Es difícil describir lo que ha ocurrido en Chile en la última semana, sin ser presa de un subjetivismo provinciano o de cierta ansiedad que provocan hechos inéditos en décadas. A estas alturas resulta un cliché insistir en aquello de que nadie previó esta revuelta y, si bien es cierto, es una síntesis que impide […]
Es difícil describir lo que ha ocurrido en Chile en la última semana, sin ser presa de un subjetivismo provinciano o de cierta ansiedad que provocan hechos inéditos en décadas. A estas alturas resulta un cliché insistir en aquello de que nadie previó esta revuelta y, si bien es cierto, es una síntesis que impide observar y comprender el perfil complejo de los hechos. Pero si de algo nos sirve el materialismo clasista es para iluminar lo que de otra manera se explicará con lenguajes de la dominación y la gobernanza. Se hablará de un «otro» no ciudadano, para ver cómo se hizo explícito y por la fuerza lo que hasta ahora era un masivo refunfuño rabioso pero impotente de la clase trabajadora chilena. Lo que ha ocurrido en Chile es una revuelta popular, masiva, apoyada y protagonizada por trabajadores, estudiantes y toda la multitud de pobres y precarios que se amontona en las periferias de Santiago y otras grandes ciudades. Pueblo abigarrado, en lenguaje del marxismo andino. Es una revuelta contra un objetivo tan amplio como claro: el orden político de la post-Dictadura y el empresariado que se ha hecho rico a costa de vender derechos sociales a los chilenos. Casi ninguna institución de Chile conserva hoy legitimidad, la mayor parte de la población del país está bajo estado de excepción, y uno de los órdenes socioeconómicos modelo de los neoliberalismos reales, se sostiene hoy únicamente en las Fuerzas Armadas y las policías.
La revuelta comenzó de a poco y organizada por los estudiantes del centro de Santiago, los más golpeados por meses de represión directa del alcalde derechista de la comuna central de la ciudad capital. La razón directa era el alza del pasaje en 30 pesos chilenos (unos 0,8 euros). Desde el lunes 14 de octubre, se anunciaron poco a poco «evasiones masivas», es decir, pasar al Metro de la ciudad sin pagar, aprovechando la superioridad numérica y muy pacífica de estudiantes, a los que se sumaron cada vez más personas trabajadoras, pues eran en horarios punta. La palabra «evasión» no es menor. Primero, porque es la palabra con que se ataca desde la prensa y el gobierno a quienes en los microbuses de la ciudad simplemente suben sin pagar. Desde hace años ya, los principales paraderos de microbuses de la ciudad están cercados y con guardias privados, y aquellos en que están en las avenidas de barrios populares o en sus accesos, además está la policía armada. La evasión sigue, a pesar de eso, sin bajar de un tercio, más o menos, de los pasajeros totales del servicio. El Estado ha creado un registro de evasores, y las multas pueden llegar a los cientos de euros o incluso prisión. En segundo lugar, la palabra evasión se hizo famosa por las distintas evasiones de impuestos que fueron perdonadas por el servicio de impuestos del Estado o los tribunales. En general, se le llamó evasores a los empresarios que de distintas maneras se han enriquecido a costa del cobro por servicios sociales, a los corruptos o a aquellos que lograron «evadir» los procesos judiciales por financiamiento oscuro de la política, a los que casi toda la clase política, salvo el PC y el Frente Amplio, está vinculada. En los primeros días de la revuelta, circuló profusamente un panfleto que explicaba que el costo de reparación total de la destrucción del metro, unos 200 millones de dólares, eras una fracción muy mínima del total sumado de todos los escándalos conocidos de corrupción empresarial o política de los años recientes. Eso se sumó a que las vocerías del gobierno se mantuvieron, hasta bien entrada la revuelta, en un tono de ataque al movimiento, tachándolo de delincuencial y lumpenezco, de terrorismo organizado incluso, sin advertir que ya prendía por toda la clase trabajadora.
De esta forma, el alza del pasaje dio una causa desde la cual proyectar el odio a todo un sistema general de explotación por la vía de provisión de servicios sociales o las deudas por consumo. En Chile, el coste de los productos tecnológicos es bajísimo en comparación a otros países, y es así en general con todo tipo de bienes de consumo. Por otra parte, los precios de la vivienda han subido a niveles en que es imposible acceder a la propiedad, la comida es más cara que en Europa, el transporte público es el más caro del continente (en torno a 1 euro el pasaje, y los abonos no existen aunque los estudiantes tienen pasaje rebajado). La salud y la educación son en general de provisión privada, y se sostienen en enormes subsidios estatales cuyos flujos y licitaciones son a menudo oscuras. Lo mismo pasa con la infraestructura moderna del país, como carreteras y líneas de metro. Las pensiones son lo que más ha movilizado recientemente el descontento social, las AFP, un enorme impuesto al salario, que entrega pensiones de pobreza. El secreto es que el enorme volumen de dinero que sale de los millones de salarios de los trabajadores chilenos, es la caja pagadora de la máquina financiera de la burguesía local en su proyección hacia el continente, así como también de mucha especulación financiera. El sistema funciona de tal manera que si los negocios de las AFP, que son privadas todas, pierden dinero, se descuenta la pérdida individualmente a los cotizantes. Si el alza del pasaje dio un detonante, la acción de los estudiantes dio un método de lucha no violento. Todo eso cambió el viernes 18.
