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Una interpretación marxista de las crisis económicas tal como se dibuja en el libro I de "El Capital"

Una tragedia contemporánea

Fuentes: Rebelión

La crisis financiera que arreció en septiembre de 2008 nos está deparando muchas sorpresas. La primera, que el partido republicano de Estados Unidos, históricamente comprometido con la defensa del trabajo libre, y hostil a toda interferencia en la libertad de los individuos para establecer contratos entre sí, tuvo que intervenir a fondo para salvar la […]

La crisis financiera que arreció en septiembre de 2008 nos está deparando muchas sorpresas. La primera, que el partido republicano de Estados Unidos, históricamente comprometido con la defensa del trabajo libre, y hostil a toda interferencia en la libertad de los individuos para establecer contratos entre sí, tuvo que intervenir a fondo para salvar la economía.

Así, el 7 de septiembre de 2008, la administración estadounidense se tuvo que hacer cargo de Fannie Mae y Freddie Mac, las dos inmobiliarias semi-privadas más importantes del país. El 16 de septiembre, después de haberse negado a rescatar a Lehman Brothers, nacionalizó la aseguradora AIG. A finales de septiembre, el secretario del Tesoro diseñó un plan de compra de activos tóxicos por valor de 700.000 millones de dólares. Estas intervenciones no se limitaron de ningún modo a Estados Unidos. El 28 de septiembre el gobierno británico nacionalizó Bradford and Bingley, mientras que sus homólogos del Benelux hacían lo mismo con Fortis. El 8 de octubre, el ejecutivo británico lanzó un plan de recapitalización de la banca que ha inspirado a las autoridades de ambos lados del Atlántico.

Una segunda sorpresa que nos ha dejado la crisis es la percepción de una sensación de desconcierto entre los responsables políticos y los expertos técnicos que no esperaban una tormenta de tal envergadura. El semanario The Economist, que siempre ha ensalzado las virtudes del libre comercio y del desarme arancelario haciendo gala de ingenio e ironía jovial, reproducía en la portada de su edición del 18 de octubre una imagen de un tigre asaeteado con un título que no podía ser más elocuente, «Capitalism at bay» («El capitalismo acorralado»). El 23 de octubre, Allan Greenspan, gobernador de la Reserva Federal entre 1987 y 2006, reconoció en su declaración ante el Congreso de Estados Unidos que había sobrevalorado la capacidad de autocorrección de los mercados. Unas semanas después, la revista francesa Magazine Literaire lanzó la edición de octubre con otro título no menos ilustrativo: «Marx: las razones de un regreso». Finalmente, en febrero de 2009, el retrato de Marx acaparaba la portada de la revista Time.

Probablemente de pocos pensadores se ha certificado tan a menudo su muerte (y posterior resurrección) como de Marx. El presente artículo es un intento de exponer una interpretación marxista de las crisis económicas tal como se dibuja en el libro I de El Capital. La fuerza de esta interpretación reside en el análisis que Marx hace del papel del dinero en una economía capitalista.

En otras escuelas más ortodoxas de teoría económica, se parte de los siguientes supuestos i) que los individuos ya tienen sus preferencias, ii) que el dinero no es más que un medio para poner en contacto a los individuos, y iii) que mediante el dinero los individuos pueden valorar cuánto cuestan en términos de recursos sus proyectos individuales y, si realmente están interesados, realizarlos. Marx, por el contrario, esboza que la dinámica rige en la dirección opuesta: que son el dinero y la lógica que impone su atesoramiento y posteriormente su acumulación en forma de capital quienes dan forma a las preferencias de los individuos.

De acuerdo con Marx, aunque no lo quiera, aunque originariamente pueda tener otros gustos, el hecho de vivir y de desenvolverse en una economía monetaria trae consigo que el individuo debe convertirse, primero, en un atesorador de dinero para, acto seguido, empujado por fuerzas que individualmente no puede controlar, acumular dinero con vistas a obtener el máximo rendimiento económico, a acumular, en otras palabras, capital.

Esta visión de agentes que están atrapados por un destino del que no pueden zafarse invita a pensar en una tragedia. Pero es preciso matizar. En la tragedia antigua, la muerte y el fracaso del héroe son el resultado de su arrogancia particular. En la edad contemporánea, como Marx apuntó teóricamente y Bertolt Brecht aplicó en el teatro moderno, simplemente limitándose a cumplir sus tareas cotidianas, modesta e inconscientemente los agentes contribuyen a crear trampas que paulatinamente van a escapar a su control y que al final terminarán por estrangularles. De hecho, las diferencias entre las tragedias contemporáneas y las tragedias antiguas será el primer apartado de este ensayo.

En el siguiente apartado, expondré el estudio que Marx realizó del dinero. Por una parte, el dinero permite abstraer todas las diferencias entre mercancías hasta reducirlas todas a una misma medida. Por otra parte, el dinero presenta una característica que le sitúa aparte del resto de mercancías, la posibilidad de poder ser intercambiado automáticamente por cualquier otra mercancía. En virtud de su máxima liquidez, de esta capacidad de transformarse inmediatamente en mercancía, el dinero adquiere una autonomía que le permite liberarse de las restricciones que afectan a la producción del resto de mercancías. El dinero puede iniciar procesos productivos, si su propietario confía en que éstos rendirán beneficios en el futuro. De igual modo, puede paralizar los mismos si considera que los beneficios esperados son menores que los que ofrecen otro tipo de actividades.

Como intentaré mostrar en los siguientes apartados, las fases de expansión económica están asociadas a etapas de mayor confianza en las posibilidades de los proyectos económicos. Pero, al igual que los protagonistas de la tragedia clásica, esta confianza va acompañada de arrogancia. En este caso de una arrogancia «económica», de la creencia que las necesidades humanas son de orden meramente económico y que, por tanto, pueden ser satisfechas mediante la producción de más mercancías. Como éste no es el caso, a la expansión le seguirá un descalabro que recordará a los mortales sus límites humanos.

  1. La tragedia antigua y la tragedia contemporánea.

Los géneros literarios evolucionan a lo largo del tiempo. Cuando las sociedades atraviesan nuevas circunstancias, deben encontrar nuevas formas para narrar los problemas que las desgarran. La guerra de Irak, por ejemplo, no se podría contar como un poema épico en versos endecasílabos. Las guerras tecnológicas del siglo XX y XXI no tienen nada que ver con los torneos medievales y un escritor que se precie debe ser capaz de percibir las diferencias.

De igual modo, saltan a la vista las diferencias entre la tragedia tal como la han concebido Samuel Beckett y Bertolt Brecht y tal como la concebían los antiguos griegos o Shakespeare. No se trata de formular juicios estéticos sobre cuál tiene más calidad, sino de apreciar mejor sus respectivos méritos situando estas obras en su contexto. Éste será, pues, el objetivo del presente apartado.

En el caso de la tragedia griega,1 hay que partir de la idea de que para la sociedad griega era evidente que «el hombre es el animal social por excelencia». Un hombre fuera de la sociedad sería «o un dios o una bestia». Por ello, cuando un individuo cree que se basta a sí mismo, que sus semejantes sólo son una cortapisa a su libertad, alimenta una arrogancia temeraria que pondrá en peligro al individuo y, a la postre, a la propia comunidad a la que pertenece.

La tragedia griega nace, pues, con un propósito, por así decirlo, didáctico: mostrar cuán destructiva es la ceguera de creer que los lazos que nos unen con el resto de la sociedad son un incordio del que se puede prescindir con sólo quererlo. En palabras de Esquilo, «a quien los dioses pretenden destruir, primero lo vuelven ciego».

Sin embargo, que la tragedia sea didáctica no quiere decir que sea edificante a la manera que lo es la literatura piadosa. El héroe de la tragedia griega tiene todas las virtudes (el valor, la inteligencia, el arrojo), salvo una, la modestia. Esta mezcla le humaniza, porque permite al espectador identificarse con él. Sin ser consciente de ello, el héroe trágico labra su propia hecatombe, cuando actúa bajo el convencimiento de que puede moldear sus circunstancias como se le antoje. Es la fase de la mayor arrogancia, de la hubris, que a continuación da paso a la siguiente fase, la de la némesis.

En esta segunda fase, la arrogancia del héroe es brutalmente castigada. Las semillas de destrucción, que el héroe ha sembrado en su fase de ceguera, florecen. Éste tiene que enfrentarse a las catástrofes que ha provocado y asumir que él es el responsable. El espectador no puede regocijarse ante la caída del héroe, porque éste último asume su falta con una nobleza y dignidad enorme. Precisamente, porque se ha identificado con él, el público puede sufrir con la derrota del protagonista, generándose así una catarsis, que purifica al espectador de las pasiones destructivas que anidan en su interior.

Así, por tomar un ejemplo clásico, en Edipo Rey de Sófocles, Edipo es advertido por el oráculo de Delfos de que va a matar a su padre y a casarse con su madre. Edipo parte a recorrer el mundo y en el camino se tropieza con un hombre mayor y con su séquito. El hombre mayor le injuria, estalla una violenta disputa entre ambos, y llegando a las manos, Edipo lo mata. Posteriormente, Edipo, gracias a su coraje e inteligencia, es coronado rey de Tebas y se casa con la reina que ha quedado viuda recientemente.

Poco después, se declara una epidemia en Tebas y los sumos sacerdotes comunican al rey que la epidemia es un castigo por la presencia en el reino de un criminal. Edipo se compromete a apresar y castigar con todo rigor al culpable. A raíz de este compromiso se desencadena la némesis. Edipo descubrirá sobrecogido que ese malvado criminal es él mismo, cuando se da cuenta de que el hombre al que mató en el transcurso de la reyerta era su padre y que la reina que ha desposado es su propia madre. Plenamente consciente de su culpa, se saca los ojos y abandona el reino.

