El presidente colombiano Iván Duque está dispuesto a lo que sea, desbaratar aún más el ordenamiento jurídico y someter a la Justicia, con tal de no quebrar la fidelidad señalada por una mala interpretación de las responsabilidades adquiridas cuando asumió la presidencia, y juró a Dios y le prometió al país, no a Álvaro Uribe ni al Centro Democrático, «cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia» (Constitución, Art. 192).
Acatar la ley fundamental, no las cláusulas administrativas de los capataces de una finca llamada El Ubérrimo. Y las intentonas de romperla que acarrean las palabras dichas en un discurso deliberado no son un apenas un asunto semántico o una transgresión normativa, sino un afán de desquite en la misma dirección que ha caracterizado al expresidente que ahora aguarda vengar.
Una vez pudo ser cierto eso de que Colombia estaba escindida con una fracción de la población obnubilada por el hechizo personal del expresidente Álvaro Uribe Vélez y otra empecinada en odiarlo por sus acciones.
Pero, en un lapso relativamente breve, el círculo de los incondicionales se ha venido estrechando cada vez más, mientras que no ha dejado de ampliarse el de los adversarios, los conversos, los defraudados, y, también, los indiferentes.
Las razones que son una
¿Qué ha originado tal cambio en la percepción de los ciudadanos? ¿Cuáles son las causas por las que un individuo poderoso, que se reeligió a sí mismo con el solo argumento de quererlo y mediante maniobras delincuenciales (cohecho) frente a las que el país miró para otro lado y la Justicia no dijo ni pío, haya descendido en pocos años de los cielos a los calderos del Infierno?
¿Por qué el ídolo que puso dos presidentes, uno que perdía frente al margen de error (el anterior, Juan Manuel Santos) y otro que siempre anduvo y anda perdido (el actual, Iván Duque Márquez) ahora parece de barro? ¿Ha sido la transformación de los afectos nacionales tan abrupta como parece y tan auténtica como creemos?
Factor 1: el partido a repartir
El Centro Democrático, el partido creado por el expresidente Uribe para darle apariencia de colectividad a sus empecinamientos y aversiones, es uno de los cimientos más sólidos de la particular desgracia.
Los partidos que sobrevivieron durante décadas en Colombia, el Liberal y el Conservador (hoy espectros), lo hicieron porque sus ideologías reposaron sobre lemas giratorios y antagónicos, los discursos correspondían a las acciones más flexibles y hasta contrarias, y los principios se basaban en normas movedizas.
El partido de Uribe, desde que se fundó, grita similares consignas, propala odios idénticos, descalifica con las sabidas tretas. Su élite creyó (sigue creyéndolo) que podía engañar a todos todo el tiempo. Ninguno admitió que la citada frase de Lincoln podía estar en lo cierto. Y se equivocaron.
Un partido que se debate entre líneas de ultraderecha, extrema derecha y muy de derecha, y que es enemigo acérrimo de la propiedad privada porque lo conforman los mayores expropiadores de la tierra (a través de masacres, usurpación y desplazamientos).
Y un partido que reniega en privado de la libre empresa que pregona porque agrupa a las grandes industrias y agroindustrias que menosprecian a los pequeños productores del ramo que sea (a los que atenazan con una insana competencia y persiguen mediante leyes, y fuerzas militares y paramilitares).
El desencanto entró por la puerta de los escándalos mayúsculos, la corrupción, los crímenes, la endemoniada obsesión de hacer trizas una paz que alcanzaban a saborear, incluso, un montón de sus votantes con el regreso a propiedades rurales por las que antes ni podían asomar.
Factor 2: el emprendedor la emprendió
Para no tropezar dos veces con la misma piedra, o sea, no repetir la desagradable experiencia de poner de mandatario a una figura díscola y desobediente, como lo fue Juan Manuel Santos, Uribe se aseguró de volver presidenciable y presidente al amanuense que lo había escoltado por los pasillos burocráticos de sus últimos ocho años.
Es claro que los ojos encharcados o el rostro destemplado del presidente Duque no corresponden a algún fervor patriótico o al desasosiego que le producen las desgracias de los millones de compatriotas que aguantan hambre, o de los miles que mueren a diario por causa de la COVID-19, o por su indolencia frente al asesinato incesante y creciente de líderes sociales, miembros de las minorías étnicas y excombatientes de las FARC.
La desazón tiene que ver con el desbordado agradecimiento de Duque hacia el mentor Uribe, explícito en lágrimas puras cuando empezó el mandato, y en el rostro compungido y las frases de perturbado el día en que la Corte Suprema de Justicia le impuso casa por cárcel al expresidente.
No es para menos. Al fin y al cabo, a Duque le cabe una buena parte de la responsabilidad de que el expresidente, la Presidencia y el Partido estén del modo que están: hundidos en el piso fangoso en las encuestas de popularidad.
De la misma manera que, aun en contra de su voluntad, el expresidente Santos y los diálogos de paz con las FARC le ayudaron tanto a Uribe a mantener su vigencia, Iván Duque, también, claro está, en contra de su voluntad, le ha echado una mano para hundirlo.
Con su desgobierno, las patéticas medidas frente a la pandemia, su esmero en proteger a las élites económicas y financieras, y en estrangular a los pobres, o los decretos represivos y dañinos, en fin, el presidente colombiano ahuyenta a las bases que un día pensaron que eran pudientes porque militaban en un partido de ricos.
El espectáculo mediático diario de Duque por la televisión prometiendo ayudas que se las roban en el camino, proporcionando datos alegres que pocos creen y brindando esperanzas que suenan a lo opuesto, lo volvió invisible. Pero, vaya contrasentido, algo despierta al país su soporífera palabrería.
