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Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet

Fuentes: http://ciperchile.cl

  Entre los 55 mil libros que Pinochet atesoró en forma compulsiva y adquirió a punta de regateos y con fondos fiscales se encuentra parte de la biblioteca privada de José Manuel Balmaceda, una carta original de Bernardo O’Higgins y una particular edición sobre Manuel Rodríguez con timbre de la biblioteca del Instituto Nacional. CIPER […]

 

Entre los 55 mil libros que Pinochet atesoró en forma compulsiva y adquirió a punta de regateos y con fondos fiscales se encuentra parte de la biblioteca privada de José Manuel Balmaceda, una carta original de Bernardo O’Higgins y una particular edición sobre Manuel Rodríguez con timbre de la biblioteca del Instituto Nacional. CIPER se introdujo en los pasillos y testimonios de una faceta fascinante y jamás contada del ex dictador. Los peritos a los que el juez Carlos Cerda les ordenó determinar el valor monetario y patrimonial de su biblioteca debieron pasar 194 horas en terreno y otras 200 dedicadas a pesquisas para llegar a cuantificar su valor: US$ 2.840.000. Y eso que aún quedan cosas por descubrir.


La mañana del martes 17 de enero de 2006, una camioneta tipo Van ingresó al fundo Los Boldos de Santo Domingo, en la costa central. Sus siete ocupantes -un chofer, un funcionario de Investigaciones y dos peritos bibliográficos acompañados por tres ayudantes- no tuvieron inconvenientes para ingresar a la propiedad de descanso de Augusto Pinochet Ugarte. Traían una orden del juez Carlos Cerda, instructor del caso por las cuentas del banco Riggs, para determinar el valor y origen de los volúmenes existentes en las bibliotecas que el general había ordenado construir en sus residencias.

Si bien ya se habían identificado en la guardia de entrada, al llegar a la bifurcación de avenida Don Augusto con paseo Doña Lucía, donde está la casa de los escoltas, la comitiva tuvo que repetir el procedimiento anterior. Mostraron sus identificaciones y la orden del juez. Como todo seguía en regla, continuaron la marcha por avenida Don Augusto y llegaron hasta una de las alas de la casa principal: un amplio espacio de entrada independiente y vista al mar donde el general tenía su biblioteca.

Al entrar, acompañados muy de cerca por cinco comandos vestidos con traje de campaña y armas de guerra a la vista, dos cosas llamaron la atención de los peritos. Una fue la gran cantidad de libros que había en ese amplio espacio, distribuidos en repisas, cajas de cartón y estantes corredizos o full space. Otra, el desorden reinante que presentaba ese despacho, además de una evidente falta de aseo, en el que miles de libros empolvados se hacían un lugar entre adornos, recuerdos, chocolates y objetos personales -como colonias, perfumes, desodorantes, toallas desechables, relojes, fotos, dagas, abrecartas y tarjetas de saludo, visita y Navidad, además de camisas, corbatas y calcetines nuevos, algunos aún con su papel de regalo a medio abrir- que su propietario dejó alguna vez ahí y muy probablemente después olvidó, sin que nadie se atreviera a sacarlos o cambiarlos de lugar. Tampoco a pasarles un plumero.

No hubo tiempo ni lugar para comentarios. Eran cerca de las diez de la mañana cuando los cinco peritos bibliográficos, encabezados por Berta Inés Concha Henríquez y Hernán Gonzalo Catalán Bertoni, dieron inicio a la primera de varias jornadas de trabajo que se extendieron a las residencias de La Dehesa y El Melocotón, además de las bibliotecas de la Academia de Guerra del Ejército y de la Escuela Militar, a las que el general donó cuantiosas piezas poco antes de abandonar la comandancia en Jefe. Había mucho trabajo por delante.
De acuerdo con el resultado de ese informe pericial, que quedó adjuntado entre fojas 71894 y 71912 y que hasta ahora ha permanecido inédito, el equipo de expertos bibliográficos trabajó 194 horas en terreno y otras 200 dedicadas a pesquisas e investigaciones tendientes a determinar el valor monetario y patrimonial de los volúmenes y su mobiliario. El estudio persiguió cuantificar los montos que el general invirtió en este rubro, a partir de dineros que en su gran mayoría se suponen provenientes de fondos de gastos reservados asignados a la Presidencia de la República, a la Casa Militar y a la comandancia en jefe del Ejército.