Desde el día miércoles 16, el Estado respondió tratando de delincuentes, incluso terroristas, a los estudiantes, mientras el respaldo popular solo crecía. Se llenaron las estaciones con las fuerzas especiales de la policía, y las evasiones, cada vez más y más masivas, comenzaron a ser por la fuerza. La policía llenó de gases las estaciones y los trenes no paraban en las que habían sido invadidas, y lo que ya era una multitud más allá de los estudiantes, respondió sentándose en los andenes con los pies hacia la línea, impidiendo el avance de los mismos. El viernes 18 las acciones ya eran de masas y en toda la red que cubre casi toda la ciudad, incluyendo los enormes barrios populares de Puente Alto, La Florida, en que vive más de un millón de trabajadores, o Maipú, al oeste de la ciudad, en que vive otro medio millón. Allí, en las periferias, comenzó la violencia más dura, la policía al atardecer estaba sobrepasada, comenzó a disparar dejando un reguero de heridos a balines.
Lo cierto es que la revuelta también estaba desbordada de cualquier posible dirección. Organizado o no, hayan actuado o no grupos de vanguardia, eso no explica la masividad y complicidad de las clases populares con los ataques a las estaciones. Cuando anocheció y las policías se fueron, se produjo la destrucción total de veinte estaciones, todas quemadas, casi un centenar estaba con daños importantes. El total de estaciones es 136. La ciudad se llenó de barricadas, Piñera bajó el alza del pasaje, dijo que comprendía el malestar, declaró el estado de excepción y envió los militares a la calle. No pudo ser peor. Aquello despertó el viejo sentimiento antidictatorial mayoritario en el país. Por otro lado, durante la misma noche los incendios y saqueos se desataron por todas partes. Aunque muchos condenaron estas acciones, no hubo mayor rechazo. La revuelta, como muchos decían, ya no era por esos 30 pesos Por el contrario, al amanecer del día sábado 19 las calles se repletaron de personas. El metro anunció la noche anterior que suspendía el servicio por todo el fin de semana y eso envió a todos los que querían protestar, de vuelta a sus barrios. Las calles de toda la ciudad se llenaron de gente golpeando cacerolas, la tradicional forma de protesta pacífica del país, pero en los barrios populares la revuelta se puso a la ofensiva, con barricadas, saqueos y hostigamiento a policías y militares. Los heridos a bala ya se multiplicaban, los primeros muertos aparecieron. Piñera decretó el toque de queda, pero la mayoría de la población no se retiró, la violencia continuó toda la noche, durante todo el día domingo 20 y nuevamente hubo un toque de queda que la multitud no respetó. En su mayoría, siguió actuando pacíficamente. De todas formas, se produjeron imágenes impresionantes de enfrentamientos con los militares y policías, a un grado inédito para un país históricamente calmo. Pero también al borde de la distopía neoliberal. En un país en que un televisor de última tecnología puede ser más barato que el arriendo mensual de la vivienda, hay videos de la revuelta que muestran como de las tiendas saqueadas eran lanzados a las barricadas por personas absolutamente normales. Mientras negocios locales eran defendidos por las masas, el incendio del gran retail, bancos y sucursales de servicios privados eran disueltas en ruinas.
Se produjo un breve cambio el día lunes. Muy importante. Durante la noche del domingo, Piñera habló por cadena nacional, tomó el discurso del enemigo interno, habló de grupos organizados detrás de la revuelta y dijo que el Estado estaba en guerra y pidió que el lunes, si bien aseguró difícil, fuese un día normal. Se apoyó en grupos espontáneos de vecinos, con «chalecos amarillos», que temieron por sus viviendas por temor a saqueos de pobladas. Ya para el día martes quedaban solo unos pocos de ellos, y están deviniendo en asambleas barriales populares. Nadie le creyó a Piñera, ni siquiera los «chalecos amarillos», que querían «cuidar los supermercados, pero también protestar». Al otro día, el general a cargo del estado de excepción lo desmintió, la vocera del gobierno también. Lo más importante, las calles de la ciudad se llenaron. La multitud, en una impresionante autonomía táctica, calmó la violencia en lo que pudo y paralizó el país colmando las calles de las grandes ciudades. La respuesta represiva hizo que ya hacia la tarde, nuevamente las calles fuesen enfrentamiento duro, incendios y saqueo. Esa noche del lunes el presidente Piñera llamó a todos los partidos a negociar, excepto al PC. El debate fue intenso, y los socialdemócratas del PS, el PC y el Frente Amplio, se negaron a asistir a la reunión con el presidente el día martes mientras no retirase a los militares de la calle. En el día siguieron los disturbios, pero en la periferia, donde vive la mayoría de la población pobre, la revuelta bajó su intensidad y la ofensiva violenta se ha ido disolviendo. Para el día miércoles 23 hay convocado un paro nacional, en que las organizaciones formales de izquierda, intentan recuperar control sobre la revuelta, a la vez que mantenerla.
