En la vereda Juan Frío de Villa del Rosario en Norte de Santander, un sitio conocido como «trapiche viejo» inspira temor y respeto. Los que pasan por ahí instintivamente se echan la bendición y aceleran el paso. Y es que allí, cerca de un trapiche abandonado hoy cubierto por la maleza, los paramilitares construyeron en […]
En la vereda Juan Frío de Villa del Rosario en Norte de Santander, un sitio conocido como «trapiche viejo» inspira temor y respeto. Los que pasan por ahí instintivamente se echan la bendición y aceleran el paso. Y es que allí, cerca de un trapiche abandonado hoy cubierto por la maleza, los paramilitares construyeron en 2001 un horno crematorio que funcionó hasta 2003 y en el que incineraron los cadáveres de más de 200 víctimas.
No hay rastros de cenizas o carbón, y pocos se atreven a hablar en voz alta sobre lo que allí pasó o a visitar el horno que, según cuentan, Rafael Mejía, ‘Hernán’, entonces jefe paramilitar de Villa del Rosario, construyó a comienzos de 2001. Una casa abandonada y los restos de un trapiche en el que hay cruces pintadas dan testimonio de que allí la muerte estuvo presente. Como hoy está presente el miedo porque en la zona rondan las llamadas Águilas Negras.
Todo comenzó un miércoles de marzo de 2001. Unos paramilitares llegaron en una camioneta Blazer blanca en la que llevaban a varias personas amarradas. «Eran como las 11 de la mañana y hacía mucho calor -relata un testigo-. No recuerdo cuántos eran, cuatro o cinco, pero los tuvieron rato junto al trapiche viejo. Suponía que les iba a pasar algo pero cuando uno vive en zona de guerreros ‘come callado’ o si no termina igual».
Horas después, cerca de las 6:00 p.m., el testigo pudo comprobar que las personas fueron asesinadas: junto al trapiche donde habían construido el horno, yacían los cuerpos y allí permanecieron varios días. «Uno pasaba con la cabeza agachada, olía a diablos, nadie los recogía porque la orden era que el que lo hiciera moría, solo podían acercarse los gallinazos -relata-. Dejaron secar los cadáveres al sol y cuando ya estaban casi solo los huesos, los pusieron en la parrilla del horno… No sabría decir a qué olía».
La camioneta Blazer se volvió familiar en la zona. Llegaba con frecuencia después de hacer recorridos por Cúcuta, Puerto Santander, El Zulia, Villa del Rosario y Los Patios. «Mataban gente, la enterraban en fosas y a los seis meses la desenterraban y de una iba para la candela -cuenta una mujer-. Otras veces abrían los cadáveres, sacaban lo que tenían adentro y cuando estaban secos los picaban y bien picados iban al horno. Con decirle que a esto por acá le decían el matadero». Nadie abría la boca, nadie decía nada. Imperaba la ley del silencio. Y del terror.
Confesión de parte
La incineración de cadáveres para no dejar rastro que recuerda el Holocausto durante la II Guerra Mundial, fue práctica de guerra en Perú en los ochenta y en las dictaduras de Argentina y Uruguay, y ahora viene a descubrirse que también lo hicieron los paramilitares en Colombia. Sobre ese tenebroso método de desaparición dieron cuenta el año pasado Iván Laverde, ‘el Iguano’, y Rafael Mejía, ‘Hernán’, ante fiscales de Justicia y Paz. Ambas versiones fueron confirmadas por Salvatore Mancuso el pasado 30 de abril.
‘El Iguano’, ex comandante del bloque Fronteras, contó que los mandos medios de las Auc tuvieron que acudir en 2001 a la incineración para «desaparecer los cadáveres de los asesinados», porque Carlos Castaño y Mancuso ordenaron no dejar rastro de los cuerpos. Dijo que la idea fue suya y que construyó uno en Puerto Santander. ‘Hernán’ hizo lo mismo en Villa del Rosario. «Había varios hombres encargados de prender los hornos, otros metían los cuerpos y estaban siempre vigilando -relató ante Justicia y Paz-. Cada vez que había una cremación inmediatamente se lavaba el horno para que no quedara huella». También reveló que los cuerpos que no eran cremados en el horno o quemados en hogueras improvisadas con llantas, los tiraban a los ríos Táchira, Zulia y Catatumbo. Y dijo que como no bastaba con desaparecer los cadáveres, había que hacerlo con las cenizas y que éstas iban a una quebrada que conectaba con el río Táchira. Según él, mientras estuvo al frente de esa tenebrosa tarea en 2001, las víctimas fueron casi 100.
Al año siguiente la situación se desbordó porque los paramilitares de la región no solo llevaban muertos sino también personas vivas. «Inicialmente, fueron incineradas allí unas 28 personas para borrar evidencia, y unas 30 o 35 más, que yo recuerde, también terminaron allí -contó ‘el Iguano’-. La mayoría de los comandantes de muchos barrios de Cúcuta capturaban a una persona y la subían o citaban para darle muerte y la metían ahí». El cálculo de las autoridades es que en el horno de Juan Frío desaparecieron a cerca de 200 cadáveres.