El informe establece que los libros adquiridos por el general Pinochet son cerca de 55 mil, cuyo valor global fue estimado en US$ 2.560.000. A este monto se suman los valores del mobiliario, encuadernación y transporte de publicaciones editadas en el extranjero, todo lo cual fue tasado en US$ 52.000, US$ 75.000 y US$ 153.000, respectivamente. El estudio trasciende las consideraciones económicas.

Tras dar cuenta de la existencia de piezas únicas, primeras ediciones, antigüedades y rarezas, algunas que ni siquiera se encuentran en la Biblioteca Nacional, el informe concluye que «las bibliotecas objeto del peritaje contienen obras y colecciones de altísimo valor patrimonial».

Entre las muchas obras antiguas que atesoró Pinochet y que aún conserva su familia, aunque sujetas a embargo judicial, se cuenta una primera edición de la Histórica Relación del Reino de Chile, fechada en 1646; dos ejemplares de La Araucana que datan de 1733 y 1776, respectivamente; un Compendio de Geografía Natural y otro de Historia Civil, impresos en 1788 y 1795; un Ensayo Cronológico para La Historia General de La Florida, de 1722; una Relación del Último Viaje de Magallanes de la Fragata S.M. Santa María de la Cabeza, de 1788; y un libro de viajes a los mares del sur y a las costas de Chile y Perú, publicado en 1788 . (Ver listado completo de Libros)

Además, el general se hizo de una parte de la biblioteca privada de José Manuel Balmaceda, incluida una edición a las honras fúnebres del ex Presidente chileno, en cuyo interior se encuentra una tarjeta de la viuda de éste; una carta original de Bernardo O’Higgins y una particular edición sobre Manuel Rodríguez que lleva el timbre de la biblioteca del Instituto Nacional.

«En términos generales, es una biblioteca cara por los volúmenes, muebles y encuadernaciones. Cara por las piezas únicas, por sus colecciones relevantes y, en algunos casos, por su valor documental», sostiene Berta Concha, editora y librera, quien por primera vez se refiere al trabajo realizado por encargo del juez Cerda.

-Encontramos por ejemplo una biografía de Francisco Franco que Manuel Fraga Iribarne dedicó a Pinochet. También un ejemplar dedicado al mismo por Manuel Contreras. Esos elementos le dan un innegable valor agregado.

Tenida sport

¿Sabía el general qué tenía exactamente y cuál era su valor monetario y patrimonial? ¿Contaba con asesoría profesional? ¿Consultaba o leía con cierta regularidad las piezas más preciadas de su biblioteca? El informe pericial no responde esas preguntas. Tampoco parecen saberlo con precisión los comerciantes de libros, colaboradores y familiares de Augusto Pinochet que prestaron testimonio para esta investigación.

Al menos en público no se caracterizaba por demostrar una gran cultura, todo lo contrario. El general proyectaba ser un hombre básico, de conceptos elementales. Sus propios adeptos reconocen que era profundamente desconfiado, acostumbrado a compartimentar información y guardarse opiniones y sentimientos.

Una cosa es segura. El hombre que llegó a ser dueño de una de las colecciones bibliográficas más valiosas del país, con una inversión total que se calcula en 4 millones de dólares (si se le agrega el valor de la biblioteca napoleónica con sus bustos), tenía un aprecio particular por sus libros. Ese aprecio quedó de manifiesto la mañana del martes 17 de enero, a poco de iniciarse el primer peritaje en la casa de Los Boldos.