Hasta hace poco supusimos que Ivan Duque era un ciudadano que se creía presidente. Ahora resulta que, según él lo da a entender, es lo contrario: un semipresidente que se cree ciudadano.
Y como tal opina, en el estilo de las babosadas que lo distinguen, pero con la preconcebida gravedad de atacar a uno de los poderes fundamentales de la democracia, en la que la mayoría de sus copartidarios no creen, pero gracias a la cual él está ahí donde está, y no cepillándole los zapatos ni transcribiéndole los folios de falsos testimonios al jefe.
Factor 3: bufones de la cohorte
No contribuyen a la superación del desastre las pataletas rencorosas de los militantes de la primera línea uribista en Palacio, el Congreso, los grandes medios obsecuentes, las bodegas de manipulación, las redes, las calles.
Los alfiles bien pagos llegan al despropósito de plantear la necesidad de una asamblea constituyente, no que reordene los órganos de justicia en la búsqueda del beneficio social, sino que los desordene a su exclusivo gusto y favor.
La desesperación nunca ha sido buena consejera, menos aún para una turba cohesionada alrededor de un nombre seguido cual iluminado, tenido por mesías, reverenciado como dios, que no es iluminado ni mesías ni dios.
El séquito del señor Uribe expone su desespero con reacciones airadas contra el establecimiento que él ha controlado, subyugado o perseguido, y el cuestionamiento apunta a buscar los mecanismos para tenerlo bajo un control absoluto.
Pero las rabietas y las pataletas desmoronan aún más las rocas arcillosas donde se para la armazón. El todopoderoso está untado de la sangre de miles de víctimas y los buenos devotos son malos.
Factor principal: el expresidente la presiente
Frankenstein paga en carne propia la monstruosidad que creó con su apego al poder y la innoble causa de alterar el curso de una investigación de la Justicia colombiana que él mismo, en 2014, echó a andar.
Uribe la emprendió contra el senador Iván Cepeda, al que acusó ante la Corte Suprema de Justicia por adoctrinar testigos en las cárceles para enlodarlo, aunque este, según su testimonio, nunca llevó testigo alguno a la Corte.
La campaña contra Cepeda tuvo varios frentes, incluyendo una queja disciplinaria ante la Procuraduría y una acción de pérdida de investidura ante el Consejo de Estado. Pero la investigación y las pruebas recolectadas le dieron un giro al proceso y el expresidente pasó de acusador a ser investigado por la manipulación de testigos.
La mala maña del expresidente, que tampoco era inédita, lo ha puesto bajo medida de aseguramiento de detención preventiva como “presunto determinador de los delitos de soborno a testigo en actuación penal y fraude procesal».
Un hecho sin antecedentes en Colombia, que tiene a Uribe a las puertas de responder por un caso menor en comparación con las copiosas acusaciones de que es objeto desde que, en 1980, dirigiera la Aerocivil y otorgara licencias de vuelo y autorizaciones de pistas de aterrizaje a Pablo Escobar y otros narcotraficantes del cartel de Medellín.
Once años más tarde, en 1991, la Agencia de Inteligencia de las Fuerzas Militares (DIA) elaboró una lista de 104 individuos con algún tipo de vínculo con ese cartel. El asociado No. 82 de esa relación es el expresidente Uribe.
Han vencido los términos para adelantar investigaciones que hubiera sido importante para el país conocer la verdad, sin embargo, hay delitos supuestos de hace más de 35 años de ocurridos. En otros, las pesquisas nunca prosperaron, y algunas acusaciones aún se hayan en proceso. Entre las denuncias figuran crímenes tan graves como masacres, asesinatos, interceptaciones telefónicas ilegales y corrupción.
De la adversidad de Uribe no tiene la culpa la Justicia, por actuar, ni la Corte Suprema, por hacerlo en Derecho; ni los opositores políticos, aunque no oculten satisfacción; mucho menos, las víctimas, que no han hecho sino tragarse mudas el dolor y que ahora, por primera vez en décadas, tienen al menos la sensación de que la Ley puede ser igual para todos.
De las actuales desdichas del expresidente, que no son nada junto a las que él ha causado, propiciado, inducido, disimulado o activado, tienen la culpa el Partido, su presidente postizo, pero, sobre todo, él mismo.
Los principales objetivos de destrucción de los autócratas son aquellas cosas y valores que más encomian. El tirano Santos Banderas de don Ramón del Valle Inclán es un ejemplo de ello. Un indio que se dedica a asolar a los indios. El patriota genuino del que habla nuestro presidente postizo es otro, más provincial y presente. Un patriota que sobrepasa los treinta y cinco años aniquilando la patria que dice desvivirlo.
Más dos años de menos
¿Adónde irá a parar una hermandad pegada con las babas de un cabecilla venido a menos? ¿Qué cantidad de país permanecerá disociada de la realidad y desconectada del presente? ¿Cuánto peligro, en su hecatombe, puede encarnar esa fiera herida para el país?
El Centro Democrático continúa fiel a las tácticas de intimidación, convoca a marchas, fustiga ideas, desafía a la Justicia, trata de sembrar terror en la sociedad para ocultar los miedos que le crecen adentro con el caudillo apenas dando los primeros pasos de un calvario que seguramente será largo.
El sanedrín lanza piedras a diestra y siniestra a ver si nadie le prende fuego a los rabos de paja que tienen todos y cada uno de los ilustrísimos miembros.
Iván Duque, entre tanto, queriendo dar a entender que los colombianos notan su presencia o siquiera su presidencia, intenta pasar desapercibido frente a las cámaras de televisión de un programaal que las audiencias asustadas y hambrientas de las primeras semanas de cuarentena le cogieron pereza. Y lo logra.
Juan Alberto Sánchez Marín. Periodista y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Catedrático universitario. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Director de “deXmedio”. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.