Recomiendo:
0

Viena, entre la paradoja y la peste

Fuentes: aesteladodelparaiso.wordpress.com

Viena es una de esas ciudades que con el paso de los años han terminando convirtiendo en rasgo de personalidad la paradoja. Porque si algo parece marcar hoy a la capital del Danubio es su contradictoria proyección como ciudad imperial y sus íntimas entrañas provincianas. Borrados los recuerdos de la vieja Viena Roja, la ciudad […]

Viena es una de esas ciudades que con el paso de los años han terminando convirtiendo en rasgo de personalidad la paradoja. Porque si algo parece marcar hoy a la capital del Danubio es su contradictoria proyección como ciudad imperial y sus íntimas entrañas provincianas. Borrados los recuerdos de la vieja Viena Roja, la ciudad respira un aire melancólico en el que se mezcla el pasado glorioso de su Palacio Schönbrunn -reducido a mero decorado para una trasnochada película de Romy Schneider- y un indisimulado complejo localista con el que sobrellevar el desconcierto de los nuevos tiempos.

En realidad hace mucho que la ciudad arrastra esta pugna interior. Se remonta, al menos, hasta aquellos años en que el emperador Francisco José decidió engalanarla con los elegantes vestidos del Ringstrasse, decorado definitivo para un vals interminable, mientras en sus calles y plazas se gestaba el palpitar profundo del siglo XX: la Gran Guerra, el sueño del socialismo, la implacable pisada fascista, el desgarro bélico de nuevo. No es extraño, pues, que fuese precisamente aquí, en su residencia del número 19 de Bergasse, desde donde Sigmund Freud se adentrase en las claves introspectivas del individuo contemporáneo.

En cualquier caso, el psicoanálisis no fue el único en atreverse a mirar los secretos del alma. Como una muestra más del dualismo vienés, Gustav Klimt y Egon Schiele no vacilaron en lanzarse en los abismos interiores del deseo y la vida a través de los vericuetos del arte. Su obra se asemeja en muchos casos a la cara y el reverso de un mismo espejo en el que mirarnos. Y si Klimt ilumina sus figuras femeninas con pinceladas metálicas de oro y plata, Schiele descoyunta los cuerpos inyectados de color, en su soledad de sexo y desespero.

Pero la mirada de Klimt no es inocente, ni se reduce al mercantilizado instante de El beso, reproducido hasta la saciedad por interioristas empalagosos. El artista es consciente de que en las profundidades se esconde el monstruo. Nos lo mostrará en su friso dedicado a Beethoven del edificio Secession, espacio en otro tiempo de ruptura con los moldes neoclasicistas, que hoy es poco más que una sala vacía bajo el control de un vigilante aburrido del tiempo y los colores. Allí aguarda salvaje la simiesca amenaza de Tifeo junto a las gorgonas.

Sin embargo Viena, a diferencia de Freud, Klimt o Schiele, no mirará nunca a los ojos del gigante. De hecho, ni los austro-marxistas lo hicieron, pues tan temerosos estaban de que el monstruo se hiciera revolución obrera que en sus elucubraciones teóricas ni siquiera percibieron que la bestia nacionalsocialista ya andaba suelta. Su apuesta fue entonces el titubeo desorientado de aquella Internacional Dos y Media de 1921, del mismo modo que hoy la ciudad trata de protegerse de la confusión con su coraza provinciana de cafés y palacios.

La capital austriaca encarna por ello mejor que cualquier otra, la realidad europea de nuestros días: una sociedad asustada, que se aferra al miedo para sentirse segura entre cuatro paredes de perdido esplendor. No es extraño, pues, que sea precisamente entre el comercial bullicio de la calle Graben, donde aceche al paseante una monumental columna dedicada a la Peste. Es la barroca visión de la muerte, vencida entre los escaparates y reclamos de tiendas y almacenes. La misma que, entre cortes publicitarios, nos asalta en la sobremesa con las novedades televisivas de la última epidemia.

El pánico y el reclamo comercial llegan así unidos de la mano. Por eso nunca ha de faltar la amenaza del contagio: sea por el recuerdo de la peste de 1679, o por el último avance informativo de la pandemia mexicana. O sea, en fin, por la evocación de aquella letal gripe española que nos legó, sin pretenderlo, la fotografía última de Schiele, relajado, con la cabeza recostada en el brazo, en la placidez definitiva de su lecho de muerte.

Saber que la bestia anda suelta nos reconforta, o al menos nos evita el peligro de mirarnos al espejo. Porque si por error desviáramos la mirada, tal vez descubriríamos una última imagen de la ciudad en el reflejo. Allí estaría el siniestro rostro de Orson Wells en El tercer hombre, la angustia de Joseph Cotten, la noria gigante en Prater y una certeza agazapada en las cloacas: en tiempos de contagio la falta de escrúpulos y la penicilina son los valores más lucrativos. Como también podríamos llegar a entrever que no muy lejos de aquel decorado de película, los herederos de Jörg Haider pasean con traje de domingo por las calles reales de Viena. Entonces, tal vez entonces, lleguemos a sospechar que la verdadera bestia no era aquella con la que tanto nos asustaban.