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Utopía con frijoles

Fuentes: La Calle del Medio

En 2004 el realizador cubano Arturo Infante escribió y dirigió un cortometraje de nombre Utopía. Es un corto hilarante, pero que da también que pensar. Compuesto de varios episodios, en uno de ellos se ve a cuatro cubanos de barrio, descamisados, rudos, jugando al dominó y bebiendo ron en una mesa de plástico al lado […]

En 2004 el realizador cubano Arturo Infante escribió y dirigió un cortometraje de nombre Utopía. Es un corto hilarante, pero que da también que pensar. Compuesto de varios episodios, en uno de ellos se ve a cuatro cubanos de barrio, descamisados, rudos, jugando al dominó y bebiendo ron en una mesa de plástico al lado de un carro viejo y destripado, en una especie de garaje poblado de ruedas y piezas de recambio. En otro, una improvisada peluquería en un horizonte de ropa tendida y frijoles guisados reúne a dos amas de casa de extracción popular, vestidas de andar por casa y con rulos en la cabeza. Son dos escenas típicas que acaban típicamente en reyerta, los hombres derribando la mesa y las fichas del dominó y golpeándose salvajemente con los puños, las mujeres enzarzadas en el suelo en un cuerpo a cuerpo de patadas y tirones de pelo. Forma parte de la cultura popular, inculta e ineducada, discutir a gritos por cualquier banalidad. Pero estamos en Cuba y aquí no se habla de fútbol, carros o bodas de princesas. ¿Por qué discuten? Los mecánicos que juegan al dominó polemizan sobre el concepto de arquitectura barroca y la existencia o no de un «barroco latinoamericano»; las mujeres en la peluquería discuten violentamente acerca de si la ópera La Traviata es de Verdi o de Puccini y si el aria de la agonía de Violeta está escrito en clave de sol o en clave de mí.

El corto de Infante admite dos interpretaciones. Según la primera el título Utopía sería irónico y contrastaría con el contenido inmutable de la cultura popular cubana: el conocimiento no basta para «educar» a la gente y modificar al mismo tiempo sus costumbres y sus condiciones de vida. Naturalmente en Cuba la gente habla de pelota y de bodas de princesas -y ahora probablemente también de marcas de carros. Pero si hablara de arquitectura y música lírica -lo que sólo en Cuba es verosímil- se comportaría exactamente igual que cuando hablan de sexo, de deportes o de política. La revolución, pues, ha fracasado.

La otra interpretación es más razonable y se ajusta mejor al espíritu travieso, juguetón y complacido de la película. Más que poner en cuestión el título, parece decirnos que esta es la máxima Utopía que podemos alcanzar en este mundo: la de una cultura popular que integra en sus costumbres -y se apropia con pasión- la alta cultura considerada «burguesa». Esta pasión barriobajera y caribeña de jugadores y cocineras no es el fracaso de la revolución; lo que constituiría un fracaso y además un error sería tratar de rebañar estos impulsos populares montados trabajosa -y a veces injustamente- por los cuerpos y las sociedades para imponer en su lugar un arquetipo de humano emancipado -emancipado, al mismo tiempo, de la historia y de las pasiones.

La liberación de los seres humanos, ¿pasa por liberarse del dominó y las peluquerías? ¿No hay ninguna Utopía posible en la que se pueda seguir siendo caribeño -o eslavo o mediterráneo o germano- y socialista? ¿En la que las pasiones más bajas tengan un contenido refinado y hasta razonable? ¿Y en la que la razón y el refinamiento acaben felizmente a cuchilladas? Creo que aceptamos con demasiada ligereza la ecuación que establece una relación directa entre instrucción y aculturación. Aceptamos que se puede hablar del Barroco y al mismo tiempo jugar al billar y beber whisky escocés, pero no jugar al dominó y beber ron barato. Aceptamos que se puede disfrutar de la ópera y al mismo tiempo vestir de alto diseño y lucir un pearcing en el párpado, pero no ponerse una bata de guata y rulos en la cabeza. Aceptamos finalmente que el racismo y el machismo -problema que aún tiene Cuba, como todos los otros países del mundo- se difunden más deprisa y mejor en un medio popular que en los grandes restaurantes de París o en los think tank de Nueva York. Olvidamos que han sido las clases cultas europeas las que han llevado al mundo muchas veces en los últimos quinientos años a guerras destructivas de religión en las que raza y patriarcado han servido para justificar y atizar toda clase de atrocidades.

