«Estos encontraban una serie de cuerpos desfigurados, esparcidos por el lugar, vestigios de un antagonismo social ciego y aniquilador. Dicha escena podía corresponder a algo absolutamente caótico y desordenado donde los cadáveres se encontraban desmembrados, diseminados o apilados por todo el lugar. Pero también era factible encontrar escenas donde existía un orden intencional, una verdadera […]
(María Victoria Uribe Alarcón, «Antropología de la Inhumanidad», 2004, p.92)
La llegada a Buenaventura deja de entrada un cierto sentimiento de desazón. Da la sensación que todos los edificios están a punto de caerse, enmohecidos, hongueados; a diferencia de otras partes de Colombia, se respira la desconfianza y el miedo… la sensación de abandono es evidente. Es increíble que la mayoría del comercio internacional de Colombia pase por ese puerto, lo que señala ese carácter contradictorio del capitalismo, en el cual inversión y despojo son términos indisociables. La miseria es un concepto relativo y se hace más odiosa cuando más riqueza le rodea.
Lo que ocurre en Buenaventura, donde a diario aparecen cuerpos humanos desmembrados flotando entre los manglares o esparcidos por las calles, no es algo desconocido para las mayorías. De repente todo el mundo se ha puesto a hablar de Buenaventura en Colombia. Con indignación se escriben notas periodísticas y se transmiten programas sobre la desesperanzadora situación que vive la ciudad en manos del flagelo paramilitar (hoy operando bajo los nombres de Urabeños, Rastrojos, Empresa). Se ha puesto el grito en el cielo por el horror de las «Casas de Pique», verdaderas carnicerías para humanos, que todo el mundo conoce y ve, menos la policía, el ejército y las autoridades. Pero el trato que se da a la noticia, como siempre, es muy pobre, sensacionalista, descontextualizado. En nada difiere del tratamiento que periódicamente reciben otros escándalos humanitarios en Colombia. Un día los medios se indignan con los falsos positivos, al siguiente con los desplazados, después la vaina es con los feminicidios, patalean, acusan, se escandalizan y luego no pasa nada. Es como si a través de la cobertura noticiosa mediocre se exorcizara al horror y se calmara las conciencias, trivializando de paso el terror. Ahora el turno le toca a Buenaventura.
Estos arranques espasmódicos noticiosos, como que buscaran concentrar todo el terror que se vive en Colombia en un sólo punto, convertir al conflicto que consume al país en un hecho puntual, aislado, identificable en el mapa. Pero la realidad es que los descuartizamientos, que llevan el sello inconfundible del paramilitarismo -que pasa de agache para todos menos para quienes padecen de él-, ocurren en muchos puntos del país, donde coexisten los intereses económicos con la (para)militarización. Lo realmente doloroso es que, con todo lo excepcional que pueda parecer Buenaventura, no lo es tanto. Basta con mirar a Soacha o a los Altos de Cazuca, para no alejarse mucho de la capital. O ver las fotografías de las masacres de Medellín. El paramilitarismo se ha dedicado a crear uno, dos, cien Buenaventuras en todo el territorio colombiano. Y lo han hecho a punta de motosierra, machete y hacha, siempre con la mirada complaciente de la llamada «fuerza pública».
Cualquiera pensaría que la tragedia de Buenaventura es algo reciente, pero en realidad es una cosa que viene de largo: hace casi 10 años que no hay presencia insurgente en los barrios de bajamar y el dominio total del paramilitarismo ha coincidido con la exacerbación de la crueldad. Paramilitarismo que según todos los informes oficiales no existe, pero que ahí está. Buenaventura desmiente esa mentirilla repetida hasta el cansancio de que el paramilitarismo es una respuesta al supuesto «horror» guerrillero y que, en ausencia de insurgencia, se desvanecería por falta de razón de ser. No es casual que un muchacho me confesara nerviosamente, cuando le pregunté durante un viaje en bus que en qué momento se había jodido Buenaventura, que «cuando sacaron a la guerrilla, ahí es que la vaina se puso calavera«.
El repertorio para infundir terror también es cuento viejo: esa profanación del cuerpo de la víctima es algo que viene desde épocas de la «Violencia» en los ’40. Desde entonces que existe un nutrido léxico para las modalidades del horror: bocachiquiar, picar pa’ tamal, matar la semilla, corte de corbata, de franela, de mica, de florero, etc. Simbólicamente, se disloca a la comunidad mediante la dislocación del cuerpo victimizado. No se trata sólo de matar, sino de rematar, de dejar bien muerto, como si se temiera supersticiosamente la venganza del muerto, como lo señala Uribe Alarcón en la «Antropología de la Inhumanidad». Según ella, se animaliza a la víctima para crear la distancia espiritual que permite el desgarramiento físico y se crea un espacio ritual ad hoc para el sacrificio. Pero aunque en la Casa de Pique se reproduce el modelo de la carnicería, se va aún más allá, pues al animal no se le tortura hasta que muera, ni intervienen hachas ni motosierras, ni se le ata a una mesa de madera vivo mientras se le troza por partes en medio de gritos de agonía.
