«Ocupamos el templo con el dios Mercado; él nos organiza la economía, la política, los hábitos, la vida.» (José Alberto Mujica Cordano, expresidente de la República de Uruguay)
«…lo Global toma todas las cosas desde lo lejano, como si fueran exteriores al mundo social y completamente indiferentes a los asuntos humanos. Lo Terrestre considera las mismas cosas, pero vistas de cerca, en el interior de los colectivos y sensibles a la acción humana, a la cual reaccionan vivamente.» (Bruno Latour: Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política)
El mito es la primigenia expresión de la necesidad de sentido intrínseca a la condición humana. Constituyen por así decir el plasma cósmico originario de las primeras estrellas que conforman el universo simbólico dentro del cual se desenvuelve nuestra sempiterna búsqueda de entendimiento. ¿Qué hacemos aquí, seres conscientes en un vasto escenario indiferente a nuestras cuitas? Las historias, inventadas por criaturas tan crédulas como capaces de pensamiento racional, dotaron de significado al drama humano; dado que el conocimiento de la verdad requiere su tiempo, mucho tiempo, y la ansiedad que en nosotros causa la incertidumbre es difícilmente soportable, que el mito fuese muy anterior a la filosofía y a la ciencia era algo natural. Antes que un no sé, un relato que aporte un para qué y que justifique el estado de cosas que nos encontramos al venir a este mundo recién llegados de la nada. Apenas alumbra en cada uno de nosotros la consciencia brotan las preguntas sin parar y resulta tentador hacer propias las respuestas ya existentes y avaladas por el acervo cultural de la comunidad que nos acoge y nos cría. Hay que asumir la verdad de que el ser humano es un animal mitogenético, y que acepta naturalmente el mundo tal como se le presenta.
El Génesis es el mito fundacional por excelencia en lo que a nuestra cultura en su componente judeocristiano se refiere. Entre sus protagonistas se encuentran Caín y Abel, los hermanos nacidos de Eva. Atendiendo al relato bíblico, ellos encarnan los primeros trabajos; definen la forma en que el ser humano se relaciona con la tierra. El lugar queda así definido como espacio que se habita y que se trabaja. Se reconoce un vínculo de dependencia del humano respecto del lugar. El primer mundo humano –¿cabría decir el genuinamente humano?– es el conformado por las relaciones entre la tierra –prácticamente reducida en su entidad a suelo–, la familia y Dios. El suelo nutre tanto a las plantas que dan sus frutos a Caín como al ganado que mantiene Abel.
Se nos dice que ambos hermanos presentaban sus ofrendas a Dios. Según se apunta Abel lo hacía de buena gana, mientras que Caín lo hacía sin convicción, por lo que el Supremo Creador mostraba predilección por el pastor, lo que motivó la envidia del agricultor. Debió de alcanzar la suficiente intensidad esa envidia como para que Caín llegase a matar a Abel; a resultas de lo cual el fratricida fue expulsado por la máxima autoridad de la tierra sagrada, haciéndole vagar hasta encontrar un nuevo lugar «al este del Edén» tras años de peregrinaje. Allí –según se nos cuenta–, en la tierra de Nod fundará la ciudad de Enoc, donde hará su vida, con familia propia incluida, hasta el momento de su muerte. Es interesante no pasar por alto el detalle de que esa relación personal que ambos hermanos mantenían con Dios se acaba para el primer urbanita desde el instante de su salida del Edén. Esto quiere decir obviamente que el desarraigo acarrea la condición de maldito para Caín, pues su Dios lo deja a su suerte. La ciudad no es un genuino lugar al ser fruto del desarraigo; es puro artificio germen de la civilización.
Podría interpretarse entonces, a partir de este mito del Génesis, que hay un ingrediente de maldición en el progreso, como consecuencia de la ruptura del frágil equilibrio originario que se establece entre el lugar, quien lo habita y la dimensión de lo sagrado, es decir, de lo que se entiende por valioso. La materialización de esa ruptura es el desarraigo y la pérdida del lugar de referencia. El progreso está asociado a este hecho intrínsecamente traumático como se ve hermosamente plasmado en la novela del genial Miguel Delibes titulada El camino y publicada en 1950. El protagonista de la historia es Daniel «el mochuelo», un mozalbete que se asoma a la pubertad cuyo padre le obliga a marchar a la ciudad para que progrese.