En otras tragedias, se escenifica el conflicto entre dos arrogantes. En Antígona, también de Sófocles, la protagonista del mismo nombre se compromete a cumplir con las leyes de la familia, dando sepultura a su hermano Polinice, que ha sido ejecutado por traidor. Por otra parte, su tío Creonte quiere cumplir y hacer cumplir las leyes de la ciudad y por ello se niega a enterrar humanamente al rebelde ejecutado. El choque se produce entre Antígona y Creonte, personajes comprometidos con causas justas, el respeto a la familia y el respeto a la ley de la ciudad, pero que son incapaces de comprender las razones del otro. Su ceguera termina desembocando en una tragedia.2

Esta trama de personajes llenos de soberbia que no conocen límites humanos y que, por tanto, se precipitan hacia su propia inmolación se repite también en otros ámbitos, por ejemplo, en el teatro isabelino de Shakespeare. En Macbeth, un heroico general considera que su indiscutido y admirado arrojo le da permiso para usurpar el trono. Así, mata al rey Duncan, pero, a continuación, los remordimientos y la culpa le atormentan, dándose cuenta de que no puede haber perdón para semejante crimen.3

El rey Lear es otra historia de soberbia castigada. En ella Lear, soberano poderoso y temido, reparte el reino entre sus tres hijas. Lear quiere oír de éstas cuánto le adoran y cuán noble y generoso es. La sinceridad de la hija pequeña, Cordelia, quien se niega a entrar en un concurso de falsos halagos, le enfurece y, por ello, la deshereda, dejando el reino en manos de las dos ambiciosas hermanas mayores, lo que desembocará en un final trágico, donde Lear perderá todo, incluida la razón, ante el reconocimiento de su estúpida arrogancia.4

En las tragedias mencionadas anteriormente, los protagonistas sienten de algún modo que las restricciones que afectan al resto de los mortales no van con ellos. Al final, descubrirán para su desgracia que no pueden ignorar una serie de límites morales, pues esos límites son precisamente lo que nos hace humanos.

Un rasgo muy característico de la tragedia antigua es que todos sus protagonistas son aristócratas o personas de alto rango. Este rasgo no debería sorprendernos pues ni la Grecia de Sófocles, ni la Inglaterra de Shakespeare eran sociedades igualitarias. De acuerdo con la terminología de Louis Dumont5, las sociedades igualitarias, como aquellas en las que actualmente vivimos, son de origen muy reciente, que se puede ubicar en el siglo XVII con el desarrollo del capitalismo y de la ideología que lo sustenta.

En las sociedades igualitarias, el rango que ocupa un individuo no depende en teoría del accidente de su nacimiento. Es decir, la ideología que anima una sociedad igualitaria sostiene que todos los individuos tienen el mismo derecho a perseguir sus propios proyectos vitales sin que se vean obstaculizados por otras instancias (ya sea el Estado o la tradición). Evidentemente, no se trata de un igualitarismo real. En la vida corriente, el contexto cultural y económico donde haya nacido el individuo juega un papel clave a la hora de comprender la situación final a la que llegará.

De lo que se trata es, más bien, de un igualitarismo formal, de una igualdad ante la ley. Como cada individuo tienen sus propias ambiciones y el igualitarismo formal las declara igualmente legítimas, la ley se limita a impedir que éstas se persigan con medios que dañen a otros. En una sociedad igualitaria formal, la ley ignora los orígenes sociales del sujeto y fija unas pautas lo suficientemente generales que valgan por igual para todo el mundo. En este sentido, que un individuo sea rey o plebeyo, poderoso guerrero o humilde labrador es irrelevante, lo que cuenta es que formalmente todos tienen el mismo valor ante la ley.

Igualmente, otro rasgo común de las tragedias antiguas, que ya no se da en las sociedades contemporáneas, es que el principio dinástico ya no es la fuente de legitimidad de la soberanía. Desde las revoluciones americana y francesa, la soberanía popular se encuentra en el pueblo o en la nación. Prácticamente, todos los Estados del mundo han tenido que plegarse ante la fuerza de esta oleada ideológica. Incluso las dictaduras del siglo XX se han presentado como los garantes legítimos de una soberanía popular que supuestamente se expresaba mejor a través de la voz del dictador que de los parlamentos.

Finalmente, otra característica que se repite en las tragedias antiguas es que el acto (o el crimen) que comete el protagonista, cegado por la soberbia, y que desencadena la tragedia está muy claro, como también lo está su responsabilidad. Edipo mata a un hombre (que luego resulta ser su padre), Antígona desafía a Creonte, Macbeth asesina a Duncan, Lear deshereda a Cordelia. Se puede decir que hay tragedia porque todos los involucrados en la misma son conscientes del significado de estos actos y de la gravedad de sus implicaciones.

Por ello, un somero vistazo a algunos episodios de la actualidad política más reciente incitan a pensar que estamos viviendo tiempos muy crueles y peligrosos, pero no trágicos en el sentido mencionado anteriormente. En la pasada guerra de Irak, uno de sus promotores no se molestó en explicar a sus ciudadanos si se estaba en guerra o no. En febrero de 2002, el presidente Bush declaró que los presos de Al-Quaeda no eran prisioneros de guerra y que se les trataría de acuerdo con el espíritu de la Convención de Ginebra «en la medida que sea apropiado y consistente con la necesidad militar», dejando en los interrogadores militares la entera responsabilidad de elucidar, sobre el terreno, si la «necesidad militar permite atenerse a principios humanitarios.6 En los días que esto escribo, el gobierno israelí está bombardeando la franja de Gaza y, a tenor de sus declaraciones oficiales, no siente ninguna responsabilidad ni por las víctimas ni por el bloqueo económico que anteriormente había impuesto a toda la población del territorio.

Con protagonistas que no están a la altura de las circunstancias puede haber farsa sangrienta u ópera bufa, nunca tragedia clásica. Pero es que además vivimos una época donde no es fácil localizar cuál es el acto original que ha puesto en marcha la catástrofe. Sin una causa concreta de la que broten las desgracias, tampoco puede hablarse de tragedia en el sentido clásico. Desde agosto de 2007 se está desarrollando una fuerte crisis financiera que parece obra de fuerzas anónimas. Si la epidemia que asolaba Tebas en Edipo Rey era el castigo por la temeridad de Edipo, ¿quién es, pues, el causante de la subida de los precios de los alimentos que ha provocado los motines de hambre en Haití o Egipto? ¿Por qué estamos amenazados por desastres financieros y ecológicos ante los que las autoridades políticas parecen impotentes?

Estas preguntas no tendrían cabida en el mundo de la tragedia clásica, un mundo de reyes arrogantes que se encaminan a su ruina mediante actos que resultan ser una auténtica locura. Pero, si con las formas y tramas de la tragedia clásica no se puede representar los conflictos contemporáneos, eso no quiere decir que no se deban ensayar otras formas. Al fin y al cabo, el objetivo de un género como la tragedia es dar voz a los conflictos, al sufrimiento y a la violencia que acompañan a toda vida humana. Samuel Beckett y Bertolt Brecht, los padres de la tragedia moderna, enfocan la tragedia desde una perspectiva muy distinta a la de Sófocles o Shakespeare, no por capricho, sino porque son autores plenamente comprometidos con su tiempo.

En Días Felices Beckett pinta a una mujer enterrada en la arena hasta la cintura intentando convencerse a sí misma que el día que despunta va a ser maravilloso. Aquí surge una tragedia moderna porque el optimismo infatigable que esconde la protagonista le permite mantener la esperanza, pero al precio de engañarse a sí misma, impidiéndola ver que cada vez se está hundiendo más.

En otro registro diferente, Bertolt Brecht representa en Madre Coraje a una mujer cuyo trabajo consiste en abastecer a los ejércitos. Cuando los negocios van bien, es decir, cuando hay guerra, Madre Coraje puede mantener a su familia, pero al mismo tiempo, sus hijos pueden morir como soldados en el campo de batalla, o por emplear un término odioso, como «daños colaterales». A la inversa, en tiempo de paz, la supervivencia de la familia se verá amenazada por la pérdida de su fuente de ingresos, la guerra. Madre Coraje está atrapada, pues, en una trampa insalvable. Para algo tan legítimo como poder sacar a flote a la familia, Madre Coraje tiene que aportar su granito de arena a alimentar la maquinaria destructiva de la guerra.

La edad contemporánea con su enorme desarrollo tecnológico y económico ha sido testigo de grandes catástrofes de una enorme violencia, pero violencia que era al mismo tiempo más abstracta e impersonal. Durante el llamado equilibrio del terror de la guerra fría aprendimos que se habían diseñado mecanismos para el aniquilamiento mutuo de la humanidad con la imparcialidad aséptica de un técnico. Las crisis financieras de la globalización nos han estado enseñando que se puede hundir la economía de los países con sólo pulsar una tecla del ordenador en un escenario de compra y venta instantánea de títulos financieros.

Sin embargo, las dinámicas destructivas no son una maldición bíblica, sino que son la obra de acciones humanas, que han escapado al control de sus diseñadores originales. La importancia que sigue teniendo hoy en día el pensamiento de Marx radica en las claves que aporta para comprender estos mecanismos. De hecho, El Capital es el esbozo de una tragedia contemporánea, de una pesadilla, de cómo en la economía moderna, con división del trabajo, con flujos de capital, con avances tecnológicos inimaginables, los hombres ponen en marcha fuerzas que lejos de liberarles de la desgracia terminan generando otro tipo de desgracias a escala planetaria.

 

  1. El dinero en Marx.

Durante el tiempo que Marx vivió en Inglaterra, el sistema monetario del país estaba basado en el patrón-oro y así fue hasta la primera guerra mundial. Los países que adoptaban el patrón-oro se comprometían a que todo el efectivo circulante en la economía tuviera un equivalente exacto en oro. Es decir, aunque las transacciones se realizasen en papel moneda emitido por el banco central, el público debía tener la confianza de que, si en cualquier momento así lo decidía, los billetes podrían intercambiarse por oro.