Acompañado por un médico, un asistente y dos o tres guardaespaldas debidamente armados, Pinochet apareció caminando por sus propios medios, ayudado por un bastón. Según recuerdan los peritos, porque esa imagen resulta inolvidable, vestía polera verde de manga corta marca Lacoste, shorts blancos tipo bermudas, zapatos sport claros y calcetines al tono y subidos casi hasta las rodillas. Tras saludar de beso a uno de los asistentes de los peritos jefes, una muchacha joven que permanecía en la entrada, se instaló tras su escritorio principal para observar en silencio a los intrusos que revolvían su más personal y preciado tesoro.

«Debió haber sido espantoso para él que fuéramos a hurgar en su reino. Pinochet era el rey de ese caos y nosotros habíamos llegado a invadírselo», dice Berta Concha, quien sostuvo un curioso diálogo con el dueño de casa tras los saludos de rigor. Al notar que ella portaba como colgante una lupa de marco artesanal, adorno y a la vez instrumento de trabajo, el general quiso saber detalles.

-Es una lupa mexicana -se explicó Berta.
-¿Mexicana?
-Mexicana. Yo viví en México desde 1973.
-Yo tengo muchas lupas -dijo el general y procedió a buscar las lupas que había dejado en algún lugar de su biblioteca.
Los peritos siguieron en lo suyo. El general siguió buscando sus lupas sin éxito. Los guardaespaldas lo seguían y el médico abordó a los peritos para pedirles que no prestaran atención a los chocolates que el dueño de casa escondía en medio de los libros.

-Es diabético -confidenció en voz baja.

Al rato Pinochet se olvidó de las lupas y procedió a retirarse acompañado de su médico, su asistente y escoltas. En la despedida creyó necesario recordar que a los Presidentes de la República les suelen regalar muchas cosas, de preferencia libros, y que él lo había sido durante 17 años.

Los peritos continuaron trabajando durante todo el día. Augusto José Ramón Pinochet Ugarte no volvería a aparecer esa jornada. Tampoco las siguientes, ni en su casa de Los Boldos ni en La Dehesa, menos en El Melocotón. De acuerdo con el libro testimonial Caso Riggs. La Persecución Final a Pinochet, firmado por su nieto Rodrigo García, «la impotencia de ver a pelafustanes entrar y salir de su escritorio, con sus libros entre sus manos, le hicieron caer en cama por algunos días».

Compulsivo y tacaño

Dos años y medio antes de ser objeto del primer peritaje bibliográfico, cuando las millonarias cuentas del banco Riggs aún permanecían secretas, Augusto Pinochet apareció sorpresivamente por una antigua galería comercial de calle San Diego, en el centro de Santiago. Sin previo aviso, acompañado de su escolta, llegó a visitar a su más fiel y entrañable librero.

En ese entonces Juan Saadé tenía tantos años como Pinochet, que iba para los 90, y aún estaba al frente de la librería de viejos que había fundado en 1941 con el nombre de La Oportunidad. Decía conocer a su cliente predilecto desde que éste era subteniente y solía comprarle libros de historia y geografía de Chile con cheques a plazo. Una vez que quedó instalado en el gobierno, el general de Ejército comenzó a pagar con cheques al día a nombre de la Presidencia de la República.

La afición a los libros fue creciente y antecede a la toma del poder.

En su declaración jurada de bienes, realizada el 21 de septiembre de 1973, declaró poseer una biblioteca particular por un valor de 750 mil escudos, correspondientes a poco más de 6 millones de pesos de la actualidad (US$12.000). De esa época se conservan antiguos ejemplares que llevan el timbre del teniente o ayudante mayor Augusto Pinochet Ugarte. También esas primeras ediciones rústicas de Geopolítica (1968) y Campaña de Tarapacá (1972), dos libros de su autoría que tuvieron una cierta repercusión en el mundo militar.

Desde joven fue aficionado a los libros, en particular a los de historia, guerra y geografía. De eso no parece haber dudas. Pero lo que resulta irrebatible, porque las cifras son demoledoras, es que a contar del Golpe de Estado, su biblioteca personal experimentó un sorprendente y sostenido incremento, producto no sólo de regalos propios del cargo.

Luis Rivano es vecino de la librería de Juan Saadé y aún guarda cientos de fotocopias con portadas de libros usados que ofrecía con sostenida regularidad al general Pinochet. En su mayoría son textos de ciencias sociales, muchos de ellos de marxismo y política de las décadas de los ’60 y ’70, que se salvaron de la hoguera en los días posteriores al Golpe de Estado.