Acá los paramilitares no desaparecen a la gente sino parcialmente. A veces no se encuentra el torso o la cabeza, pero siempre se encuentra algo, aunque solamente sean los dedos. Se transmite el horrendo mensaje mediante la evidencia física de la tortura a la vez que se impide el proceso ritual vindicador que describe Alfredo Molano: «Se prepara el cuerpo poniéndole una de las prendas con que fue asesinado; se le amarran los dedos gordos de los pies con un cordón de un par de zapatos negros recién comprados y se le mete en la boca un papelito con los nombres de los asesinos. A los pocos días los victimarios caen asesinados o se van muriendo de palidez«[1]. Los medios que reproducen el hecho noticioso de manera sensacionalista, morbosa y descontextualizada, divulgan y amplifican el terror, transmitiendo así el miedo paralizante de manera totalmente funcional al paramilitarismo.
¿Qué buscan los descuartizamientos en Buenaventura? Exactamente lo mismo que buscaban los descuartizamientos en el primer ciclo de Violencia: que la gente huya, abandonándolo todo. Activistas del Proceso de Comunidades Negras (PCN) nos comentaban, durante una visita al puerto en el marco de la X delegación asturiana-irlandesa de derechos humanos, que el objetivo de todo esto era sacar la población local y abrir paso al gran proyecto de remodelación que acarician las autoridades locales y nacionales. Para abrir paso al aeropuerto y a los mega-puertos modernos que estén a la altura de las exigencias de los acuerdos de libre comercio y de la Alianza del Pacífico, se necesitará sacar a tanto negro pobre del territorio. Es más fácil desplazar que reubicar a la gente o alcanzar un acuerdo satisfactorio para ellos, más aún cuando el «progreso» no está pensado para beneficiarlos.
Esta violencia no es ni caótica ni gratuita, sino que responde a un modelo demasiado familiar de generalizar el terror para desplazar y hacerse con el territorio, en nombre del progreso. Es una violencia demasiado ritualizada: » La técnica del terror exige que la gente se dé cuenta pero no cuente; vea la captura de la víctima en el barrio, la manera como la arrastran, y oiga los gritos de socorro, los alaridos de perdón y clemencia y, por último, aullidos de dolor. Después, silencio: terrible vacío. Los gritos se quedan a vivir en la cabeza de la gente. Todos temen ser el siguiente en una lista que nadie elabora. Los vecinos oyen, el barrio oye, la zona sabe, la ciudad se entera. Las autoridades no oyen, no ven, no saben » [2]. Pese a todo, aún hay resistencia. Los vecinos de Puente Nayero, en La Playita, han decretado su barrio como un «Espacio de Vida y Humanitario», en abierto desafío al paramilitarismo [3]. Desde Febrero que se vienen sucediendo masivas protestas populares contra el paramilitarismo, a las que se han sumado incluso los comerciantes a quienes muchos desprecian pues recuerdan que fueron ellos quienes financiaron la llegada de los paracos en el 2000, sólo que ahora «están mamados de pagar vacunas». Autoridades locales, policía, militares, comerciales, todos amamantaron este monstruo descuartizador. El lápiz con el que el pueblo escribe su historia no tiene borrador. Así se van construyendo barreras de contención a la maquinaria de la muerte.
Ahora que el pueblo va perdiendo el miedo es que el gobierno reacciona militarizando el puerto. Militarización que, como es natural, no está pensada en beneficio de los empobrecidos de siempre, sino de acelerar su proyecto de Buenaventura industrial-portuaria. Buenaventura parece el lugar más desolador del planeta, y sin embargo, aún ahí, el pueblo colombiano da muestras de sus reservas morales para construir un mejor futuro, y creará uno, dos cien puntos de resistencia desde los cuales recuperar a Buenaventura de los mercaderes de la muerte. No pasarán, ni sus paracos, ni sus megapuertos, ni su modelo antisocial de desarrollo.
Imagen que circuló en las redes sociales en marzo, en que se aprecia una Casa de Pique por dentro.
NOTAS:
[ 1] http://www.elespectador.
[2] http://www.elespectador.com/
[3] http://justiciaypazcolombia.
(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net. Autor de «Problemas e Possibilidades do Anarquismo» (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro «Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América
Latina» (Quimantú ed. 2010).
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