Así, Marx comienza su análisis del dinero bajo el supuesto de que «el oro es la mercancía dineraria», o en otras palabras, que de todas mercancías es el oro la que va a cumplir las funciones del dinero.7 A medida que se expanda la economía monetaria, desarrollando el sistema crediticio, el oro podrá ser reemplazado por papel moneda o incluso por meros signos, como, por ejemplo, los códigos numéricos de las tarjetas de crédito.8 Pero esta sustitución de dinero constante y sonante, de oro, por «representaciones», por signos que no tienen valor intrínseco, sólo es posible en tanto en cuanto los agentes confíen que detrás de estas «representaciones» hay una base real. En el momento en que esta ilusión se resquebraje, los individuos se apresurarán a cambiar estos signos por dinero, por así decirlo, «real», en este caso, por oro.9

El oro es una mercancía como las demás, que requiere por tanto un proceso productivo como las otras. Pero, al desempeñar el papel de dinero el oro se singulariza, pasando a ser medida de los valores, de modo que, desde ahora, todas las mercancías expresarán su valor en oro. Así, una mesa vale «x» onzas de oro, un piano «y» onzas de oro, etc. De esta manera el oro abstrae todas las diferencias cualitativas que hay entre mercancías y las reduce a una misma unidad monetaria común. De esta forma, los agentes pueden comparar las distintas mercancías en una lengua común y calcular cuánto les costaría realizar en términos monetarios sus proyectos individuales.

Surge así la cuestión de por qué ha sido el oro la mercancía que se ha singularizado hasta convertirse en dinero y por qué no otras, como el trigo o el ganado, como alguna vez lo hicieron en la Antigüedad. La razón de este desarrollo se debe a que la mercancía que sirve como dinero debe cumplir unas características de solidez y estabilidad tanto en términos físicos como en términos de valor. Una mercancía perecedera, como por ejemplo la mantequilla, no puede desempeñar este papel, porque en cualquier momento su poseedor puede comérsela provocando su desaparición del mercado. Por otra parte, las condiciones de producción de los productos agrarios pueden variar muy rápidamente por las circunstancias climatológicas, de manera que por causas naturales de repente puede resultar más fácil (o más difícil) producirlos, generando una sobreabundancia (o, alternativamente, una escasez) momentánea que subvertiría todos los valores del sistema monetario.

La producción de oro, en cambio, requiere un elaborado proceso de extracción y un gran despliegue de recursos para localizar y explotar los yacimientos de mineral. Y además es previsible que el tiempo y la tecnología requeridos para su explotación sean más constantes relativamente que, por ejemplo, los de los productos agrarios. Por estas razones, el valor del oro tenderá a ser estable en el tiempo, descartándose así súbitos flujos o reflujos del mismo. Si a esta estabilidad se le añade que un lingote puede ser transformado en piezas más pequeñas, entonces el oro presenta la ventaja de ser más transportable y discreto, con lo que se convierte en el candidato ideal para ser el mediador entre todas las mercancías.

En efecto, la segunda función que desempeña el dinero es la de servir de medio de circulación. En toda economía, donde haya división del trabajo, la distinción de una mercancía que sirva de dinero se hace imprescindible. Con división del trabajo, los individuos no producen para su propio consumo, sino que producen para un mercado. Al especializarse en la producción de determinadas mercancías, deben pues dirigirse al resto de productores para conseguir las mercancías que necesitan.

Sólo por casualidad puede darse la feliz coincidencia de que un fabricante de pantalones que necesita una barra de pan encuentre a un panadero que necesite exactamente el pantalón que el fabricante ofrece a cambio de pan. Una economía monetaria permite superar estas incompatibilidades entre productores. En este tipo de economía, los productores tienen que vender para luego comprar. Es decir, tienen que encontrar antes un comprador, con el que cambiar su producto por dinero y, acto seguido, con este dinero, comprar las mercancías que desean.10

El dinero media, pues, entre los distintos productores individuales sin que haga falta una coordinación previa. Asignado un valor a cada mercancía, el dinero permite a los agentes calcular cuánto cuestan las mercancías que necesitan y cuánto pueden obtener por las mercancías que ellos mismos producen. En suma, la especialización de los productores necesita de una mercancía que funcione como dinero.

Igualmente, cuanto más se expande la economía monetaria, cuanto más se produzcan bienes y servicios para el mercado, cuanto más se acepte el dinero como medio para pagar productos, más difícil resultará a los agentes sustraerse a las fuerzas del mercado, más difícil les resultará recluirse en una economía de auto-consumo, por lo que tendrán que especializarse en producir más para el mercado.

Como ilustración de este argumento, imaginemos una comunidad de pescadores que durante generaciones ha vivido sin contactos con el mundo exterior. Un buen día, la civilización, en forma de guarnición militar o de enclave comercial instalado en su costa, entra en sus vidas. Los pescadores descubren que los extranjeros ofrecen bienes más deslumbrantes. Imaginemos, por ejemplo, que los pescadores encuentran que los anzuelos que pueden comprar en el nuevo mercado son más resistentes que los que habitualmente fabrican ellos mismos. Pero, si se deciden a comprarlos, entonces tendrán que conseguir dinero y para ello antes tendrán que vender una mercancía que interese a los comerciantes. De manera que, a partir de ahora, cuando pesquen, no les bastará con una cantidad de pescado para cubrir sus necesidades, sino que tendrán que atrapar un excedente. Desde entonces, las redes del comercio envolverán a la comunidad y la antigua economía de subsistencia tenderá a desaparecer.11

Es aquí, donde el pensamiento de Marx se separa radicalmente de la teoría económica más ortodoxa. De acuerdo con esta última, cada individuo tiene sus propias preferencias y no corresponde al científico emitir juicios de valor sobre la sensatez de las mismas. Como el individuo ya tiene sus preferencias consistentes y racionales, de las que sólo él es responsable, entonces puede ordenar todos los bienes de la economía en función del grado de satisfacción (o de utilidad) que le reportan. Cada individuo realiza, pues sus ordenamientos particulares para, a continuación, valorar qué combinación de bienes y servicios, sometido como está a una restricción presupuestaria, es la que más le gusta.

Éste es el llamado enfoque neo-clásico, base de la micro-economía actual. De acuerdo con la lógica de este tipo de argumentos, el dinero no es más que un medio que permite la comparación entre los distintos tipos de bienes. Si se deja al mercado actuar, si se deja a los agentes comprar y vender libremente, entonces los bienes terminarán en aquellos individuos que más los valoren, precisamente aquellos que se han mostrado dispuestos a pagar más por ellos.

El análisis de Marx, por el contrario, insiste en que hay una asimetría fundamental entre el dinero y el resto de mercancías. El dinero se puede transformar automáticamente en mercancías, pero no toda mercancía se puede transformar automáticamente en dinero, pues antes debe encontrar un comprador. El productor de una mercancía está sometido a una incertidumbre absoluta, puesto que día a día debe adquirir las mercancías que necesita para su propia subsistencia, «mientras que la producción y venta de su propia mercancía insumen tiempo y están sujetas a contingencias».12

Por ello, todo productor debe constituir un fondo de reserva de dinero en efectivo para hacer frente a los problemas que surjan ante posibles retrasos o contratiempos en la venta de mercancías.13 Aunque no lo quiera, aunque sus preferencias originales no incluyeran para nada este atesoramiento de dinero, por la propia dinámica económica todo agente debe convertirse en atesorador, debe guardar parte del dinero obtenido en forma líquida, en este caso en oro, pues así se puede transformar instantáneamente en cualquier mercancía.14

«Como el dinero no deja traslucir qué es lo que se ha convertido en él, todo, mercancía o no mercancía, se convierte en dinero. Todo se vuelve venal y adquirible. La circulación se transforma en la gran retorta social a la que todo se arroja para que salga convertido en cristal de dinero»15

Y esta preferencia por la liquidez no es algo que permanezca constante a lo largo del tiempo, sino que varía en función del ciclo económico. En períodos de bonanza, cuando los negocios van bien, los agentes pueden contar con una venta rápida de sus mercancías, por lo que la constitución de un fondo de reserva se hace menos apremiante. Pero cuando la situación económica empeora, entonces se agudizarán las dudas sobre la factibilidad de vender las mercancía al precio que se esperaba en un principio, de manera que los agentes comenzarán a atesorar con mayor intensidad.

«El afán de atesoramiento es ilimitado por naturaleza. Cualitativamente, (…) el dinero carece de límites, vale decir, es el representante general de la riqueza social porque se lo puede convertir de manera directa en cualquier mercancía. Pero, a la vez, toda suma real de dinero está limitada cuantitativamente y por consiguiente no es más que un medio de compra de eficacia limitada. Esta contradicción ente los límites cuantitativos y la condición cualitativamente ilimitada del dinero incita una y otra vez al atesorador a reemprender ese trabajo de Sísifo que es la acumulación. Le ocurre como al conquistador del mundo que con cada nuevo país no hace más que conquistar una nueva frontera».16

Hemos visto cómo en una economía monetaria antes de comprar resulta imprescindible haber vendido o, en su caso, disponer de un fondo de dinero para realizar las compras. Sin embargo, si los dueños de las mercancías sólo aceptaran oro (dinero contante y sonante) para realizar las transacciones, entonces la producción y circulación de las mismas estaría constantemente sacudida por continuos sobresaltos, cuando a los agentes les entrasen ansias de acaparar oro. Hacen falta, pues, medios para superar este tipo de eventualidades y es aquí donde hace su aparición el dinero crediticio.

