenida militarmente, y la mayoría de sus directivos designados con el beneplácito de la dictadura militar. En el departamento de Historia, la carrera de pedagogía en historia y geografía tenía cerrado su ingreso. Y, en los años siguientes, simplemente dejo de existir como consecuencia de la nueva institucionalidad universitaria establecida en los años 80 del siglo pasado, por la dictadura. Y, en base a esa normativa en 1985 los docentes «relictos» organizaron el programa de Magister en Historia como una forma de darle continuidad al Departamento de Historia. El Magister de historia funciono durante años con «académicos taxis» provenientes de otras universidades tanto públicas como privadas. Pues, la planta docente del Departamento de Historia no alcanzaba a los 10 de docentes e investigadores.
Cabe señalar que la mayoría de esos «viejos» docentes e investigadores, ninguno de ellos ingresó por concurso público al Departamento de Historia de la USACH: ni Carmen Norambuena, ni Luis Ortega (1985), ni Juan Guillermo Muñoz (1977), ni René Salinas (1986), ni Julio Pinto (1980), entre otros, Todos ellos fueron cooptados o reclutados en virtud de la potestad que ejercía la directora. Ahora bien, la verdad sea dicha, la profesora Ortúzar, tuvo buen «ojo» en elegir a algunos de esos profesionales. Algunos ellos, no todos, por cierto, años más tarde destacarían en la ciencia histórica. Ella les brindó la oportunidad. Y, también el tiempo y los recursos para que pudieran desarrollar y ampliar sus formaciones académicas y profesionales.
Los concursos públicos y de oposición, bajo la inspiración democrática inicial, comenzaron en el primer lustro de los años 90. Hay varios de ellos que son recordados hasta el día de hoy. La historia oral brinda sabrosas y entretenidas anécdotas de lo ocurrido con algunos de ellos. Pero, desgraciadamente, tempranamente esos Concursos mostraron la tendencia predominante hasta la actualidad no solo en el Departamento de Historia de la USACH, sino en todas las instituciones universitarias públicas como privadas nacionales. Para decirlo de manera simple y breve, siguen la vieja fórmula mexicana del «retrato hablado».
Por esa razón, ninguna autoridad académica actualmente estaría en condiciones hacer lo que hizo la profesora Ortúzar en 1980. Quienes hoy se encargan de «reclutar» a los académicos son los burócratas y tecnócratas de los departamentos de Recursos Humanos de las universidades en concordancia con los académicos de los departamentos que ofrecen alguna vacante. Ellos son los encargados de elaborar las bases de los Concursos Públicos ajustadas a los criterios sugeridos del Ministerio de Educación, a través de los MECESUP, los cuales, a su vez, están estrechamente ligados a los criterios de selección que impone el Banco Mundial. Y, estos siguen los lineamientos establecidos, urbe et orbi, de los acuerdos de Bolonia, el consenso neoliberal mundial en materia de Educación Superior. Estas bases están también alineadas con los criterios con cuales se construyen los Ranking de clasificación de la Universidades. De manera que las burocracias solo entienden de indicadores y de puntajes. No, de percepciones subjetivas.
La construcción de esos indicadores aritméticos como las bases de los concursos públicos son cada vez, más discriminadores y excluyentes. Pues, con el objeto, supuestamente, de evitar decisiones arbitrarias unipersonales, han terminado por institucionalizar lo que he llamado, en otro lugar, la corrupción académica institucionalizada al servicio del capitalismo académico. Dado que, la mayoría de los seleccionados son elegidos en función de la productividad futura, en dos planos, simbólica y académica. Estos deben producir conocimientos no necesariamente para el saber académico, sino más bien producir una «mercancía» o un artefacto, tales como, proyectos de investigación vendibles y «artículos/paper» que circulen en el espacio académico y, supuestamente, científico. Pero que, en lo fundamental, tengan un valor simbólico: otorguen prestigio y status. Y, que éste, se traduzca en puntos, para sumar y subir en el ranking universitario.
