El autor nos comparte una reflexión sobre como en la cultura machista en la que vivimos la palabra de la mujer esta en permanente cuestionamiento y la del hombre no.
Creer es saber, no profesar; y cuando hablamos de creer en la palabra de alguien es porque entendemos que hay algo de cierto en ella y en su relato que la hace verdad y, por tanto, creíble sobre la certeza, no sobre la suposición. Por lo tanto, su integración como parte de unos hechos debe llevar a encontrar los elementos objetivos que permitan identificar los diferentes elementos de lo ocurrido y sacarlo del terreno subjetivo, así como definir las circunstancias de los sucesos que dieron lugar al relato.
Sin esa condición previa de tomar por cierto el testimonio la investigación será compleja y, con frecuencia, ineficaz, pues ante la más mínima dificultad será la duda o la negación de la palabra quienes tomen las riendas para detenerse en ese punto, en lugar de avanzar hasta el final.
Lo que está sucediendo alrededor del juicio a los integrantes de «La manada» por la violación denunciada, refleja esta situación que trata de potenciar la idea de «creer en lo ocurrido» en lugar de «conocer lo que ocurrió», puesto que las vías para llegar a uno u otro lado son muy distintas y están llenas de trampas, como ya vemos incluso antes de iniciar el trayecto.
El machismo ha jugado con la «palabra de los hombres» como el gran instrumento capaz de modelar la realidad aun en las condiciones más difíciles. Y para evitar conflictos y disputas interminables con quienes consideran y sitúan en un plano inferior, las mujeres, han completado su construcción con una doble merma en la palabra de ellas: por un lado le restan credibilidad por esa «incapacidad y debilidad intelectiva» que les atribuyen, y por otro, le suman perversidad y maldad para que junto al rechazo de su voz se una la crítica a su intención. Tres son los elementos principales que forman parte del mensaje sobre los que se construye su aceptación o su rechazo.
Por una parte, la persona que lo emite, por otra las circunstancias, y en tercer lugar, el propio relato o mensaje. Cuando nos enfrentamos a casos de violencia de género en sus distintas expresiones, entre ellas la violencia en las relaciones de pareja y la violencia sexual, las circunstancias juegan en contra de las mujeres que la sufren en sus tres componentes:
En primer lugar, porque la voz del hombre cuenta con la autoridad que se han dado a sí mismos a través de la cultura del machismo. La «palabra de hombre» ha sustentado tratos y acuerdos a lo largo de la historia y es presentada con solvencia y solidez, mientras que la de las mujeres se toma como falaz y egoísta. Da igual que la mayoría de las grandes traiciones, conspiraciones, corrupciones, estafas o felonías hayan surgido de la voz de los hombres para buscar su propio interés, al final las mujeres no tienen palabra y ellos las tienen todas, de la A a la Z.
En segundo lugar, las circunstancias que envuelven el relato de la violencia de género ya hacen aumentar el nivel de duda bajo el mito de la perversidad de las mujeres, el cual lleva a entender que este tipo de denuncias y el relato que las acompaña están cargadas de mentira y maldad con el objeto de dañar al hombre con el que comparten una relación, o al que encuentran en la calle en una noche de fiesta, y sin son cinco, pues con más motivo, puesto que «con una sola denuncia puede causar ese daño a varios hombres a la vez». El planteamiento puede parecer exagerado, pero es lo que vemos a diario bajo el argumento de las denuncias falsas.
Y en tercer lugar, los propios hechos (la violencia de género), también se vuelve en su contra, puesto que las circunstancias en que se produce, generalmente en el ámbito privado del hogar o en lugares oscuros y solitarios sin testigos que puedan aportar referencias objetivas, unido a la importante carga emocional con la que se viven esas agresiones y al trauma que originan, hace que se produzca una dificultad a la hora de fijar los recuerdos y de ordenar lo sucedido.
Estas características se reflejan en la propia declaración y son una evidencia de la violencia y del trauma ocasionado, pero en lugar de entenderse de ese modo, se interpreta en sentido contrario para decir que es «inconsistente» y que «se lo inventa sobre la marcha». La estrategia es perfecta y lo vemos estos días.
La simple denuncia ya es interpretada por una parte de la sociedad como un acto de mala fe, de hecho, el 0’9% de la población considera que forzar una relación sexual es aceptable en algunas ocasiones, y el 7’9% piensa que no es aceptable, pero que no siempre debe sancionarse a través de la ley (CIS, noviembre 2012). Y a partir de ahí, cada paso es interpretado sobre el significado que se da desde la construcción cultural que presenta a las mujeres como malvadas y mentirosas, y a los hombres «con palabra» y víctimas potenciales de las mujeres. Si no fuera así resultaría imposible el cuestionamiento sistemático de la palabra de las mujeres y la afirmación habitual sobre la mala fe de su comportamiento. Y sería imposible que dicho razonamiento se llevara a juicio, incluso con informes que «dicen demostrarlo».
Demostrar la violencia de género y las agresiones sexuales no es una cuestión de fe, sino de prueba, y para ello la investigación debe partir de los elementos aportados, entre ellos, y como referencia principal en un delito que se produce en la intimidad o en lugares solitarios, el testimonio de quien sufre esa violencia.
Sorprende que se dude de la palabra de una mujer cuando denuncia, que procesalmente no puede mentir, y que no se dude de los denunciados cuando lo niegan cuando ellos «sí pueden mentir» dentro del proceso.
Ante una violación no es cuestión de creer o no creer, sino de trabajar e investigar sin cuestionar la palabra de las mujeres ni criticarlas a ellas.