Como un productor puede embarcarse en proyectos que requieran un plazo de producción más largo, necesita, entonces, convencer a otros dueños de mercancías o de oro de que le presten esos bienes para que en un plazo determinado pueda traer al mercado nuevas mercancías o de mayor calidad. Es decir, va a comprar bienes con el objetivo de producir más tarde otras mercancías y para ello necesita de un crédito. Estos emprendedores podrán adquirir una serie de mercancías, «cuyo equivalente en dinero sólo aparecerá en el futuro».17

El emprendedor debe persuadir a sus acreedores. Debe firmar un contrato en el que se estipule en qué condiciones se van a producir las mercancías y por tanto cuánto dinero se va a percibir por ellas. Necesita negociar y vencer las resistencias de sus futuros acreedores, por ello por todo el dinero adelantado en el presente, tendrá que comprometerse a entregar ese dinero más una compensación. Sólo que ahora ese dinero y esa compensación, para ser más exactos hay que aplicarles un nombre más técnico, «capital» e «interés». Cuanto más arduas las negociaciones, cuanto más resistan los dueños del capital a desprenderse de su dinero, mayor el interés exigido.

Tras estas negociaciones, el emprendedor ya dispone de un capital con el que iniciar su proyecto y los acreedores disponen de una promesa, de un compromiso por parte del prestamista de que devolverá la suma prestada más un interés. Ahora bien, los acreedores pueden sentirse satisfechos con esta promesa y, de hecho, convencer al público, de que el dinero se recuperará en el plazo y en las condiciones previstas. Mientras más se extienda la confianza en la palabra del prestamista, mayor será la riqueza de la que se sentirán dueños los acreedores. Por tanto, estos últimos podrán también adquirir otros bienes y servicios con la garantía del crédito concedido, de que el compromiso allí escrito se materializará en dinero real. En estas condiciones, sin necesidad de que de momento entre nuevo oro en circulación, la circulación de mercancías no se interrumpe. Ahora están funcionando como dinero signos que no son oro, pero que representan oro, en concreto, oro que se supone que se materializará en un futuro inmediato. Estos signos toman la forma o bien de asientos contables en el balance de un banco (podríamos definir un banco como un grupo de acreedores institucionalizado) o bien mediante la emisión de pagarés en los que sus emisores cuentan con la promesa de recibir un dinero adicional en el futuro. En ambos cosas, se comprarán mercancías a cambio de compromisos que llevan la esperanza de que se hagan realidad en forma de un mayor flujo monetario en el futuro. Cuanto más arraiga entre los distintos agentes esta esperanza, mayor será la aceptación de este tipo de signos.

En este contexto, si todo ha salido bien, los deudores saldarán sus deudas, demostrando el buen juicio de los acreedores, por lo que se valorará altamente la competencia de estos últimos, así como el arrojo y la visión de los primeros. De este modo, la confianza en las promesas incurridas se reforzará, por lo que será posible emprender nuevos proyectos. A su vez, la circulación de dinero crediticio, de signos, de papeles que sólo contienen la promesa de que en el futuro se recaudarán más beneficios, se expande. Los propietarios de mercancías estarán dispuestos a desprenderse de éstas a cambio de meras promesas. Las mercancías se intercambian, pues, no solamente por oro, sino también por esos signos que funcionan como dinero, dinero crediticio.

«[C]on el desarrollo del sistema crediticio, la producción capitalista tiende constantemente a derogar esta barrera metálica [el oro] vallado a la vez material y fantástico de la riqueza y de su movimiento, pero contra el cual se da de cabeza una y otra vez».18

Es decir, esta fase optimista, de máxima confianza en las promesas que contiene el dinero crediticio, puede tornarse amarga, si los proyectos fracasan o no cumplen las expectativas originales. Entonces, esta montaña de papeles con la que anteriormente se habían adquirido mercancías aparecerá como un gigante con los pies de barro y el público empezará a exigir directamente oro, impulsando una huida del dinero crediticio hacia el metal precioso.

«Es fundamento de la producción capitalista (…) que el valor de cambio deba adquirir una forma autónoma en el dinero, y esto sólo es posible al convertirse una mercancía determinada en el material con cuyo valor se miden todas las mercancías, el que precisamente en virtud de ello se convierte en la mercancía general, en la mercancía «par excelence«, en contraposición a todas las mercancías restantes. [Con el desarrollo del modo de producción capitalista, se substituye] el dinero, mediante operaciones de crédito por un lado, y por el otro mediante dinero crediticio. En tiempos de estrechez, cuando el dinero se contrae o cesa del todo, el dinero se contrapone súbitamente a las mercancías como único medio de pago y verdadera existencia del valor. De ahí la desvalorización general de las mercancías, la dificultad -más aun la imposibilidad- de convertirlas en dinero, vale decir en su forma puramente fantástica.»19

Como Marx observa incisivamente, sentando la base de su teoría de las crisis,

«El sistema monetarista [un sistema de pago donde sólo se acepta oro como medio de pago] es esencialmente católico, mientras que el sistema crediticio es esencialmente protestante. «The Scotch hate gold»[Los escoceses odian el oro]. En cuanto papel, la existencia dineraria de las mercancías sólo posee una existencia social. Lo que salva es la fe. La fe en el valor del dinero como espíritu inmanente de las mercancías, la fe en el modo de producción y su orden predestinado, la fe en los agentes individuales de la producción como meras personificaciones del capital que se valoriza a sí mismo. Pero así como el protestantismo no se emancipa de los fundamentos del catolicismo, tampoco se emancipa el sistema creditito de su base, el sistema monetarista «.20

  1. La teoría de las crisis de Marx

El apartado anterior ha estado dedicado al estudio que Marx efectúa del dinero. En un principio, el oro realiza las funciones propias del dinero, reduce todas las mercancías a la misma unidad, sirviendo de mediador entre los poseedores de unas y otras. Sin embargo, como el oro es la mercancía que posee la máxima liquidez, la mercancía que automáticamente se puede convertir en cualquier otra mercancía, siempre estará presente la amenaza de que un almacenamiento furioso de oro por parte de los agentes paralice la circulación y producción de mercancías.

El desarrollo de un sistema crediticio y con él de un dinero crediticio permite superar eventualmente estos estrangulamientos. Mediante dinero crediticio, mediante pagarés, títulos financieros, o, en la actualidad, el código numérico de las tarjetas de crédito, el público puede comprar las mercancías, aunque todavía no tenga el dinero «real» (en tiempos de Marx, el oro) con el que pagarlas. Lo importante no es que en el momento presente no se disponga de efectivo, sino que la sociedad en su conjunto crea que en un futuro relativamente cercano se obtendrán los flujos monetarios que saldarán las deudas en las que actualmente se está incurriendo.

Si concretamos un poco más, podríamos enunciar esta creencia colectiva así: se puede esperar con certeza que todo capital gestionado en condiciones «normales» rendirá un interés determinado. En realidad, las llamadas «condiciones normales» sólo existen en la imaginación de los dueños del capital. Pero, para poder calcular cuánto exigir por las sumas de capital adelantadas, estos deben imaginar un escenario completamente seguro, como si en dicho escenario los proyectos en los que embarcasen el dinero estuviesen en todo momento gestionados por gente por encima de toda sospecha. Como en la fijación de esta rentabilidad «normal» juega un papel fundamental las esperanzas que se hagan los propietarios del capital, entonces, las representaciones de esa rentabilidad (o por emplear un término más moderno, las «expectativas») cobran una autonomía con respecto a los procesos de producción reales.

Determinada de esta forma la rentabilidad mínima esperada, nadie se mostrará dispuesto a obtener un interés inferior que el esperado en circunstancias normales tal como prometen las instituciones solventes. Este interés cierto y seguro se convierte en una barrera mínima a la rentabilidad con la que todo proyecto productivo debe contar. Si una empresa no llegase a obtener una rentabilidad compatible con este interés esperado, entonces quebraría, pues ningún acreedor estaría dispuesto a prestarle capital.

En efecto, aunque Marx no lo formule explícitamente, el énfasis puesto en la confianza en recuperar un «equivalente [que] sólo aparecerá en el futuro»21 apunta a una teoría de las expectativas. Sin embargo, del mismo modo que el análisis de Marx sobre el dinero se aleja completamente del ofrecido por el enfoque neo-clásico, esta teoría de las expectativas es completamente distinta de la que puede encontrarse en los manuales de macroeconomía. Para Marx, las expectativas nunca pueden ser «racionales»22 y no pueden serlo porque la propia dinámica del capital no lo es.

La expansión del capital (y con él del modo de producción capitalista) impone su ritmo y sus requisitos a toda la sociedad. Mientras que en el enfoque de «expectativas racionales», que influyó decisivamente en diseñar la política económica de la llamada «revolución conservadora» de los años 80, se asume que los agentes no pueden cometer errores sistemáticos, porque ya conocen las leyes naturales de la actividad económica, para Marx, las expectativas son una promesa, una confianza en que el capital ofrezca una determinada rentabilidad y como toda promesa puede materializarse o no.

Pero, precisamente, la fuerza de esta promesa es que es el motor que hace expandir la producción y contratar fuerza de trabajo con vistas a obtener un plusvalor.23 Porque se cree que la promesa de una mayor rentabilidad se va a cumplir, se investigan adelantos técnicos, se instalan fábricas y se adoptan nuevas técnicas de organización. En suma, se configura un paisaje urbano e industrial completamente nuevo. En la medida en que estas expectativas se auto-realizan, el proceso seguirá su expansión. El problema es que tarde o temprano, este proceso expansivo se tropezará con unos límites ineludibles, porque en la nueva sociedad que ha contribuido a crear aflorarán problemas de índole político que no se pueden resolver mediante mayores expansiones del capital.

A continuación, vamos, pues a desarrollar más detenidamente este modelo de las crisis en Marx.24

El punto de partida de este modelo de ciclo económico hay que situarlo en el momento en que los propietarios o gestores del capital se fijan en una determinada zona, porque creen que allí se puede obtener una mayor rentabilidad para su capital. Este optimismo sobre el potencial económico de la zona puede deberse a varias razones, una buena localización geográfica, la concentración de sus principales suministradores, la calidad de las infraestructuras, los bajos costes laborales, una actitud cooperativa por parte de las autoridades, etc.25

El caso es que, con la promesa de una mayor rentabilidad, los propietarios de capital se muestran dispuestos a emprender proyectos en la zona, ya sea mediante una participación directa en empresas que ya operan en la zona o, mediante la concesión de un crédito a las mismas.