Cuando el general se interesaba por algún título, cosa bastante frecuente, marcaba con un visto bueno la fotocopia de la portada para que Rivano se lo hiciera llegar a través de algún oficial encargado especialmente del tema. De esta forma llegaron a sus manos títulos como Si Yo Fuera Presidente, de Tancredo Pinochet; El Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, de Hernán Vidal; El Gran Culpable, de José Suárez Núñez; El Guerrillero, de Chelén Rojas; Teoría Secreta de la Democracia Invisible, de José Rodríguez Elizondo; y El Mercurio y su Lucha contra el Marxismo, de René Silva Espejo.

El procedimiento fue el mismo con otros libreros de viejos de las Torres de Tajamar, en Providencia. Uno de ellos, que pide guardar reserva de su nombre, recuerda que el general era un comprador compulsivo y de gustos muy definidos. Pedía todo lo que hubiese de Napoleón Bonaparte. Absolutamente todo. Era su gran obsesión. Casi tanto como Ortega y Gasset.

También los libros de línea, como enciclopedias, diccionarios y atlas. Los libreros de las Torres de Tajamar sabían qué ofrecerle y esperar de él: aunque era un cliente leal, que compraba de manera sistemática, a veces desenfrenada si estaban de por medio sus preferidos, solía adjudicarse rebajas unilaterales.

«Era ratón para pagar», refrenda Octavio, hijo de Luis Rivano, que trabaja en Providencia y tuvo la osadía de devolver a La Moneda un cheque por $80.000 que el general había cancelado a cambio de un ejemplar de La Independencia de Chile, editado por Santos Tornero. «Yo sabía que el libro era bueno y que a él le servía, entonces por una cuestión de prestigio de librero insistí en que me pagara lo que valía».

Al poco tiempo Octavio Rivano recibió un sobre con el mismo cheque por $80.000 y un adicional en dinero en efectivo. No se habló más del asunto.

Mi primera biblioteca

La última vez que Francisco Javier Cuadra se reunió con Pinochet fue hacia comienzos de 2006. Cuadra le contó que había conocido a la familia de Fernando Vega, un ex ministro de Fujimori que posee la colección más importante de textos antiguos sobre Chile. Pinochet le contó que hace no mucho había muerto Juan Saadé, su librero de toda la vida, y le pidió que le recomendara el suyo. Cuadra y Pinochet, a decir del primero, hablaban este tipo de cosas, incluso cuando ambos ocupaban oficinas en La Moneda y las urgencias eran otras.

El ex vocero de gobierno sostiene que en esa época, mediados de los ’80, el general permanecía atento al proceso político soviético por medio de libros de actualidad sobre el tema que leía en francés. «Estaba al tanto de las últimas publicaciones sobre marxismo, si salía un libro nuevo, él tenía que tenerlo». Dice Cuadra que para estas y otras materias modernas, se abastecía a través de editoriales y librerías que solían enviarle catálogos con novedades. Dice también que compraba bastante en librerías especializadas del extranjero.

A este respecto, la investigación judicial por las cuentas del Riggs ha indagado en las compras de libros y otros objetos de uso personal que llevaron a cabo los agregados militares por encargo de Pinochet y a costa de los fondos públicos. En la resolución que el juez Cerda dictó en octubre último, se lee: «Algunos de los pedidos eran ejecutados por los oficiales del Ejército de Chile que oficiaban como agregados en las misiones de Washington y Madrid o en las diversas agregadurías».

Como se va viendo, las fuentes de abastecimientos fueron múltiples.

Hubo muchos regalos, por cierto. Algunos de importancia patrimonial, como el Compendio de Historia Civil del Abate Molina que el almirante Merino compró a Luis Rivano con motivo de un cumpleaños del general. Ese ejemplar de 1795 permanece en la casa de La Dehesa, sujeto a embargo judicial, y fue tasado en US$ 1.500. En una categoría similar está el Epistolario de Diego Portales obsequiado por Cuadra.

