“Ningún hecho social, humano o espiritual, tiene tanta importancia en el mundo moderno como el hecho técnico. Sin embargo, no hay otro peor conocido”. Así comienza Jacques Ellul su ensayo La edad de la técnica. Observando la realidad podemos hacernos una idea de cómo continúa la historia. Miles de episodios truculentos han conformado eso que hemos querido llamar la obediencia global a las leyes del capital, algo que se ha profundizado con la llegada del Covid-19, resultando un desastre monumental mírese por donde se mire.
Insertados en estas circunstancias ¿cómo se puede volver a soñar? ¿Habrá que elevar la mirada hacia los cerros? Expliquémonos.
Los últimos años de la década de los 70 sirven para dibujar en el imaginario colectivo la idea de que el progreso (el hecho técnico del mundo moderno) nos deparará un futuro mejor. Miles de padres y madres, de todo el mundo, abandonan su modesta vida en el campo buscando prosperar en las ciudades. El secreto se llama “sacrificarse lo suficiente”. Acá y allá, empieza el trabajo informal sin derecho a la pereza. En Colombia -lugar desde donde escribimos estas líneas-, la cosa se agudiza en la década de los 90, cuando comienza a engrosarse la cifra de personas forzadas al desplazamiento interno, que hoy llega a casi 8 millones. La guerra venía de tiempo atrás, pero la soberbia de un Estado fiel al sueño norteamericano, arrasa los territorios utilizando la maquinaria de “lo monstruoso”[1], como lo llamaría Günther Anders. El Plan Colombia, dirigido por el Departamento de Defensa de EEUU, con la excusa de la lucha contra el narcotráfico se vale del paramilitarismo para sus intereses geoestratégicos. El terror se instala en los cuerpos condenándolos a engrosar los cinturones empobrecidos de las ciudades. En Bogotá, crece exponencialmente la población y los cerros son sobrepoblados por quienes tienen que empezar de cero.
Hoy, millones de lucecitas, distribuidas desordenadamente en una ciudad “patas pa’arriba”, serpentean en la noche mientras los estómagos rugen acobardando el sueño. En Los Laureles, uno de los siete barrios que componen el territorio de Alto Fucha en la localidad de San Cristóbal, situada en los Cerros Orientales de Bogotá, más de doscientas familias no han comido. Esa cosa conocida como Coronavirus radicaliza las lógicas de un orden caótico. “El futuro es incierto, ¿quién podría imaginar algo así? Aquí en los barrios nos ha pillado de sorpresa, y si no sales a trabajar no entra el ingreso” relata Luz Miriam, habitante del barrio.
Las cacerolas vacías, símbolo de memoria y organización, se reactivan por decisión colectiva en las poblaciones más vulnerables. Altavoz de la indignación desde las movilizaciones del pasado 21 de noviembre de 2019, las cacerolas vuelven a sonar en plena crisis del Covid-19. Los barrios gritan: “¡Existimos!”, “hay niños y adultos mayores”, “¡No hemos comido!”, “¡Las ollas están peladas!”. Todos los días hay protestas. La organización comunitaria es muy fuerte, pero no puede contener el desastre provocado por esta crisis. “Ayer una vecina preparó un sancocho comunitario, invitó a un promedio de 50 personas a comer” nos cuenta Don Fran, presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio La Cecilia, “el vecino ayuda al vecino, una nueva modalidad. La solidaridad es grande, pero no será suficiente. Además, no se han congelado los pagos de los servicios públicos, ni el impuesto de los carros. Las familias no lo van a poder soportar”. Desde la calle y con la olla en la mano hacen un llamado al Estado, a la señora alcaldesa para que lleguen las ayudas prometidas.
En el territorio Alto Fucha habitan aproximadamente 5200 personas, distribuidas en unas 2300 familias que pertenecen a Aguasclaras, Gran Colombia, Manila, Montecarlo, El Pilar, La Cecilia y Los Laureles. Y aunque cada barrio tiene una historia, todas hablan de organización y pelea para llevar agua, luz y servicios a las casas. La mayoría vive del trabajo diario, y ahora de la solidaridad de algunos donantes. “El rebusque”, que va desde la venta ambulante de cualquier producto en las calles, hasta el reciclaje de cartón pasando por trabajos temporales de todo tipo, arman el espectro de la economía informal precarizada que alimenta los estómagos de estos barrios. Otra parte de los pobladores la conforman obreros asalariados de la construcción y las manufacturas, precisamente los sectores de la economía que en estos días regresan escalonadamente a la actividad. “Vamos a tener que salir en algún momento, pero ¿vamos a salir a qué, a salvar la economía o a organizarnos y pelear?”, se pregunta Iván, del Colectivo Huertopia en Los Laureles. Una vuelta por el territorio deja ver multitud de trapos rojos colgados en las casas. “La familia que no tiene qué comer pone un trapo rojo en su puerta o ventana para que la gente sepa. Es una señal de alarma”, continúa Iván. “Hace unos días repartimos 90 truchas arcoíris que pescamos. Este territorio tiene una riqueza enorme. Los bosques, el agua, fíjense que el río Fucha no está contaminado. Quizás por eso, el Estado, que durante 40 años estuvo ausente y no nos ayudó ni un poquito, aparece en 2015 para quedarse con el territorio y echarnos encima dos megaproyectos. Aquí quienes hemos dado y seguimos dando la pelea somos nosotros, los barrios se han construido con el sudor de la gente”.