La inyección de nuevos capitales tiene un efecto expansivo sobre la economía. Los negocios ya establecidos pueden tener más pedidos abasteciendo a los nuevos proyectos. Del mismo modo, los habitantes de la zona pueden encontrar trabajo en los proyectos recién emprendidos, que se encuentran ávidos de fuerza de trabajo. Si todo va según lo previsto, es decir, si las promesas de mayores beneficios se van cumpliendo, entonces la zona servirá de imán a más inversiones.

Muy probablemente, la población autóctona no basta para satisfacer toda demanda de mano de obra que requieren los nuevos proyectos, por lo que se tendrán que ofrecer salarios más altos para atraer a trabajadores. Marx acuño el término de «ejército industrial de reserva» para explicar la constante necesidad del capital de disponer siempre de una abundancia de mano de obra para tener cubierta en la medida de lo posible la demanda de fuerza de trabajo.

En una situación de auge económico, como la que estamos describiendo, dada la relativa escasez de la población para trabajar con respecto a las necesidades del capital, con el consiguiente riesgo de paralización del crecimiento, se van a poner en marcha amplios procesos migratorios. Del campo a la ciudad, de regiones o incluso de países lejanos, atraídos por la esperanza de mejores salarios, se desplazarán masas enormes de trabajadores y posteriormente de familias enteras hacia los nuevos centros de expansión.

La expansión del capital ha reconfigurado, pues, de una manera radical la fisonomía de la zona. La población está viviendo tiempos vertiginosos de urbanización e industrialización masivas. Los flujos continuos de dinero parecen dar la razón a los que apostaron por el potencial económico de la zona.

Sin embargo, aunque el capital esté creando una ciudad nueva (o si se quiere una sociedad nueva), eso no significa que sepa ocuparse de los problemas políticos que empiezan a brotar. En efecto, la vida en sociedad es algo más que la aglomeración de un conjunto de individuos sin ningún contacto entre sí. Por el hecho de vivir sobre el mismo territorio, en los mismos edificios, de compartir las mismas calles, de trabajar o de buscar trabajo en las mismas empresas, de estar sometidos a las mismas leyes, los individuos tienen que crear un espacio público, un espacio donde hacer oír su voz y debatir los problemas que afectan a todos de una manera colectiva.

La salud, por ejemplo, no es un asunto individual, que sólo atañe al modo de vida particular del individuo. La salud es un problema que debe debatirse y tratarse de una manera colectiva, pues los riesgos a la misma proceden de ámbitos que están más allá de las decisiones personales que pueda tomar un individuo. La salud tiene que ver con las condiciones medio-ambientales del entorno en que viven los individuos, con la calidad de su alojamiento, con el tipo de maquinaria que se utiliza en el puesto de trabajo.26 Las salud es, pues, un problema colectivo, porque difícilmente un individuo puede permanecer sano si el resto de la sociedad está enfermo.

Igualmente, el nuevo espacio urbano creado por la expansión industrial presenta problemas de otra índole que también son problemas colectivos. Problemas sanitarios, sin duda, pero también problemas de transporte, de equipamiento urbano (parques, hospitales,…), problemas ecológicos, etc. Se presenta también otro problema que está también relacionado con todos los anteriores: la sensación de impotencia que aflige a los individuos del nuevo espacio urbano, la sensación de que sólo son los apéndices de una maquinaria que no pueden controlar. Como en el caso de la salud, un individuo no puede sentirse autónomo, dueño de su propio destino, si las personas más allegadas se sienten piezas prescindibles de un engranaje.

Este cúmulo de problemas sociales trastorna la confianza optimista en la que se ha basado la expansión del capital, porque estas inquietudes no entraban originalmente en sus cálculos. Y no pueden entrar, porque se trata de problemas políticos, de problemas que exigen debates públicos y, por tanto, en primer lugar, una toma de conciencia, luego, la formulación de propuestas y, finalmente, un debate donde se puedan percibir todas las facetas de la realidad.27 A diferencia de los problemas económicos, del tipo de minimizar costes o de racionalizar el uso de un recurso, los problemas políticos no tienen una solución tan simple, porque en ellos de lo que se trata es de convencer de la legitimidad de las propias aspiraciones. El resultado de un debate, si se da entre adultos libres, nunca se puede predecir de antemano.

De modo que el capital, comprometido con ofrecer una rentabilidad dada, se ha tropezado con toda esta serie de problemas. Desde un punto de vista meramente económico, estos problemas políticos pueden desembocar en a) un aumento de los salarios por parte de unos trabajadores más conscientes de sus derechos, b) un aumento de la renta de la tierra, al ser cada vez más difícil encontrar terrenos nuevos donde edificar más fábricas, c) la amenaza de una subida de impuestos sobre las empresas para sufragar gastos sociales y/o policiales, d) un aumento del tipo de interés o una mayor dificultad en renovar los préstamos ante la creciente inquietud de los acreedores que temen el cariz que están tomando los acontecimientos, y e) una combinación de todas las anteriores.

Ante las crecientes amenazas que se ciernen sobre la rentabilidad del capital, sus dueños pueden combinar dos opciones, perfectamente compatibles, o bien, una huida del capital hacia zonas donde la rentabilidad no se perciba amenazada, lo que generaría una desindustrialización en la zona que queda abandonada, o bien una substitución de fuerza de trabajo por maquinaria, pues esta última es ahora relativamente más barata que la primera.28

En ambos casos, se produciría un aumento del paro (o en términos marxistas, un aumento del «ejército industrial de reserva»), siendo probable que esto ejerza una fuerte moderación sobre los salarios y, a la postre, sobre los precios y el tipo de interés. En este nuevo escenario, se recuperaría la confianza en una mayor rentabilidad y, de nuevo se pondría en marcha el ciclo económico.

  1. La miseria del «economicismo». Una reflexión sobre la industrialización estalinista.

El punto clave que conviene retener de este modelo de ciclo económico expuesto en el apartado anterior es que la crisis estalla ante la incompatibilidad de las promesas, o, en términos más modernos, de las expectativas, y los problemas de tipo social y político que genera toda expansión industrial y urbana de envergadura.29 Por un lado, los propietarios del capital exigen una rentabilidad dada, no inferior a la que obtendrían en inversiones supuestamente seguras. De este modo, el trabajo, la tierra y la maquinaria, en suma, todos los recursos productivos tienen que amoldarse al ritmo que presumiblemente satisfaga con mayor holgura las exigencias de rentabilidad. Por otro lado, por muy vitales que sean para garantizar una vida en sociedad, todas aquellas actividades extra-económicas (ya sea el cuidado de los niños y ancianos, el cultivo de las amistades personales, el disfrute del ocio o el fomento de la imaginación y la sensibilidad) que, desde un punto de vista meramente económico, no reportan un beneficio tangible, o son irrelevantes o son una traba para la expansión económica.

Las actividades mencionadas en el párrafo anterior no son reducibles a una lógica económica. En la amistad, por ejemplo, el mero hecho de plantear la pregunta, «¿los beneficios que voy a conseguir por entablar una amistad con este señor superará los costes que acarrea una operación de este tipo?» destruiría ese elemento recíproco y desinteresado que debe existir siempre entre amigos. Algo parecido pasa con los modales de urbanidad: una persona que sólo muestra sus buenas maneras con sus superiores o con sus clientes es una persona sin modales de ningún tipo.

Lo que caracteriza este tipo de actividades es que son actividades que no se pueden realizar de manera individual. La familia o la amistad requieren de la presencia de otros. Cultivar la sensibilidad implica, entre otras cosas, poder expresar y compartir sensaciones con otras personas. Se trata, en suma, de actividades con una dimensión social, pues requieren del concurso de otros, que aporten otras visiones, otras inquietudes, otras visiones del mundo que compartimos. Se puede decir, que, por ello, son actividades «políticas», pues para su realización las personas deben ser capaces de haberse puesto en contacto entre sí, de haber establecido unos vínculos voluntarios y duraderos entre ellas, que contribuyan a dotar de sentido al mundo en que vivimos y a despertar la curiosidad por el mismo.30

Y evidentemente, si se quiere que estas relaciones florezcan, habrá que habilitar espacios donde puedan tener lugar, espacios como escuelas, guarderías, salas de música, parques, bibliotecas, centros de debate e intercambio de ideas. En contra de algunas utopías libertario-capitalistas, estos espacios no pueden dejarse sólo en manos de iniciativas privadas, porque en ese caso entrarán inevitablemente consideraciones económicas que terminarían imponiendo la lógica del máximo beneficio. De alguna manera, estos espacios deben quedar protegidos de la competencia económica.

Es en este punto donde hay que entender una tensión que ha atravesado permanentemente el pensamiento de Marx. Por un lado, Marx es plenamente consciente de que el hombre es el ser social por naturaleza, que necesita de la presencia y de la compañía de otros para ser verdaderamente humano.31 Marx se mofa de las «robinsonadas» del utilitarismo inglés, que sólo conciben al hombre como un individuo aislado, cuyos gustos se forman independientemente de sus semejantes.

Pero, por otro lado, Marx privilegia el estudio de las relaciones económicas, es decir, de aquellas relaciones cuyo objetivo es la transformación del entorno mediante la utilización más eficiente de los recursos disponibles. Existe un riesgo de creer que las únicas relaciones entre personas dignas de consideración son las económicas.32 En ese caso, se cae en el mismo delirio que el de las «expectativas racionales» que veíamos anteriormente.

En efecto, si se considera que los únicos problemas dignos de interés son problemas de tipo económico, entonces, las autoridades públicas sólo deben plantearse la siguiente cuestión: «¿cuál es el modo de producción más eficiente?», o, en otros términos, «¿cómo se debe organizar la sociedad para optimizar la producción de bienes y servicios?». Dentro de estos estrechos parámetros, el criterio para juzgar si las instituciones de las que se ha dotado una sociedad cualquiera son defendibles o no es brutalmente simple: si esas instituciones frenasen las fuerzas productivas, entonces son condenables. Si, por el contrario, permitiesen desarrollarlas al máximo, entonces la sociedad no tiene nada de que quejarse.