Hubo ese tipo de gestos y también compras directas y de montos considerables que el general realizó a costa de dineros públicos.

Un gerente editorial de la época, que aún sigue ligado al negocio y pide reserva de su nombre, fue citado hasta los mismos salones de La Moneda para que expusiera colecciones y textos de línea, en especial sobre historia. Como era un proveedor nuevo, hubo que dejarle en claro que al general no le interesaba en lo más mínimo la ficción. Para qué decir la poesía. El único texto propiamente literario que conservó en la biblioteca de Los Boldos se titula El Rigor de la Corneta y es un clásico de la literatura militar chilena.

Cuando el librero llegó a la casa de gobierno, fue instruido para que dispusiera los textos en una sala contigua al despacho presidencial y se mantuviera en silencio en una esquina, dispuesto a responder las preguntas que pudiera formularle el general. Así lo hizo, pero cuando éste apareció, acompañado de un pequeño séquito, no le dirigió la palabra, siquiera una mirada. Revisó los textos -entre los que se contaban un libro de música con tapa de madera, varias enciclopedias y una historia taurina y otra de castillos españoles- y se limitó a hojearlos y a dictarle a un asistente sus preferencias.

La ceremonia no duró más que unos pocos minutos. El librero se retiró en silencio con sus cosas y al día siguiente, siguiendo instrucciones, regresó a La Moneda para dejar la factura y cobrar un cheque girado a nombre de la Presidencia de la República.

Mediante este conjunto de prácticas, Pinochet llegó a acumular una cantidad impresionante de libros de todo tipo. Incluido el manuscrito original del Diario Militar de José Miguel Carrera que hace un par de años fue devuelto al Museo Militar. Pero todo eso, a entender de la perito Berta Concha, no hace necesariamente una buena biblioteca.

«Aunque tiene muy buenas cosas, y se nota que tuvo una asesoría detrás, es una biblioteca muy poco organizada, sin un gran orden, con un afán por atesorar por atesorar. Hay una cantidad de obras de referencia, enciclopedias casi escolares, que develan un escaso conocimiento y una escenografía del poder. Después de leer al personaje a través de su biblioteca, mi conclusión es que este señor miraba con mucha fascinación, temor y avidez el conocimiento ajeno a través de los libros. Quien mandó a quemar libros forma la biblioteca más completa del país. Eso es interesante. De alguna forma conoce la dinámica y el poder de los libros».

De cualquier modo, el de Pinochet fue un proyecto en grande, megalómano, al borde del delirio, que no se fijó límites en gastos y procedimientos.

De acuerdo con el informe pericial ordenado por el juez Cerda, «no menos de un 5 por ciento (2.750 ejemplares) han sido especialmente encuadernados en piel», lo que supone una inversión de $ 41.250.000. Lo que no precisa ese informe es que el trabajo realizado a piezas de todo tipo, desde valiosas colecciones completas de Benjamín Vicuña Mackenna a vulgares ediciones rústicas o simples revistas, fueron realizadas por Abraham Contreras, el más prestigioso encuadernador que ha tenido el país.

Como los grandes coleccionistas, el capitán general también tuvo la ocurrencia de marcar varios de sus ejemplares con un ex libris o sello de propiedad que mandó a fabricar a la Casa de Moneda de Chile. El sello tiene el diseño de una mujer alada que levanta una llama de la libertad al tiempo que sostiene un escudo con las iniciales de Augusto Pinochet Ugarte. La idea surgió casi a la par con el proyecto de ampliación de la biblioteca de El Melocotón, en el Cajón del Maipo, que en los ’80 movilizó recursos y personal de CEMA Chile. La modesta casa de piedra, que originalmente estaba destinada a los escoltas, quedó convertida en un lujoso espacio de 80 metros cuadrados al que muy pocos tuvieron acceso.

Rodrigo García Pinochet fue uno de ellos.