Sobre la represión, es experiencia pero los datos duros aún están ocultos. Hay muertos, muchos. Esto último es todo un problema aún, pues en complicidad con la prensa, se sabe poco o nada de los nombres de los muertos, la lista que entrega el gobierno es dudosa pues ha ocultado casos en sus vocerías, y de heridos o detenidos se saben fragmentos. Por la base y entre los chilenos comunes y corrientes, circulan cientos de videos de baleados, personas muertas, también policías saqueando, disparando a hogares. El INDH, institución estatal que debe vigilar por el cumplimiento de los DDHH en el país, ha sido criticada por actuar sin firmeza. Su director, Democratacristiano, ha salido a negar en meses anteriores que haya sido nombrado por su complicidad con el Gobierno derechista. La diferencia entre lo que oficialmente se sabe y lo que las personas de a pie ven y difunden con sus teléfonos es enorme. La violencia es inédita desde la Dictadura, y se teme que los muertos puedan ser en realidad decenas. Hay todavía 1500 presos y contando, los que han sido torturados, y las mujeres denuncian todo tipo de abusos sexuales. En Chile, hoy, nadie podría asegurar que las policías estén bajo control de algo más que su propio nerviosismo e ira.
A los actores políticos todo les pasó por el lado. El Gobierno, superado primero, errático después, se atrincheró en el pinochetismo, socavando velozmente el poco apoyo que le quedaba en las capas medias. En general, es posible decir que el gobierno de Piñera está desmoronado políticamente, pero también que puede recomponerse rápidamente, pues ningún actor decidió ocupar el enorme espacio de presión política que abrió la revuelta en sus momentos más álgidos. Ya la noche del martes anunció un paquete de medidas que si bien son aún moderadas, significan que todo su programa de gobierno gira hacia un escenario largo e incierto de reforma social, que debe ser negociado en un parlamento en que no tiene mayoría. Ha puesto los términos del debate de salida de la revuelta, con apoyo de la mayoría del sistema de partidos parlamentarios. Ello demuestra también la inoperancia política de la ex Concertación / Nueva Mayoría. Dividida y sin norte ni figuras, la que se diluyó entre la decisión de la izquierda y el apoyo acrítico al «pacto nacional» de Piñera. La izquierda, por su parte, si bien ha estado en los nervios vivos de todo el tejido social que protesta, desde que sus raíces van a las movilizaciones de estudiantes de 2001, 2006, 2011 y en más, así como a las de profesores de 2014-15, y también a las de todo tipo de trabajadores en los nuevos sindicatos; no fue capaz ni de predecir ni de conducir la revuelta. Aunque no estuvo en el comienzo ni en su origen, ni el Frente Amplio ni el PC se atrevieron a tomar su representación en el momento que podrían haberlo hecho, a pesar de ser la militancia más presente y menos deslegitimada entre las clases populares que lucharon en el fin de semana rojo de Chile. Tampoco es seguro haber obtenido algo de ello, así como tampoco el que de ello no resultase ser arrastrados por el rechazo popular antipolítico. La complejidad de la situación superó a todos.
Lo que se viene será largo e impredecible, aunque ya se delinean ciertos marcos y términos, en la propuesta de Piñera. Pero no será pacífico ni simple su camino en el parlamento, y todavía el tono puede profundizarse mucho. Esta revuelta se va a acabar, tal vez ya lo está haciendo, pero las masas movilizadas difícilmente se retirarán de la lucha. Hay una mayoría popular que le perdió el miedo a la violencia y el respeto total a la autoridad, y frente a ella una autoridad que ni con balas puede reimponer su legitimidad, solo el terror. El mito del neoliberalismo modelo y en democracia del calmo Chile está destruido, y el duopolio político gobernante de las últimas tres décadas, que tambaleaba trizado hace un tiempo, no tiene capacidad de nada. Solo existe la violencia del Estado y una economía que aún funciona. No es poco. Pero los términos cambiaron. De aquí en más es muy difícil que el neoliberalismo pueda avanzar, y la baraja política está totalmente abierta. La izquierda perdió la oportunidad de asestar un golpe fuerte tomando la dirección de la revuelta ante el Estado, asumiendo que no habría revolución pero que sí podía avanzar décadas en unos días. Todavía el escenario sigue abierto, viene un tiempo largo, inestable, de debate parlamentario, con seguros rebrotes parciales de disturbio y protesta masiva. También dos años de elecciones y los partidos están en el piso. Hay mucha confusión y poca claridad política entre las fuerzas de cambio, pero la certeza más importante y alegre es que, luego de décadas de estar desahuciada por políticos y académicos, hay una intuitiva disposición de masas al conflicto clasista.
Luis Thielemann H. es Historiador chileno, editor de Revista ROSA, revistarosa.cl