Nótese que con estos criterios un debate político democrático no tendría ningún sentido, pues quien tendría los elementos de juicio no sería el trabajador explotado o el ciudadano que vive en condiciones insalubres, sino el experto técnico, cuyos conocimientos le permiten ver el desarrollo de las fuerzas productivas en toda su amplitud sin que «sentimentalismos» de ningún tipo le nublen la vista.

Formulada de una manera tan franca, por muy aberrante que parezca, esta ideología, por así llamarla, «economicista» presenta una serie de ventajas obvias. La primera, que arroja luz sobre problemas reales que afligen a los ciudadanos. La escasez, la falta de medios, la vulnerabilidad ante catástrofes naturales no son elucubraciones intelectuales, sino amenazas a la supervivencia de los individuos. Por ello, es normal que todo pensamiento que aspire a una relevancia práctica debe interesarse por la dinámica del crecimiento económico. Es exigible a toda autoridad pública (y máxime en situaciones de urgencia) que asigne recursos con responsabilidad.

La segunda ventaja es que es simple, e incluso simplista, lo que significa que permite eludir cuestiones más incómodas. Así, enfrentadas a múltiples desafíos que superan su capacidad, el «economicismo» ofrece a una tranquilidad de ánimo a las autoridades. Ante el deterioro del medio ambiente, ante la explosión caótica de las ciudades, ante la insuficiencia de las infraestructuras públicas, ante la inestabilidad política, ante las desigualdades sociales, ante las emergencias sanitarias, plagas que desgraciadamente atenazan a las sociedades más pobres, el «economicismo» es un bálsamo que infunde confianza a quienes lo prueban. Encontrada la llave de un crecimiento económico rápido, se resolverán los problemas más apremiantes y, así, el resto se irán automáticamente superando.

La tercera ventaja innegable es que brinda un enorme protagonismo a los técnicos. Todo estado moderno necesita de sus técnicos y necesita contar con su competencia profesional para asignar racionalmente recursos. El problema surge cuando se aplican criterios técnicos para zanjar cuestiones políticas, cuando se cree que los técnicos, en virtud de su calidad profesional, son capaces de sustraerse a las pasiones ideológicas, que oscurecen el camino correcto para alcanzar al mayor bienestar posible de la sociedad.

Por todas estas razones, podemos encontrar planteamientos «economicistas» en prácticamente todos los gobiernos, ideologías y partidos del mundo contemporáneo. Por supuesto, en el movimiento socialista también, tanto en su versión social-demócrata, como en su versión comunista. Sin embargo, quizá sea el estalinismo donde se haya dado la variante de «economicismo» más caricaturesca. Especialmente delirante fue el fenómeno conocido como «zhdanovismo», término acuñado en honor de Andrei Zhdanov, quien promulgó la doctrina del «realismo socialista» para el arte y la literatura en el congreso de escritores soviéticos de 1934. 33

El «zhdanovismo» venía a significar el fin de toda experimentación artística y el encuadramiento de toda la producción cultural en aras de la construcción del socialismo, que, en la concepción de Stalin, consistía en el desarrollo prioritario de la industria pesada. Los escritores y artistas pasaban a ser «ingenieros de almas», cuyas obras debían ser edificantes para los trabajadores, de manera que, imbuidos de buenos ejemplos, aumentasen su dedicación y empeño. El «zhdanovismo» está íntimamente ligado al modo de ejercicio del poder de Stalin y al tipo de industrialización que apadrinó: una industrialización rápida, masiva y voluntarista.

La industrialización de tipo estalinista es uno de los casos de «economicismo» más desaforados de la historia.34 Aunque la idea que estaba detrás de este tipo de industrialización hoy en día haya quedado completamente obsoleta, resultaba convincente en el contexto finales de los años 20 del pasado siglo. Esta idea consistía en la creencia de que un país soberano y líder debía disponer cuanto antes de una poderosa industria pesada con la que mejorar el nivel de vida de las generaciones futuras y hacer frente a los enemigos exteriores. Para ello, los responsables políticos fijaban una serie de objetivos cuantitativos (producción de acero, producción de trigo, etc…) que las diferentes unidades productivas debían cumplir a toda costa. Daba igual que los objetivos fueran completamente demenciales y irrealistas. Lo que se esperaba era que con un esfuerzo enorme de la población se liberasen las energías latentes de la sociedad y echaran a andar grandes complejos industriales, que en los países desarrollados se había tardado décadas en construir.

Conviene insistir en que un esfuerzo movilizador de este tipo hubiera requerido una gran coordinación entre las distintas ramas productivas y las agencias gubernamentales. Pero las autoridades soviéticas no «planificaban», sino que simplemente dictaban unos objetivos, que todos los miembros de la sociedad debían afanarse en alcanzar. Estos objetivos estaban basados en la esperanza de éxitos rápidos y arrolladores que, a su vez, impulsarían éxitos en otros sectores y así sucesivamente.

Así, la colectivización y mecanización de la agricultura soviética estuvieron presididas por el supuesto de que estos procesos generarían una gran abundancia de cereales con los que alimentar al campo y unos centros urbanos en plena expansión. En la práctica, sucedió justo todo lo contrario. De igual modo, las metas fijadas en otros terrenos rara vez se cumplían, desencadenando serios problemas de abastecimiento en ciudades que estaban creciendo a marchas forzadas.

En este contexto, es especialmente relevante recordar que Stalin se hizo con la secretaría del Partido Comunista mediante una serie de maniobras y de intrigas políticas, lo que le indujo a pensar que, si con dichos métodos habían alcanzado al poder, también por medios similares podía ser desalojado. Aunque en realidad, su poder jamás se vio seriamente cuestionado, Stalin sentía una gran desconfianza hacia todos sus colaboradores, porque le asediaba la sospecha de que las fuerzas que le habían apoyado podían fácilmente volverse en su contra. La industrialización de la Unión Soviética se convirtió en un objetivo prioritario no sólo por cuestiones de estrategia, sino también porque Stalin se había comprometido plenamente con ella y cualquier retraso, cualquier vacilación, podía sembrar dudas sobre la capacidad del máximo líder de atender a sus compromisos.

Sin embargo, a medida que se aceleraba la industrialización y urbanización, problemas de todo tipo se acumulaban ante la impotencia e incapacidad de las autoridades. Reconocer que el proceso industrial iba demasiado deprisa y que sería preciso replantearse los objetivos era impensable en el sistema estalinista, pues eso equivaldría a poner en duda su capacidad como gobernante y su legitimidad. La paradoja es que más industrialización no traía más armonía, sino mayores tensiones, a las que las autoridades respondían con más industrialización. Como las metas a las que se aspiraba resultaban inalcanzables y el sistema político no estaba dispuesto a aceptar la menor crítica, entonces, sólo quedaba una explicación para dar cuenta de todos los fracasos y retrasos, la existencia de traidores emboscados que estaban saboteando la carrera de la industrialización.

Dada la incapacidad del sistema político estalinista de recibir críticas, pues con ello se temía que se resquebrajase su confianza y su autoridad, la industrialización soviética de los años 30 estuvo acompañada de lo que Moshe Lewin ha llamado acertadamente «paranoia sistémica».35 La creencia de que las dificultades y desastres que iban sacudiendo la industrialización eran obra de agentes que se escondían en todas partes, incluso en altas esferas, alimentaba constantemente la búsqueda de culpables. A su vez, el propio caos de la industrialización reforzaba esta paranoia. El sistema soviético necesitaba de manera apremiante de cuadros competentes para llevar a cabo el proceso, quienes, formados muy apresuradamente, se revelaban incapaces de controlar los desbordamientos del sistema, por lo que, a los ojos de Stalin, aparecían como enemigos saboteadores, quedando así marcados como potenciales víctimas de purgas. Pero, recíprocamente, las depuraciones agravaban los problemas y adicionalmente la paranoia.

Tras la muerte de Stalin, en 1953, la sociedad soviética estaba exhausta como consecuencia de un brutal proceso de industrialización, de la «paranoia sistémica» del sistema político, y de la agresión de la Alemania nazi. Las nuevas elites gobernantes eran plenamente conscientes de ello y de que con un estilo de gobierno paranoico jamás conseguirían ni estabilizar al país ni, por añadidura, su propia situación. Por ello, siguieron siendo igual de «economicistas» e igual de impermeables a las demandas populares, pero adoptaron una actitud más pragmática, o, si se quiere, más cínica, en cuanto al logro de los objetivos económicos.

De todos modos, este nuevo pragmatismo se demostraría incapaz de comprender las nuevas aspiraciones de una sociedad urbana, más cualificada que las generaciones precedentes, y poco a poco iría perdiendo totalmente el control de la economía. El sistema post-estalinista no suscitaría la adhesión de sus ciudadanos, pues le resultaba imposible movilizar ideológicamente a estos últimos o garantizar un bienestar material comparable con el de sus inmediatos rivales capitalistas. Paulatinamente, el desencanto y la pérdida de confianza irían corroyendo el sistema desde dentro hasta su implosión final en 1991.36

  1. Más allá del «economicismo».

Sin duda, el estalinista es uno de los ejemplos de «economicismo» más desquiciados de la historia, de una incapacidad absoluta para permitir que los ciudadanos comunes se organicen autónomamente y expresen sus dudas, sus temores y sus críticas sobre las implicaciones del desarrollo económico e industrial, aunque ello implique detener su ritmo. Aunque eso signifique que las autoridades puedan ser recusadas por ciudadanos que no están convencidos del fundamento de sus objetivos.

El modelo de ciclo económico que he presentado en el tercer apartado es de especial relevancia, porque aporta elementos que permiten romper con ese espíritu tecnocrático. La actualidad de este modelo estriba en que subraya una radical incompatibilidad entre las promesas que se hacen los iniciadores del proceso productivo y las nuevas demandas sociales que lo acompañan.