La riqueza natural del territorio seduce los ojos inversionistas. Estos barrios permanecieron en la ilegalidad hasta 2015, cuando se regulariza el territorio precisamente para ponerlo en venta. Los servicios públicos se convierten en un negocio. Nada en comparación con los proyectos de ecoturismo internacional que se vienen encima. Uno es un plan maquiavélico de especulación inmobiliaria que se concreta en un emplazamiento hotelero que acompaña el llamado “Sendero de las mariposas”, una propuesta de 105 kilómetros de paseo turístico por los Cerros Orientales de Bogotá cuyo estudio, afirma Fran, ha utilizado los fondos de Fondiger. “Una plata que debería haber sido destinada para la mitigación de riesgos en varios barrios que lo necesitan”. Además de uso indebido de los recursos, el sendero implica la reubicación de muchos habitantes de La Cecilia. Algo que desde La Comisión de Defensa del Territorio Alto Fucha no van a permitir. El otro proyecto ya está aprobado: el Parque Lineal río Fucha, que consiste en colocar unas alamedas por la orilla del rio con miradores hacia los cerros. “Cualquier día lo ejecutan” dicen las palabras de quien lleva 23 años en el barrio y no está dispuesto a marcharse aún consciente de que ser líder social y no dejarse cooptar por una multinacional supone asumir el riesgo de ser asesinado. Fran llegó a fines de los 90 desde los campos de Boyacá. “Soy de raza campesina”.
La situación de lucha permanente que reivindica un territorio digno para quienes lo habitan y no para los planes usureros de grandes empresarios, se suma al actual escenario donde “las necesidades son muchas y las promesas que nos llegan de la televisión mentira”. Nadie, ni la alcaldía ni el distrito ni el Estado, les ha tirado una libra de arroz. Iván, desde su visión de respeto y cuidado a la vida y al medio ambiente, manda un mensaje: “Nosotros le decimos a la alcaldesa Claudia López que los 223 mil millones de pesos para el `Sendero de las mariposas´ los ponga al servicio de las comunidades. ¿No dice que se trata de salvar a la gente? Salvemos a la gente y luego pensemos qué economía necesitamos para vivir”.
“Tengo 80 años, pero no lo vuelvo a repetir”, afirma con humor Don Humberto, quien hace 6 años compró una tierrita en el barrio “para refugiarme acá, es un sitio fantástico, río, montaña, aire fresco,… pero no puedo tolerar que haya injusticia”. Para Humberto ese es el verdadero virus, “que lo agarra a uno hasta el final”. Este octogenario tiene una larga trayectoria de lucha intentando cambiar el país. “Me salvé de la muerte en muchas ocasiones por pura intuición”. Al llegar a Alto Fucha, se involucró en la vida organizativa junto a los jóvenes. “Yo soy el más viejo de la gente organizada en el barrio”. ¿La mayoría de la gente allá sobrevive del trabajo informal?, le preguntamos. “Sí, y se supone que yo soy uno de ellos, aunque mi trabajo es el menos informal”. Lógica respuesta, para quien se dedica a darle forma a las cosas. Don Humberto es artesano escultor. El pasado año construyó una obra que se ha convertido en un emblema en Los Laureles, la escultura de la Diosa Fucha. La piedra, como metáfora del barrio, fue tallada con trabajo colectivo, “participó mucha gente”. Lo de diosa no es cosa de don Humberto, sino de la comunidad, “por nuestra cultura cristiana”. Sin embargo, Humberto rescata constantemente la memoria indígena en el territorio. “Para ellos todo era diferente, tenían una relación directa con la naturaleza”. Los cronistas españoles, cuenta, durante la colonización, tradujeron el nombre del río Fucha de distintas formas, desde río de la zorra hasta río más frío de Bogotá, “pero investigando uno descubre que Fucha quiere decir niña, mujer, vida”. Al pueblo Muisca, los invasores españoles lo llamaban los moscas. “Tenía una connotación política, para desaparecerlos”. Al escuchar esta historia es difícil no hacer una analogía con la situación de exclusión e invisibilización que viven hoy los territorios del sur de Bogotá. ¿Existe una intención política?
