El otro día me hicieron una pregunta difícil: ¿qué queda en Chile de la Unidad Popular? No había intención de ofender. Era, sin duda, una pregunta sincera y, en cierto modo, esperanzada. De alguna manera, esta amiga esperaba que la respuesta fuera algo más que: «un vago recuerdo, mucho dolor». Me interpela la pregunta porque […]
El otro día me hicieron una pregunta difícil: ¿qué queda en Chile de la Unidad Popular? No había intención de ofender. Era, sin duda, una pregunta sincera y, en cierto modo, esperanzada. De alguna manera, esta amiga esperaba que la respuesta fuera algo más que: «un vago recuerdo, mucho dolor». Me interpela la pregunta porque todas las noticias que llegan desde Chile dicen una sola cosa: seguimos viviendo hoy, de manera cada vez más trágica, un viejo conflicto entre distintos proyectos de país.
Todas estas noticias proclaman lo ya sabido, que esta clase política trabaja para ciertos empresarios. Bajo su mandato. Guste o no. Y sea cual sea el cuento que cada cual se cuenta para seguir creyendo que su labor aporta algo al bienestar colectivo. Todas estas noticias hablan también de la enorme capacidad que tuvo el proyecto político de la dictadura para mantenerse y fortalecerse en democracia. Finalmente resultó que ese proyecto necesitaba libertad para operar mejor, para vender mejor, para enriquecer mejor, para empobrecer mejor, para dividir mejor, para controlar mejor, para seguir separando a la gente, para que nunca más en Chile volviera a haber unión entre los excluidos de siempre.
Porque primero fue el bombardeo. El crimen. El miedo. La promoción de una cultura del miedo y junto con las cárceles públicas junto con los centros clandestinos de detención se desarrolló otro tipo de cárcel: la de la casa propia bien cerrada y «no te metas porque podría pasarte lo mismo». Pero el pueblo chileno, que es tierno y rudo, no escucha bien. Le cuesta entender. Y entonces vinieron los años ochenta y se abrieron algunas puertas, mucha gente salió a la calle a reclamar por lo justo, a recobrar esa capacidad que todo pueblo tiene de organizarse a sí mismo, de hablar en nombre propio y de forjar, primero en la calle, su solidaridad. Uno puede preguntarse entonces: los que se aliaron para terminar con la dictadura, ¿vinieron a eso? ¿Querían eso? ¿No será más bien que se asustaron porque esta reorganización de los humildes, en los 80, les parecía mucho más peligrosa que la dictadura? ¿No será que esta reorganización podía dejarlos afuera, privarlos de su protagonismo? Sea como sea, ellos -aliados, concertacionistas- vinieron y el pueblo se replegó. Luego fue la cultura de la diversión y de la apariencia: no importa que no seamos felices, lo importante es parecerlo; no importa que no seamos ricos, lo importante es que otros lo crean. Y una vez más, muchos quedaron encerrados en esa otra célula que fue el miedo al fracaso, la búsqueda del éxito y la ambición personal.
Pacientemente, quienes gobernaron Chile durante los últimos 25 años renovaron y fortalecieron la gran ficción de la excepcionalidad chilena. Nuestro país fue citado en ejemplo prácticamente para todo. He aquí un país civilizado, estable, próspero. Esa ficción se está desmoronando. Una parte, una faceta de Chile se está desmoronando. Me adelanto y pregunto: ¿cuál es el Chile que está naciendo?
Porque otro Chile pugna por nacer. Un Chile que es nuevo y viejo a la vez. Toda una parte del país está clamando por sus derechos. Un día son los estudiantes movilizados por la implementación de una verdadera educación pública. Otro día son los mismos, acompañados por otros, que denuncian la violencia policial de un Estado que -desde 1973 en adelante- nunca dejó de criminalizar y de reprimir la legítima expresión del descontento. Otro día son también los ex presos políticos en defensa de sus reivindicaciones. Otro, tal o cual grupo de profesionales. Otro día la movilización es a favor de la Asamblea Constituyente y que no nos pasen gato por liebre.
Resulta llamativo: no hay líder que recoja este descontento ni su esperanza. Porque este descontento está lleno de esperanza y eso también es perceptible. No hay partido que organice las diversas reivindicaciones y las transforme en proyecto político. Sin embargo, los cimientos de ese proyecto están: diseminados en los muy diversos escenarios donde transcurre la protesta y el clamor por otro tipo de educación, por otro tipo de Constitución, por otro tipo de representantes políticos, por otro tipo de relación entre gobernantes y ciudadanos, por otro tipo de protección de los ciudadanos, de todos los ciudadanos y también de los trabajadores, activos o jubilados. En resumidas cuentas: el clamor por otro tipo de país: justo, solidario, inclusivo, formado, educado, soberano, libre, genuinamente democrático.
Falta la unión. La capacidad de lograr que trascienda la causa propia buscando el punto de encuentro, el punto en que coincidimos con otros. La capacidad de establecer puentes, de conectar personas y luchas, de hacer frente común entre una reivindicación y otra, para enfrentar este momento de Chile. Es cierto que este descontento y esta esperanza no tienen un líder y muchos lo ven como un problema. Yo me pregunto si esta falta aparente de liderazgo, de encuadramiento, no está anunciando una buena noticia dentro de este trágico descalabro. Y es la posibilidad de una nueva forma de conciencia, de una nueva forma de hacer política que le otorgue el protagonismo al colectivo, a las ideas, a las personas, a los ciudadanos que ya no están dispuestos a dejarse representar por quienes sirven los interesentes de los poderosos y solamente de los poderosos. O sea también la posibilidad de una nueva ética y práctica ciudadana que se nutre de todo lo que hemos vivido y de todo lo que no queremos vivir, en los diversos ámbitos donde transcurren nuestras vidas.
Amiga, usted me pregunta: ¿qué queda en Chile de la Unidad Popular? Yo le respondo: a lo mejor una sola cosa, su razón de ser, una causa justa. Por lo mismo, su antes, su durante y su después. Una experiencia de más de un siglo de luchas.