Cuando se inician proyectos económicos que se espera sean más rentables que los precedentes, se van a adoptar nuevas tecnologías o nuevos métodos de organización, cuyas consecuencias sociales y medio-ambientales no son conocibles de antemano, precisamente porque todavía no se conoce la opinión de aquellos que las van a experimentar directamente, los trabajadores y sus familias. Pero, una vez que el emprendedor se ha comprometido a ofrecer una rentabilidad determinada, por muy descabellada que sea esta promesa, debe recurrir entonces a todos los medios necesarios para producir y vender las mercancías.

Surge aquí pues la cuestión de qué medios son lícitos para alcanzar esa rentabilidad. ¿Se puede emplear amianto o sustancias tóxicas? ¿Se pueden aplicar castigos físicos para estimular el rendimiento de los trabajadores? ¿Se puede invadir la vida privada de las personas? ¿Se puede presionar a la autoridad pública para que cambie las leyes o sobornar a los funcionarios para poder esquivarlas?

Al igual que en la tragedia griega, el capital atraviesa una etapa de máxima arrogancia, en la que se ha alejado de todo límite humano y cree por ello que puede moldear la sociedad a su antojo. Por tanto, se emplea a fondo para eliminar todas las trabas que frenan su expansión. Pero, a la arrogancia, sigue el castigo, porque los destrozos se acumulan en forma de daños sobre las personas o el medio ambiente o en forma de inestabilidad política. Aunque la sociedad no llegue a organizarse políticamente para defenderse, de una manera o de otra estos costes terminarán planeando sobre todos los implicados, arrojando una sombra sobre la posibilidad de alcanzar la rentabilidad prometida y la capacidad de que el capital cumpla sus compromisos.

Evidentemente, se puede hacer una lectura «economicista» del modelo. Se puede, por ejemplo, pensar que el ciclo económico puede ser manejado con políticas macroeconómicas. Es decir, si la economía se está expandiendo en exceso, el gobierno puede aumentar los impuestos y subir los tipos de interés para evitar un exceso de confianza que se terminaría pagando. A la inversa, si la economía está en depresión, el sector público puede reducir los tipos de interés y expandir el gasto para permitir la recuperación económica.

Igualmente, desde una perspectiva más ortodoxa, se puede pensar que el ciclo económico es el resultado de un descontrol de las presiones inflacionistas. Desde esta perspectiva, como los agentes maximizan en todo momento su utilidad, por tanto, en una situación de pleno empleo los trabajadores no se verían concernidos por la amenaza de perder su empleo, por lo que pedirían infinitos aumentos salariales, que desembocarían en inflación. De acuerdo con este enfoque, el pleno empleo que acompaña a una vigorosa expansión económica se traduciría en insoportables presiones inflacionistas que precipitan la fase de crisis, por lo que es conveniente prevenir el fortalecimiento de los sindicatos y de los gastos sociales que inhiben los mecanismos competitivos del mercado.

Ante fenómenos de fluctuaciones económicas, que se observan en todas las economías, se pueden realizar dos lecturas economicistas como las que he mencionado. Si reducimos a Marx al papel de un mero precursor de las teorías del ciclo económico, entonces su investigación no sería más que un anticipo de teorías más actuales y por tanto su estudio sólo sería recomendable como curiosidad erudita.

Sin embargo, el interés que despiertan las reflexiones de Marx es otro. Cuando lo que se está negociando no son objetos tangibles, reales, sino, como sucede en los mercados financieros, promesas de un beneficio futuro, siempre existirá el riesgo de que los negociadores pierdan el contacto con la realidad y se dejen seducir por espejismos de flujos de ganancias ilimitados al alcance de la mano con un mínimo esfuerzo. Por muy fantasiosas que sean, estas representaciones juegan un papel clave a la hora de determinar las rentabilidades exigidas.

Un economista ortodoxo respondería que, si los agentes han cometido fallos de percepción, ya se encargarán los mercados de corregirlos. Según él, el fracaso de la experiencia soviética fue el resultado de la supresión del mercado. Sin embargo, el estudio del estalinismo es relevante, porque en la industrialización de los años 30 del siglo pasado también se estaba pensando en promesas, en este caso, no tanto de flujos de dinero, como de una avalancha de bienes y servicios, una vez concluido el proceso. Pero, de igual modo que en la mente de un dictador aislado anidan quimeras, también en mercados financieros que han perdido todo contacto con la realidad se producen monstruos.

Por muy desarrollados que estén los mercados, que una promesa resulte fundada o no es algo que sólo puede saberse a posteriori, después de haber puesto en marcha el proceso productivo. Mientras los gestores crean que esa promesa tiene posibilidades de materializarse, combinarán todos los medios posibles para que el flujo de beneficios esperados se haga realidad.

Ya se ha señalado cómo estos procesos productivos engendran consecuencias que no son sólo económicas, que no sólo afectan a los trabajadores contratados, sino a la sociedad en su conjunto. De igual manera, el fracaso de las promesas que iniciaron estos procesos, también acarreará consecuencias que no sólo incumben a los firmantes del contrato original. Cuando las empresas son incapaces de entregar los intereses prometidos, el balance de los bancos se deteriora y la confianza en el sistema financiero se tambalea.

Cuanto mayor sea la discrepancia entre los beneficios esperados y los beneficios realmente obtenidos, mayor será la intensidad de la decepción y mayor será el daño causado a la reputación del sistema financiero. Con un sistema financiero seriamente tocado, los agentes huyen del dinero crediticio, buscando valores seguros y paralizando completamente el sistema productivo.37

En este escenario, es completamente ilusorio pensar que la autoridad pública va a permanecer discretamente al margen, esperando que el mercado se auto-regule. El problema es que en situaciones de emergencia es imposible saber no sólo cómo van a reaccionar los gobernantes, sino más aún cuán sólidas son las instituciones políticas y sociales del país. En países con instituciones frágiles, el riesgo de una depresión brusca e imprevista es que se destruyan las reglas de juego de las que tan afanosamente se ha dotado la propia sociedad.

Por ello, la lección que puede extraerse del modelo de ciclo económico de Marx es que no se pueden plantear las cuestiones económicas ignorando el contexto social y político. Las fluctuaciones económicas según Marx no es algo que se pueda gestionar mediante políticas macroeconómicas o mediante la desregulación del mercado de trabajo. El ciclo económico se alimenta de las fantasías del capital y la sociedad debe protegerse para que estas fantasías no la enreden, arrastrándola a la ruina cuando se revelen imposibles.

Llegados a este punto, es importante detenerse en el papel que, desde la muerte de Marx, ha jugado el reconocimiento del derecho a la negociación colectiva como mecanismo de defensa de la sociedad frente a las quimeras del capital. El derecho a la negociación colectiva implica reconocer que el mercado de trabajo es un mercado especial, que el contrato que firman el empresario y el trabajador no sólo les incumbe a ellos, sino también al resto de trabajadores, como mínimo, a los de la propia empresa. Por tanto, debe reconocerse la existencia de sujetos colectivos autónomos, como los sindicatos, para negociar las condiciones y remuneraciones del trabajo.38

El derecho a la negociación colectiva garantizaba, pues, que los trabajadores dispondrían de un espacio propio donde formar su opinión y desde el cual hacer oír su voz sobre las condiciones en las que trabajaban y vivían. Cuando los sindicatos estaban animados por una ideología propia, que a veces chocaba frontalmente con las ideas hegemónicas, el derecho a la negociación colectiva implicaba aceptar la legitimidad de esta otra ideología, así como la autonomía de quienes la compartían. Entonces, las victorias conseguidas por un movimiento sindical, cuya legitimidad se basaba en su autonomía, en una visión del mundo propia, eran percibidas por parte de sus representados, no como una graciosa concesión del gobierno o la patronal, sino como logros propios.

Así, los trabajadores sentían que sus sindicatos realmente les representaban y que las instituciones políticas y sociales del país que estaban contribuyendo a formar no eran unas imposiciones externas, o una estrategia para embaucarlos, sino instituciones que también eran suyas. De este modo, la posibilidad de participar activamente en la vida pública y de poder formular propuestas relevantes sin manipulaciones de ningún tipo permitía implicarse plenamente en la deliberación de los asuntos públicos y desarrollar el sentimiento de pertenecer a una sociedad.39 Como muy bien explica Alain Supiot, la negociación colectiva transforma unas relaciones originariamente de conflicto, de fuerza en relaciones civilizatorias de derecho, que crean jurisprudencia, impulsando la legislación social.40

Igualmente, la existencia de organizaciones de clase que disponían de mecanismos para ser autónomos y que estaban orgullosos de serlo ejercía un fuerte contrapeso a la hora de establecer la rentabilidad esperada del capital. Podemos decir que esta dinámica frenaba la arrogancia del capital, al obligarle a ver una faceta de la realidad que de otro modo hubiera ignorado. Así, la presencia de un movimiento sindical independiente marcaba una serie de límites claros a los métodos y técnicas que se podían aplicar dentro del lugar de trabajo, lo que permitía una evaluación más sobria y realista de los procesos productivos y de sus beneficios esperados.

Sin embargo, desde mediados de los años 70 del siglo pasado, el panorama se ha modificado sustancialmente. La mayor movilidad del capital, la revolución de las tecnologías de la información, la decadencia del sector industrial y el auge de los servicios, el hundimiento del «socialismo real», la ofensiva neo-liberal y una economía que se ha globalizado sin órganos políticos o jurídicos de ningún tipo, todos estos factores han contribuido a debilitar los mecanismos de defensa de la sociedad frente a los sueños desbocados de beneficios futuros infinitos.