Esta forma de producir académico es -y así debe ser entendido- un mecanismo de acumulación de capital simbólico que se traduce en capital financiero. El estar en los primeros lugares del ranking provee los recursos financieros para las universidades nacionales. Desde que se impuso en los años ochenta el autofinanciamiento de las universidades públicas, estas deben administrar a las universidades como «empresas» productoras de conocimientos y formadoras de profesionales para el mercado, por lo tanto, deben procurar vender todo lo que producen, o sea, vender conocimientos. En las universidades privadas, este mecanismo se utiliza como una forma de evitar invertir en investigación en forma directa y, sobre todo, para no afectar la tasa de ganancia, o sea, el lucro.
Por cierto, estas son formas de explotación académica y el modo cómo el capitalismo académico extrae la plusvalía a los trabajadores intelectuales de las universidades. En función de este mecanismo de acumulación, los criterios que informan los concursos públicos están dirigidos a seleccionar, a los profesionales, que demuestren haber sido altamente productivos, independientemente, de los saberes producidos. Lo que interesa al capitalismo académico es que ese, profesional, genere capital tanto simbólico como financiero a lo largo del tiempo.
Hoy no interesa mucho el saber acumulado ni los conocimientos obtenidos ni la formación profesional ni la experiencia académica ni profesional de los postulantes. A la tecnocracia universitaria actual solo les interesa «evaluar»: cuanto ha producido, produce y lo que podría producir en el corto plazo. Pero, no toda la producción académica es válida y pertinente. Solo aquella que haya circulado principalmente en formato de artículos en «revistas indexadas», especialmente, SciElo, ISIS y Scopus. La producción de libros, es considerada valida solo y cuando la editorial sea de «prestigio» y que el libro haya sido arbitrado por pares. Se descartan así diversas editoriales que no tienen ese mecanismo para seleccionar lo que se edita. Por otro lado, tener un proyecto Fondecyt de investigación se ha transformado en una condición sine qua non para competir. Quién no hay obtenido un Fondecyt es mejor abstenerse en de postular.
Estos son los indicadores de productividad altamente valorados por las universidades nacionales. Evidentemente, se requiere tener doctorado. Lo absurdo, por ejemplo, de la mentalidad burocrática tecnocrática neoliberal de los seleccionadores, cabe de señalar, que muchos de los cuales que integran las Comisiones carecen del grado académico que solicitan. Esto ocurre, especialmente, en las universidades regionales del CRUCH. Desde del año 2009, que se estableció el programa de formación de capital avanzado por parte de CONICYT, se han otorgado, 276 becas para realizar estancias de doctorado en el extranjero. Ello significa, que el postulante aprobó un proyecto de investigación para realizar durante su estadía en una prestigiosa universidad rankeada y bajo la coordinación o tutela de un destacado académico de esa institución. El Estado ha invertido miles de dólares en ello. Sin embargo, lo más absurdo, es, por ejemplo, el hecho que, en las bases de cuatro concursos públicos convocados, por igual número de universidades del CRUCH, consideran al posdoctorado como válido.
Volvamos al caso de la forma como el profesor Pinto fue contratado en 1980. Estamos seguros que el CV del profesor Pinto, no registraba en esa fecha ningún artículo ni libro publicado. El primer artículo que registra su CV es de 1982; tampoco contaba con proyectos de investigación FONDECYT, el primero lo obtuvo en 1988, y tampoco era doctor, pues el grado lo obtuvo 11 años más tarde, en 1991.
En aquellos años bastaba, con el grado académico o título profesional y, sobre todo, con el trabajo de tesis de grado realizada. Pero, también, con los padrinos y madrinas que se tenían, dónde se había estudiado y con quién, y un largo etcétera. Allí los prejuicios sociales, culturales, políticos e ideológicos se imponían, e igual que hoy. Pero, hoy se los encubre con las bases de los Concursos Públicos.
Dejo este comentario para reflexionar no con el objeto de llamar la atención que muchas de las reglas y normas que se imponen en los concursos públicos, tanto para ingresar a la U como académico, son profundas discriminatorias, arbitrarias y cuyo es seguir manteniendo el capitalismo académico en las universidades nacionales. Estos han sido construidos por los mismos que ayer ingresaron a la universidad sin cumplir con ningún requisito que hoy se exige. Paradojas de la historia o las miserias de la academia en la sociedad neoliberal, a pesar, de lo que opine Ernesto Ottone.
Santiago Centro, 1 de mayo de 2016
Juan Carlos Gómez Leyton
Dr. en Ciencia Política, FLACSO-México
Académico Universitario
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