El racismo y el machismo no son costumbres y tradiciones, aunque parasiten las costumbres y las tradiciones, y por lo tanto es no sólo absurdo sino peligroso pensar que la mejor manera de acabar con las discriminaciones raciales y de género es acabar con las costumbres y las tradiciones -sustituyéndolas por una cultura universal burguesa o proletaria. Lo que constituye una Utopía nefasta es la pretensión de acabar con la cultura popular. Eso se llama, de hecho, capitalismo. Si hay una fuerza que ha erosionado, socavado y finalmente imposibilitado en su raíz la cultura popular es -bien lo explicaba Pasolini- el consumo capitalista de mercancías. El resultado no ha sido un mayor conocimiento ni un mayor interés por el Barroco o la ópera ni una dulcificación de las costumbres ni una mayor armonía interhumana a nivel global. Tampoco una disminución del racismo o del machismo, que siguen cómodamente instaladas en nuestras leyes europeas de extranjería y en nuestros programas de televisión. Lo que ha producido la generalización de las relaciones de mercado, desactivando las relaciones entre cuerpos, es una mayor indiferencia: todos los objetos y todos los conceptos son iguales a condición de que se puedan comprar, y lo que no se puede comprar es -ya se trate de un sentimiento o de una flor- sencillamente residuo. El consumo capitalista de mercancías sólo distingue entre dinero y basura. Los seres humanos que no se pueden comprar -porque están, por ejemplo, fuera del mercado laboral- y que, por tanto, tampoco pueden comprar pertenecen a esta última categoría: son basura y contra ellos y contra sus costumbres -mecanismos a menudo de supervivencia solidaria- todo está permitido.

El racismo y el machismo son relaciones de poder que atraviesan la lucha de clases y parasitan costumbres y tradiciones. El socialismo ha creído a menudo que se trataba sólo de acabar con las clases; el capitalismo ha creído que se trataba de acabar con las costumbres y las tradiciones. Hoy sabemos que en la cultura popular crecen, desde luego, el racismo y el machismo, pero también la resistencia. Existe, por ejemplo, una cultura popular feminista y una cultura popular negra; y existe, desde luego, una cultura popular indígena que ilumina y combate las amenazas que el mercado proyecta sobre los límites del planeta. Hoy sabemos, al mismo tiempo, que en la universalidad abstracta se acantonan, como chinches o quistes, el racismo y el machismo, pero también posibilidades de progreso y liberación: no tenemos derecho a imponer a los otros ningún yugo de clase, de género o de raza y menos en nombre de la universalidad abstracta (que deja en ese momento de ser las dos cosas: universal y abstracta). Verdi, el rap y las convenciones contra la tortura son producciones culturales de las que puede y debe apropiarse cualquier cuerpo y cualquier comunidad. No creo que acabemos nunca con las pasiones; creo que no sería bueno acabar con ellas. En el mejor mundo posible habrá relaciones de poder, celos, bravuconería, coquetería y hasta cuchilladas. Pero me gusta imaginar una Utopía en la que los mecánicos(as) citan a Borges y los profesores(as) de Universidad juegan al dominó, cocinan frijoles y tienden la ropa. Y todos se toman tan en serio sus buenas ideas y sus absurdas costumbres que -como es inevitable que ocurra- acaban confundiéndolas.