Volviendo a las reflexiones sobre la tragedia con las que iniciábamos este artículo, la eliminación de los grilletes que lo ataban a la tierra ha desatado la arrogancia de un personaje trágico, que no es un ser de carne y hueso, sino un sujeto anónimo e impersonal, el capital. Dejado a sí mismo, este protagonista reproducirá ciclos económicos como los estudiados por Marx y los seres humanos estarán encerrados en trampas, que ellos mismos alimentan sin quererlo, como personajes de Bertolt Brecht. Urge, pues, crear mecanismos a escala mundial que impidan a las fantasías del capital prolongar un estadio de delirio.

Notas

1 La reflexión más importante sobre el significado de la tragedia se encuentra en la Poética de Aristóteles. No obstante, este artículo está sobre todo influido por el magistral análisis de Augusto Boal, quien también extiende su estudio al teatro de Bertolt Brecht. Véase Augusto Boal, Théâtre de l´oppimé, (1975), edición francesa en La Découverte, París, 1996.

2 Una interpretación excelente de Antígona se encuentra en el ensayo de Cornelius Castoriadis «Anthropogonie chez Eschile et l´autocréation de l´homme chez Sophocle», publicado en Figures du pensable, Éditions du Seuil, 1999.

3 «Will all great Neptune´ s ocean wash this blood clean from my hand? No, this my hand will rather the multitudinous seas incarnadine making the green one red.»

4 Terry Eagleton en The Idea of Culture (Blacwell, Oxford, 2000) ofrece un análisis muy brillante de la filosofía que está detrás de El rey Lear. Véanse pp. 97-111.

5 Véase Louis Dumont, Homo Aequalis , 1977, Galimard, 1985 .

6 David Simpson, «Are We There Yet?», London Review of Books , 17 de febrero de 2005.

7 El análisis marxista del dinero se encuentra en el capítulo III del libro I de El Capital , (1867), edición española de Siglo XXI, 1984. Marx retomará, de todos modos, el estudio del dinero en el Libro III (1894), siendo de especial relevancia los capítulos XXXII, XXXIII, y XXXV.

8 Marx lo enuncia así «[La] existencia funcional dinero absorbe su existencia material». El Capital ,   Libro I (1867), pp. 157-8.

9 «El crédito (…) desplaza al dinero y usurpa su lugar. Es la confianza en el carácter social de la producción la que hace aparecer la forma dineraria de los productos como algo solamente evanescente e ideal, como una mera representación. Pero no bien se conmueve el crédito (…), entonces toda la riqueza real debe transformarse súbita y efectivamente en dinero, en oro y plata.». El Capital, Libro III, (1894), pp. 739.

10 El Capital, Libro I, pp. 139-140.

11 En su novela Viaje al fin de la noche , Louis-Ferdinand Céline describe a dos corruptos militares de una guarnición colonial. El teniente Grappa se dedica a extraer el tributo de los indígenas mediante la violencia, mientras que el sargento Alcides vende a la tropa nativa tabaco a crédito, de manera que estos últimos tienen que producir mercancías para saldar las deudas que han contraído con el sargento. Como observa sarcásticamente el narrador, «(…) había espacio para dos sistemas de civilización, el del teniente Grappa, más bien a la romana, que azotaba al sometido para sacarle el tributo, del que retenía, según Alcides, una parte vergonzante y personal, y luego el sistema Alcides propiamente dicho, más complicado, en el cual se discernían ya los signos del segundo estadio civilizador, el nacimiento en cada fusilero de un cliente, combinación militar-comercial, en suma, bastante más moderna, más hipócrita, la nuestra». Louis-Ferdinad Céline, Voyage au bout de la nuit , (1932) edición de Gallimard, 1996, p. 156.

12 El Capital, Libro I, p. 161.

13 Véanse pp. 159-164.

14 En términos microeconómicos, Marx parte de que, en mayor o menor grado, todos los agentes están sometidos a restricciones de crédito. Las restricciones de crédito no son un caso particular que afecta a algunos hogares, sino que, al revés, no poder acceder ilimitadamente al crédito para financiar el consumo presente es el estado normal de la mayoría de los hogares, tanto más cuanto más modesta sea su posición económica. Como curiosidad, para un modelo que formaliza de forma muy penetrante estos argumentos, véase Angus Deaton, The Analysis of Household Surveys, The World Bank, Johns Hopkins University Press, 1997, en particular el capítulo 6, «Saving and Consumption Smoothing», pp. 363-372.

15 El Capital, Libro I, p. 161.

16 Id., p.162.

17 I d., p.170

18 El Capital, Libro III, p.740.

19 El Capital, Libro III, pp. 665-6

20 El Capital, Libro III, p.762-3.

21 El Capital , Libro I, p.170.

22 Sobre «expectativas racionales», véase Robert E. Lucas, «Some International Evidence on Output- Inflation Tradeoffs», American Economic Review, vol. 63, junio 1973; Thomas J. Sargent y Neil Wallace, «´Rational´ Expectations, the Optimal Monetary Instrument, and the Optimal Money Supply Rule», Journal of Political Economy , vol. 83. abril 1975; Robert E. Lucas, «Principles of Fiscal and Monetary Policy», Journal of Monetary Economics, vol. 17, enero 1986

23 «La fuerza de trabajo no se compra aquí para satisfacer, mediante sus servicios o su producto, las necesidades personales del comprador. El objetivo perseguido por éste es la valorización de su capital, la producción de mercancías que contengan más trabajo que el pagado por él, o sea que contengan una parte de valor que nada le cuesta al comprador y que sin embargo se realiza mediante la venta de las mercancías. La producción de plusvalor, el fabricar un excedente, es la ley absoluta de este modo de producción». El Capital, Libro I. p.767.  

24 Este modelo de las crisis se encuentra explicado en el Lbro I, sobre todo en los cuatro primeros epígrafes del capítulo XXIII, «La ley general de la acumulación capitalista». También se pueden leer apuntes muy interesantes en la sección tercera del Libro III, «Ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia (véase en especial el capítulo XIV, «Causas contrarrestantes», para un esbozo de la teoría del ciclo económico). Como curiosidad, es preciso destacar que este modelo de ciclo económico ha sido formalizado mediante ecuaciones dinámicas por Goodwin, véase Meghnad Desai, «Growth Cycles and Inflation in a Model of Class Struggle», Journal of Economic Literatur , 1973, pp. 527-45, reimpreso en Desai, Macroeconomics and Monetary Theory. Edward Elgar, Cheltenham, 1995.

25 Para una reflexión sobre las implicaciones geográficas del modelo de ciclo económico de Marx, véase David Harvey, The Limits to Capital, Verso, Londres, 1999.

26 Friedrich Engels, La condición de la clase trabajadora en Inglaterra , (1845), edición inglesa Oxford University Press, 1999. E.P. Thompson, The Making of the English Working Class , 1963,edición de 1991 en Penguin Books. Angus Deaton (2005) «The Great Escape : A Review Essay on Fogel´s The Escape From Hunger and Premature Death «, NBER Working Paper No. W11308, disponible en internet http://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=714079. François Ewald, L´État Providence , 1986, Grasset, París, edición de 1994.

27 Hanna Arendt, Qu´est-ce que la politique? Seuil, París 1995.

28 El Capital, Libro I, pp.794-5.

29 Véase El Capital, Libro III, pp. 320-1, para una formulación de estos argumentos, aunque expresados con cierta ambigüedad.

30 Para unas reflexiones de este estilo, Hanna Arendt, op. cit.

31 Como Marx apunta en las Tesis contra Feuerbach, «La esencia humana no es una abstracción inherente al individuo singular. En su realidad efectiva, ésta es el conjunto de relaciones humanas».

32 Véase a este respecto el famoso prefacio de Contribución a la Crítica de la Economía Política. Louis Dumont, op. cit., ha advertido de este riesgo de una manera muy convincente y sutil

33 Terry Eagleton, Marxism and Literary Criticism , (1976), edición de Routledge, Londres, 1989.

34 Para un libro excelente sobre la Unión Soviética y su industrialización en los años 30, Moshe Lewin, Le siècle soviétique, (2003), edición francesa Fayard/ Le Monde Diplomatique.

35 Moshe Lewin, op. cit. pp. 109-14.

36 Marc Ferro, Naissance et effondrement du régimen communiste en Russie, Librarie Générale Française, 1997.

37 «[E] l propio dinero crediticio sólo es dinero en la medida en que representa absolutamente al dinero real en el importe de su valor nominal. Con el drenaje del oro, su convertibilidad en dinero -es decir, su identidad con el oro verdadero- se torna problemática. De ahí, las medidas coercitivas, el aumento del tipo de interés, etc., para asegurar las condiciones de esa convertibilidad (…) Una desvalorización del dinero crediticio (…) trastornaría todas las condiciones imperantes. Por ello se sacrifica el valor de las mercancías para asegurar la existencia fantástica y autónoma de este valor en el dinero. En general, como valor dinerario sólo se halla garantizado mientras lo esté el propio dinero. Por ello, es menester sacrificar muchos millones en mercancías a cambio de unos pocos millones en dinero. Esto es inevitable en la producción capitalista y constituye una de sus bellezas (…) Mientras el carácter social del trabajo se presente como la existencia dineraria de la mercancías y por consiguiente como una cosa situada fuera de la producción real, resultarán inevitables las crisis dinerarias, independientes de las crisis reales o como agudización de las mismas». El Capital, Libro III, pp. 665-6, énfasis en el original.  

38 Alain Supiot, Le Droit du Travail , Presses Universitaires du France, París, 2004.

39 Esta idea acerca de la importancia de los conflictos entre clases dominantes y clases subalternas para formar instituciones libres y, en consecuencia, ciudadanos celosos de su libertad fue formulada por Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Alianza Editorial, Madrid, 2003, en particular en los capítulos III y VI del Libro I. Para una discusión muy sugerente de esta cuestión aplicada al caso de los partidos y sindicatos comunistas en Europa Occidental, véase Étienne Balibar. L´Europe, l´Amérique, la guerre, La Découverte, París, 2003, edición de 2005, pp. 125-34.

40 Alain Supiot, op. cit., pp 85-6.

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