No hay que perder de vista que esta novela se publica cuando España está a punto de lanzarse al gran éxodo rural hacia las ciudades que en nuestros días ha desembocado en el fenómeno reconocido mediáticamente de la «España vaciada», manifestación nuestra de esa ruptura del frágil equilibrio que creo que encierra en su núcleo semántico el mito de Caín y Abel. Pero es que lo mismo en esencia cabe reconocer en el así llamado proceso de gentrificación, que es una realidad insoslayable en las propias ciudades. Éstas ven alterado su equilibrio socio-urbano por una idea de progreso entendida dogmáticamente y auspiciada por el imperio omnímodo del mercado que ha roto por completo su vínculo con el lugar y se ha desconectado de la realidad concreta y tangible. Su reino ya no es de este mundo, sino del de las finanzas que atiende en exclusiva al mandato de un ente deslocalizado y omnipresente como Dios, pero que obliga a las personas, en aras a la prosperidad económica (reducida a acumulación financiera), a ignorar el frágil equilibrio dejando así que la balanza caiga del lado de los beneficios a costa de la vida. El resultado es la desorientación del sentido de lo valioso.
La globalización se sustenta en esa indiferencia hacia el lugar. La mirada de quienes han concebido la economía mundial, sobre todo a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, desprecia lo concreto para atenerse a la representación abstracta que reduce todo a su condición de fuente de dinero.
Ya he dicho que somos animales mitogenéticos, lo que equivale a decir que no podemos vivir sin historias. Cuentos, antes que teorías o incluso ciencia. Hoy los mitos están en el cine y en las series de televisión, sobre todo. En ellas podemos, como antaño, encontrar las claves de lo que nos inquieta y atemoriza al tiempo que se plasman nuestros anhelos de un sentido.
No creo que sea casualidad que en unos meses haya visto tres películas españolas que tienen en el lugar donde ocurre la historia el factor narrativo clave. La última de ellas en ser estrenada se titula Suro de Mikel Gurrea. Las otras dos son Alacarrás y As bestas, las aclamadas obras de Carla Simón y de Rodrigo Sorogoyen, respectivamente. Los tres títulos mencionados desarrollan su tensión narrativa en torno al vínculo que los personajes tienen con el sitio que habitan. Hay en ellos un reconocimiento del valor existencial del lugar donde transcurre la vida de las gentes, de su poder para ofrecer a la existencia humana –en sí misma abierta por su carencia de determinación vital, por su intrínseca plasticidad– un horizonte orientador que dé respuesta a la necesidad de propósito de las personas.
En las dos primeras películas nos enfrentamos a la tensión vital que genera el progreso, que en ambas dos aparece materializado, paradójicamente, por el desarrollo de las fuentes de energía alternativas, las que supuestamente integran en su desarrollo el cuidado del medio ambiente, pero que conllevan también un coste, el pago en sacrifico de un territorio. En el caso de Alcarrás, una familia que vive en su particular edén rural (evocaciones míticas siempre) padece la extinción de su bucólico modo de vida basado en el cultivo de una huerta en un pueblecito catalán. Como el chiquillo protagonista de la novela de Delibes, el progreso aparece como una implacable deidad que exige su sacrifico en forma de deslocalización, de expulsión fuera de la Arcadia en la que regía ese equilibrio primigenio según el cual se creó el mundo y que la acción del ser humano, paradójico animal que no acaba nunca de encontrar su lugar, pone constantemente en peligro. Lo local frente a lo global; el sagrado vínculo con la tierra nutricia frente a las exigencias de una economía deslocalizada que impone su orden. El suelo tangible y próximo frente al etéreo cielo del dinero abstracto. El lugar quedará colonizado por artefactos que producirán beneficios para otros muy lejos de allí, obligando al desarraigo de los de aquí, de los que tienen su historia aquí y, por ende, el sentido de sus vidas.
En el caso de As bestas, el lugar, materializado en la película en un paisaje de montaña de Galicia, aparece bajo la mirada ambivalente de sus antagonistas: de un lado, una torva familia de ganaderos que ve la oportunidad de escapar de una vida condenada a un trabajo ingrato que les vino impuesta por un destino histórico siempre injusto, vendiendo sus tierras a una multinacional que instalará en ellas una planta de generadores eólicos; del otro, una pareja de extranjeros, franceses, recién llegados, que ven en el mismo paisaje la salvación respecto de una vida urbana alienante y un frente de resistencia contra la dictadura del capitalismo del mercado global. Están convencidos de que la liberalización y la globalización son un chanchullo de dimensiones planetarias que aumenta el poder de una minúscula élite a costa del bienestar de las masas. La tensión entre ellos acabará de modo que reproduce la tragedia entre los primeros hermanos de la historia sagrada. Pero también es la tensión que vivimos en nuestros días entre la sociedad de las ciudades y la del campo, que surge del sometimiento de éste a las exigencias de aquélla, y que tiene su expresión más sangrante en la falta de reconocimiento del valor del trabajo de quienes habitan el espacio rural. Su valor, más allá de lo que dicte el capricho del mercado mundial, que desprecia desde su punto de vista abstracto la importancia de las vidas concretas, reside en su contribución al mantenimiento del frágil equilibrio. Ahora que este planeta soporta ya a ocho mil millones de seres humanos, ¿qué porcentaje de ese número sería sostenible en las ciudades? ¿Cuán valioso es lo que se pierde cada vez que muere un pueblo o no se encuentra reemplazo generacional para actividades agrícolas locales?