Pero hubo más hornos. A cuatro horas de Villa del Rosario y a hora y media de Cúcuta, en Banco Arena, un corregimiento de Puerto Santander, ‘el Iguano’ se apoderó de un terreno en el que había una fosa donde los paramilitares enterraban a sus víctimas, y lo convirtió en una finca para camuflar el horror. Mandó desenterrar 20 cadáveres y ordenó quemarlos para borrar toda evidencia en un horno que mandó construir en una finca conocida como Pacolandia. «Yo ordené a Jorge Cadena que sacara esos cuerpos de allá e igualmente que fabricara una especie de horno y los incinerara -contó el ex jefe paramilitar-. Hizo un hueco, lo llenó con llantas y madera, echó los cuerpos en unas bolsas y los incineró».
Dice que no hubo más incinerados y que el resto de las personas asesinadas en la región fueron arrojadas al río. «Fueron unas 18 personas aproximadamente, que yo recuerde», le dijo ‘el Iguano’ al fiscal. Pero hay versiones en el sentido de que los desaparecidos son muchos más. «En Pacolandia espantan vivos y muertos, y por eso uno se despierta en la noche y siente como lamentos de toda esa gente que desapareció allá», cuenta un campesino de la región.
Flaca memoria
Establecer las identidades de los incinerados no será fácil para las autoridades teniendo en cuenta que 800 familiares de desaparecidos esperan saber qué pasó con los suyos en Norte de Santander. Hasta el momento, ‘Hernán’ solo ha revelado el nombre de dos víctimas: José Agustín Amaya Muñoz y Luis Eduardo Correa Vega, desaparecidos en 2001 y 2003, respectivamente, en Juan Frío. Y recuerda vagamente que también fueron incinerados los cadáveres de un joven de 14 años, acusado por sus hombres de extorsionar a una profesora de Villa del Rosario, y de un celador de Cúcuta. Por su parte, ‘el Iguano’ dice que no recuerda nombres.
Luis González, director de la Unidad de Justicia y Paz, dice que la Fiscalía estudia cómo depurar la lista de desaparecidos en los hornos y que luego buscarán los mecanismos de reparación. «Buscaremos asesoría internacional sobre cómo ayudar a las familias de víctimas y hacer entregas simbólicas de los restos», asegura González.
Mientras tanto, familiares de las víctimas hacen hasta lo imposible para encontrar los restos de sus desaparecidos. María del Carmen Torres, madre de Sergio López (tenía 18 años cuando desapareció en la terminal de transportes de Cúcuta el 10 de marzo de 2002) está convencida de que su hijo fue incinerado en un horno de Villa del Rosario y quiere recuperar las cenizas. «Sé que no está en fosas y que tampoco lo tiraron al río, quedó en el horno y lo quiero recuperar -dice con dolor-. En la funeraria me dijeron que las cenizas de una persona caben en una caja de zapatos y si es eso lo que puedo recuperar pues al menos que me dejen hacerlo». Enferma de cáncer, pide a los victimarios que tengan piedad. «Me pusieron un psicólogo porque me corté las venas cuando me mataron a Deiby, mi otro hijo de 17 años, en marzo de este año».
Yolanda Ocampo vive un calvario similar. Su esposo Orlando Sánchez de-sapareció el 22 de mayo de 2002. «Salió de la casa para Puerto Santander a un trabajo con un ganadero y hasta la fecha no he sabido nada -cuenta-. Dicen que lo mataron y lo tiraron al río o que lo quemaron en Banco Arena y no encuentran cuerpo ni nada». Yolanda señala a ‘el Iguano’ como el responsable. «No he podido ir donde él pero si al menos me dice que no busque más, yo descanso un poco -asegura-. Pero si está en una fosa, necesito los huesos para darle santa sepultura».
Y es que sepultar a los muertos, saber dónde están los restos, ayuda a que los familiares pueden completar el duelo. «El daño para las víctimas es mucho mayor al no tener un cuerpo para llorar -explica la psicóloga Milena Corzo, de la Fundación Progresar-. Saber que el cuerpo estará desaparecido para siempre es un doble duelo».
Los escalofriantes testimonios obtenidos por CAMBIO son una prueba más de las dimensiones del fenómeno paramilitar en Norte de Santander. Un fenómeno de profundas secuelas que aún están por conocerse. Un fenómeno que aún no ha desaparecido porque las historias siguen repitiéndose.
LA HISTORIA SE REPITE
En Tibú, Diego González cuenta que en 2000 los paramilitares le desaparecieron a su hijo Luis Ángel, un joven que entonces tenía 17 años. «Lo último que supe fue que se lo llevaron a Banco Arena y quiera Dios que no haya terminado en el río, en el horno de ‘el Iguano’ o que me lo hayan matado con ‘el alacrán’ (motosierra)».
Hace un mes, el 23 de abril, las Águilas Negras desaparecieron a otros de sus hijos, Pablo Emiro, de 24 años, que vivía de la venta informal de gasolina. Pasadas las 2:00 p.m., el joven, que días antes se había negado a pagar una extorsión, tomó un taxi colectivo rumbo a Cúcuta y unos hombres le hicieron la señal de pare. Según los pasajeros, obligaron a Pablo a bajarse y le ordenaron al conductor que siguiera sin él. Al parecer, terminó en Puerto Santander, donde está una de las bases de las Águilas Negras, grupo que suplantó a las Auc tras su desmovilización.
Con la desaparición del joven llegan a 40 los casos ocurridos este año en Tibú, la mayoría atribuidos a paramilitares. Impulsado por el padre, el pueblo marchó para exigir a las Águilas Negras que digan qué hicieron con Pablo Emiro. «No quiero que la historia se repita», dice el padre.