El nieto del general recuerda que la biblioteca de El Melocotón era «como un lugar sagrado, un verdadero santo santorum» al que se introducía un poco a escondidas de su abuelo cuando lo acompañaba los fines de semana. «Era muy receloso de sus libros, siempre los ordenaba personalmente y llevaba una férrea contabilidad de los mismos».

Tan cómodo y a sus anchas se sentía el general en El Melocotón, que según su nieto, pensaba pasar ahí sus últimos días.
Todo cambió a partir de esa tarde de domingo 7 de septiembre de 1986, cuando regresaba a Santiago en compañía de su nieto. Tras salvar milagrosamente de una emboscada de aniquilamiento, en un hecho que dejó cinco escoltas muertos, nueve heridos y un libro llamado Operación Siglo XX (de Patricia Verdugo) que llegó a la biblioteca del general, la casa de El Melocotón comenzó a ser objeto de un progresivo abandono.

La dispersión

En septiembre de 1989, ya resignado a dejar el gobierno y atrincherarse en la comandancia en jefe, Augusto Pinochet Ugarte inauguró la biblioteca de la Academia de Guerra del Ejército que lleva su nombre y reúne cerca de 60 mil títulos, la mitad de los cuales fueron donados por él.

Ahí están varios de los textos de ciencias sociales que durante años le vendieron Juan Saadé y Luis Rivano. También varias de las enciclopedias y libros de línea y divulgación que el general adquirió de manera frenética. Hay piezas valiosísimas en términos patrimoniales, algunas como el Ensayo Cronológico para la Historia General de La Florida (1722), de Gabriel Cárdenas, tasado en más de tres mil dólares y que ni siquiera se encuentra en la Biblioteca Nacional. Hay cosas extrañas, como una horripilante versión de Martín Fierro forrada en cuero de vaca y dedicada por Raúl Matas hijo al «estimado Presidente». Hay cosas dignas de atención, como una reproducción del despacho que el general ocupó en La Moneda. Cosas históricas como una firma de Manuel Contreras en el libro de visitas ilustres. Y también una de las más completas colecciones de libros que analizan el régimen militar.

El fondo bibliográfico aportado por Pinochet a la mayor biblioteca del Ejército se calcula en cerca de 29.729 títulos, poco más de la mitad de lo que aún se mantiene en poder de la familia entre las residencias de Los Boldos y Los Flamencos. En El Melocotón no quedan más que 200 libros sin mayor valor.

Una importante colección relativa a Napoleón Bonaparte, además de once esculturas en miniatura del mismo personaje, permanecen en la bóveda del museo de la Escuela Militar, a la espera de que el juez Cerda levante su embargo o determine otra cosa. Suman 887 volúmenes y fueron donados en septiembre de 1992 por su entonces comandante en jefe. Hay además, 633 títulos de diferentes temáticas que fueron a parar a la Fundación Pinochet y 37 que se encuentran en la biblioteca central de la Universidad Bernardo O’Higgins.

En el penúltimo caso, que no ha sido objeto de la investigación del juez Cerda, varios de los libros recibidos son relativamente recientes, en apariencia sencillos, sin mayor valor agregado. No hay grandes colecciones, rarezas ni antigüedades. Sin embargo, por razones diversas, tuvieron una significación especial para el hombre que los donó pensando en «la juventud chilena», a poco de su retorno de Londres.

Entre esos 633 libros, hay una autobiografía de Erich Bauer, almirante de la marina del Tercer Reich, que aparece subrayada en la definición que entrega el autor sobre el vicealmirante Von Ingenohl: «Resultaba difícil adivinar su pensamiento íntimo, pues no descubría jamás sus planes a los ojos de los demás de manera abierta».

Hay también marcas del lector en El Libro Negro del Comunismo. Crímenes, Terror y Represión, donde se subraya que las víctimas de los regímenes de la órbita soviética «ya se acercan a la cifra de cien millones de muertos», y una dedicatoria que el autor de Estrategia y Poder Militar, Fernando Milia, capitán de la marina argentina, escribe en noviembre de 1976 «al señor general Augusto Pinochet, reconocido geopolítico ayer y pilar antimarxista hoy, con todo mi respeto intelectual».

Ayudante de investigación: Aurora Radich