Por su parte, Suro, la última de las películas estrenadas, es el reconocimiento del quebranto de ese equilibrio que reside en el reconocimiento del lugar propio. En ella se muestra el daño que puede provocar la ignorancia e incluso el desprecio de los códigos locales, porque se tiene la confianza que da la fe en la superioridad de la razón del progreso. (No hay que pasar por alto en los tres filmes la relevancia de las lenguas locales que subraya la particular idiosincrasia del microcosmos de significado que se muestra en su singularidad.) La historia que nos cuenta la obra de Mikel Gurrea es la de una pareja de urbanitas barceloneses que se instalan en una finca de un pueblo del Empordá en el que la extracción del corcho es la principal actividad económica. Ellos son arquitectos de profesión, y como hacen habitualmente en su mesa de diseño, han decidido imponer ese plano de vida abstracto que se han trazado a una realidad concreta ya existente, con su historia y sus códigos establecidos. El choque entre su plan y los modos de trabajo que de antemano regían en las labores del alcornocal van a mostrar otra vez aquí las dramáticas consecuencias de poner en riesgo el frágil equilibrio. En las difíciles relaciones entre los trabajadores locales y los inmigrantes magrebíes que trabajan sin contrato para cumplir con el bajo coste de la extracción se hace patente que el imperativo del mercado global se impone en todas partes; que no hay escapatoria posible cuando se trata de obtener un beneficio económico y que bajo su presión las costuras de los principios éticos acaban rompiéndose. Aquí, como en la película de Rodrigo Sorogoyen, hallamos en el relato un trasunto de la tensión, que tiene su origen en la naturaleza humana, entre el ellos y el nosotros; porque los humanos tenemos una facilidad innata para desarrollar lealtad a grupos pequeños e íntimos que identificamos con el nosotros, pero recelamos espontánea e irracionalmente de los otros, extraños y/o extranjeros. La globalización convierte al planeta en un inmenso mercado de la misma naturaleza abstracta que un plano del que se elimina las variables que tienen que ver con los vínculos de las gentes y sus lugares, fundamento clave de las comunidades. La movilidad y el desarraigo vienen impuestos –que no libremente elegidos– por la propia dinámica de ese mercado impersonal, que tiene un intrínseco efecto destructivo (recuérdese la destrucción creativa de Joseph Schumpeter), y que ignora –por no decir que desprecia– los conflictos sociales que genera y que vienen asociados a la xenofobia, el racismo y la multiculturalidad. Suro le da al espectador la oportunidad de constatar, a través de la mirada centrada en el microcosmos concreto del alcornocal, lo que es un hecho global incontestable: que el libre mercado universalmente implantado crea un ejército planetario de esclavos que trabajan a destajo de forma clandestina sin que valgan para ellos los tan cacareados derechos humanos (para muestra de moda, el «milagro» de la Copa Mundial de la FIFA en Catar).
Como antaño en la antigüedad cuando eran los mitos los que expresaban el universo simbólico que dotaba de sentido a nuestra existencia en el mundo, nuestras historias de hoy, confeccionadas con el discurso de la tecnología audiovisual, reflejan las tensiones dramáticas de la realidad que nos ha tocado vivir. En las tres películas referidas se expresa de una manera u otra la idea de que el progreso conlleva necesariamente el pago de un precio moral que se traduce humanamente en dolor. En el devenir de las últimas décadas el libre mercado universal se ha mostrado como la forma definitiva e inapelable de ese progreso. La miríada de variadas culturas y sistemas económicos que siempre han existido pierden su valor ante la suprema razón del enriquecimiento global, el cual, por cierto, lejos de traducirse en un acercamiento a la convergencia económica ha ido de la mano del incremento de la desigualdad en todo el planeta, de la inestabilidad social y de la destrucción de comunidades. Las excelentes obras cinematográficas que aquí he comentado nos dan la oportunidad de reflexionar sobre el efecto que tiene dicho proceso en el frágil equilibrio entre las vidas de las gentes y sus lugares.
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