La gran mayoría de los medios, el establishment, oficiantes del mercado y la industria del transporte han celebrado las ventas de automóviles y otros rodados motorizados registradas el año pasado. Un éxito para el sector y sus afines, que puso las ventas en más de 417 mil vehículos, con un crecimiento del 15,6 por ciento […]
La gran mayoría de los medios, el establishment, oficiantes del mercado y la industria del transporte han celebrado las ventas de automóviles y otros rodados motorizados registradas el año pasado. Un éxito para el sector y sus afines, que puso las ventas en más de 417 mil vehículos, con un crecimiento del 15,6 por ciento respecto al 2017. Un aumento inédito en todos los registros, en un año deslucido para la economía en su conjunto. De este total, el 60 por ciento se concentró en la Región Metropolitana, o el ingreso de 686 rodados al día, en una zona ya saturada por otros dos millones de vehículos.
Dejemos de lado los efectos que tiene en la vida urbana y en la salud mental de los habitantes esta cantidad de automóviles. Sí nos interesa en estas líneas comentar la fuente de financiamiento de estos bienes, en su gran mayoría procedente de créditos de consumo. Porque al observar los alegres registros de la venta de vehículos, estos parecen aumentar de forma simultánea a los niveles de endeudamiento: A septiembre pasado, el mes con mayores ventas del 2018, el número de deudores superó los 4,5 millones, con una considerable alza comparada con el mes del año anterior. Si este registro va en plena alza, también vemos que lo hace, y con mayor fuerza, la morosidad en el pago de la obligación, con un aumento de casi un diez por ciento.
Qué significan estas cifras. De partida, el Banco Central chileno, como expresión y centinela de la economía de mercado, las mira con complacencia. Como también lo hace con otros endeudamientos: las empresas chilenas mantienen una deuda con bancos nacionales y extranjeros que supera el producto nacional, que el 2017 sumó más de 250 mil millones de euros. Si ambas cifras, la de los hogares, como el apalancamiento corporativo no es objeto de aprensiones para el Banco Central, el gobierno ni la banca, hay otras derivaciones que sí son motivos de inquietud, malestar y dolor diario. El endeudamiento, que es el combustible del capitalismo en su fase actual, nos ha encerrado en un modo de vida expuesto a presiones que están comenzando a reventar. El caso francés y los chalecos amarillos no es otra cosa que la desesperación de ciudadanos mutados en unos consumidores que ya no soportan cargar más con el peso de la comercialización de sus vidas. En estas latitudes, si bien es lo mismo pero amplificado, la explosión social, y política, suponemos que será cosa de tiempo.
Son demasiados los efectos sobre nuestras vidas de este acceso tarifado no solo al consumo de bienes y servicios, sino a todas las actividades y necesidades humanas. Un modelo, levantado por el gran capital financiero, que ha logrado dividir el mundo entre deudores y acreedores. Por un lado las personas, obligadas al endeudamiento y a su pago mediante la venta de su trabajo, y en el otro extremo el acreedor, beneficiado por los intereses de la deuda, que pueden llegar a varias veces el capital inicialmente invertido. Un esquema que explica por sí mismo la concentración infame de la riqueza en el mundo.
La deuda que nos unifica es nuestro vacío, nuestra gran desposesión. El filósofo francés de origen italiano Maurizio Lazzarato en «La fábrica del hombre endeudado» nos alerta que estamos desposeídos de manera triple: desposeídos por un sistema político debilitado concedido por la democracia representativa; desposeídos de derechos que nuestros antepasados conquistaron en las luchas anticapitalistas, y desposeídos, especialmente, de futuro, como sueño, ilusión, como posibilidad. Cuando contraemos una deuda nuestro futuro está convertido y condicionado al plazo de pago.
En ese ensayo, que es una continuidad de los estudios de Deleuze y Guattari, Lazzarato pone la base: la deuda es el fundamento de la economía neoliberal. Más que una desventaja para el crecimiento, constituye el motor de la economía contemporánea. De ahí la complacencia de los gobiernos, los bancos centrales y, cómo no, del gran capital. La fabricación de deudas, la construcción de la relación de poderes entre acreedores y deudores, es la pieza estratégica de la economía neoliberal. Ésta su lógica. La macroeconomía se apoya hoy en el déficit, en tanto los trabajadores y consumidores mueven sus propias y reducidas economías en una línea difusa que apenas distingue lo ganado y lo adeudado. Finalmente todos estamos endeudados, escena neoliberal que abre una nueva relación de poder y de sometimiento con el capital.
Esta nueva escena, acelerada y profundizada desde finales del siglo pasado, despliega no sólo una nueva estructura económica, sino sociopolítica. El hombre y la mujer endeudada se gesta como un sujeto que condiciona su vida y sus acciones a la profundidad de sus deudas. Si ello es así en las individualidades, lo es también en los países, en las economías, hoy sometidas al poder de los acreedores y sus exigencias. La cristalización en Chile de su modelo neoliberal, levantado cual paradigma económico e institucional, es finalmente parte de las exigencias del gran capital financiero. Las empresas chilenas, vale repetir, están entre las más endeudadas del mundo.
En este encierro, de modos de vida y de las ataduras de la deuda, el ciudadano consumidor endeudado ya no soporta más. Su única posibilidad de liberación, que no va de la mano de los falsos representantes políticos, está en la calle y en la evaporación del modelo.
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