Mientras los proyectos capitalistas pretenden instalarse desplazando a las comunidades, el sistema de salud en la zona es precario, sin apenas infraestructuras ni cobertura, lo que les deja desprotegidos ante un agravamiento de esta crisis sanitaria. Para don Humberto, “se vienen tiempos de mayor control. Esto es una nueva variedad del fascismo”, afirma respecto a la creciente militarización de la vida.
Nos preguntamos ¿por qué la ausencia de atención y cuidado a estos barrios? Si tendrá que ver con esa organización que ha sobrevivido en el relevo generacional y que del salón comunal pasó a levantar en 2012 La casa de la lluvia de las ideas. Un lugar “autogestionado y autoconstruido” con materiales autóctonos, visitada por delegaciones del mundo entero, donde se reúnen las artes, las esperanzas y las ideas. Nos preguntamos si esta falta de atención en un momento como este tendrá que ver con la resistencia que ofrecen los vecinos y vecinas organizadas en la Comisión de Defensa del Territorio. O con la acción del Colectivo Huertopía que siembra horizontes de agroecología, eso sí para la vida, no para el negocio.
Las comunidades reclaman la responsabilidad de las instituciones oficiales, pero saben que no pueden depender de ellas, entre otras cosas porque nunca lo han hecho. “No se trata de andar mendigando ayudas. Necesitamos proyectos serios para la población. Pero también necesitamos construir alternativas propias, desde la comunidad. Esto se va a poner peor, debemos construir desde lo que somos: campesinos”, afirma Iván. Esa identidad campesina reclama la necesidad de la siembra y la soberanía agroalimentaria ante una realidad incierta. De ahí proyectos de autogestión como Huertopía, que nace “tomando lotes de familias desplazadas y los convertimos en huertas”. ¿Cuál es la utopía de Alto Fucha?, preguntamos: “ser un ecoterritorio sustentable”, contesta este Trabajador Social hoy desempleado.
El maestro Humberto no es capaz de pedir limosna. “La dignidad no me lo permite”. Por eso cree firmemente en la sabia transformadora de la comunidad, un concepto que tiene, dice, dos acepciones: “la liberal, que gira entorno a un interés, y la humanista, que es la nuestra, donde comunidad es territorio, cultura y perspectivas”. ¿Perspectivas? “Sí, hacia dónde dirigir los esfuerzos”, responde. Hace una pausa y continúa: “Nosotros no creemos en el crédito, eso solo sirve para amarrar a la gente a los bancos, y es una forma de fortalecer este Estado decrépito. Las 60 personas más poderosas del mundo desarrollan así poder y control. Por eso andan verracos con los indígenas, porque ellos no se doblegan”. Para el sabio artesano la clave está en encontrar métodos de trabajo colectivo. “Una persona puede cambiar muchas cosas, pero la sociedad la cambiamos entre todos”.
A principios de año las mujeres del territorio conformaron La red de economía popular Alto Fucha, una manera de aportar los saberes de cada cual en beneficio del colectivo. Producen productos en sus casas, desde pantuflas a insumos de huerta. Porque en los cerros, aún a pesar de las muchas contradicciones que se viven, prevalece por encima de todo el sentido de la comunidad. Una pulsión que se expresa en la necesidad de buscar conjuntamente la manera de sobrevivir y hacer más habitable el espacio que se ocupa. Un ejemplo es el que nos relata Luz Miriam. “Cuando llegué al barrio en 1994 tanto el agua como la luz eran de contrabando, me tocaba lavar en el río, con mis vecinas. Juntas pensamos la manera para llevar el agua a los hogares. No fue fácil, hubo quien ponía zancadillas, pero finalmente lo logramos”. Lo lograron, ¿por qué no podrían volver a hacerlo? Desde un horizonte de construcción de vida digna ¿por qué no podrían ganar a los megaproyectos? La única manera, y lo sabe el sistema capitalista, es maltratarlos de tal modo que olviden quiénes son. En estos tiempos “el hecho social, humano y espiritual” son los únicos que pueden salvarnos de la monstruosidad del hecho técnico y la obediencia al capital. Por eso las pobladoras y pobladores de Alto Fucha toman las calles. Temen al virus tanto como cualquiera, pero no soportarán con los brazos cruzados el hambre ni la pobreza al que quieren someterlos. Como canta CazoMizo, el grupo de hip-hop del barrio, “desde que aquí vivimos construimos un tejido basado en la hermandad, la fuerza de nuestro territorio es solidaridad”. En esos cerros, junto a la virgen de la Roca a la que cada quince días la señora Rosita lleva flores por salvar la vida de su marido hace ya sesenta años, habitan espíritus inquietos, que se resisten al olvido, que saben que son de los imprescindibles.
Bogotá, 4 de mayo de 2020
Vocesenlucha. Comunicación popular. Pueblos América Latina, el Caribe y Estado español
[1] Anders Günther. Nosotros los hijos de Eichmann. Barcelona, Paídos, 1988.