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Vigencia de la leyenda de la autoridad política

Fuentes: Rebelión

Aunque se pueda hablar de varios tipos de autoridad, el punto de referencia en este caso es la autoridad de naturaleza política. Ha venido siendo vista y entendida como un dios al que los más astutos han colocado en las alturas para regir la vida de los humanos sin posibilidad de poder cambiarla sin su […]

Aunque se pueda hablar de varios tipos de autoridad, el punto de referencia en este caso es la autoridad de naturaleza política. Ha venido siendo vista y entendida como un dios al que los más astutos han colocado en las alturas para regir la vida de los humanos sin posibilidad de poder cambiarla sin su consentimiento, procurando utilizar tales efectos en su propio provecho. En este caso la autoridad no es pacífica porque las masas afectadas por sus determinaciones la ofrecen sumisión por temor, y obedecen sus mandatos no por libre convicción, sino por temor al castigo que viene en caso de contravenirla. Solo los pícaros, obrando en la parte tenebrosa de la existencia, se atreven a desafiarla con discreción, confiando en pasar desapercibidos para cobrarse su tanto de beneficio ilícito. Así pues, sobre el tema de la autoridad pueden observarse tres posicionamientos.

Si en los tiempos de las leyendas, el asunto de la autoridad se movía en la dimensión de los dioses como máximos exponentes de la superioridad, mientras que que los humanos eran vistos como seres insignificantes, de una inferioridad abrumadora, luego resultó que, con la modernidad, a las viejas creencias tomo el relevo la razón. Pese al cambio operado, en este punto la leyenda continuó vigente en lo sustancial, aunque bajo nuevas formas. El avance operado, resultó poco significativo porque se siguió hablando de ídolos, salvo que entonces su lugar fue ocupado por el Estado de Derecho, que siguió utilizando, debidamente actualizada en el plano político la leyenda de la autoridad. Llegados a este punto, el fondo de la cuestión, amparado en el orden como argumento político, es que los individuos, proclives al desorden, dado que pueden sentirse afectados por el influjo de las pasiones, necesitan ser controlados; por otra parte, siguen siendo considerados como números, vasallos del poder, a los que hay que meter en cintura, ahora no con la espada sino con el poder de la norma jurídica puesta al servicio de quien ejerce el poder.

Se ha dicho que los dioses son un producto creado por la mente humana. En ese caso habría que añadir que lo ha sido bajo la dirección de los astutos, dispuestos a sacar beneficio de la creencia. Los viejos voceros de la voluntad de la divinidad, a los que en tono solemne se llamó oficiantes del culto y representaron el principio del poder, se aprovecharon de las masas diciendo que había seres superiores y ellos eran sus enviados. No obstante tuvieron que ceder ante la realidad inmediata de los más fuertes para construir la teocracia, buscando la armonía de la voluntad de los dioses con la fuerza de las armas, asumiendo el poder, arropándolo bajo la fórmula sagrada de la autoridad. La imposición de tal creencia no fue exclusiva, por ejemplo, del viejo Egipto, su espíritu se fue proyectando en el mundo con ciertas variantes, dando culto a la autoridad personal del enviado de los dioses, hasta la liquidación del absolutismo.

La Ilustración sentó las bases para que la creencia fuera reemplazada por la razón, pero en realidad con el principio de autoridad lo único que se hizo fue ponerla en la tierra para que pudiera ocupar su lugar la divinidad laica del Estado de Derecho. El resultado fue que si en los tiempos precedentes eran los astutos, reyes y sacerdotes, los que echaban mano de la autoridad para ejercer su voluntad en nombre de la divinidad, a partir de entonces fueron los nuevos gobernantes los que la utilizaron, diciendo obrar en nombre de la legalidad. Ahí quedaron las masas sumisas, dirigidas por los nuevos oficiantes, dispuestas a acatar la voluntad del Estado de Derecho expresada por boca de los ejercientes del poder.

El principio general que rige la autoridad, simplemente la capacidad de condicionar la voluntad de otro a tenor de la cualidad especial del que puede hacerlo, sin necesidad de imposición violenta, remite a una especie de incapacidad mental del afectado u otra situación de inferioridad que le impide dar una respuesta acorde desde su individualidad. Es decir, parte de la desigualdad de posiciones por razones físicas, mentales o existenciales, que se ha hecho extensiva a la autoridad política. Así pues, la autoridad impone la desigualdad, lo que políticamente se contradice con aspectos del modelo del Estado de Derecho. No resulta coherente, de otro lado, construir una democracia de inferiores y hablar de igualdad, de derechos y finalmente de legitimidad, porque en este supuesto el pueblo queda inhabilitado para ejercer la autoridad al ser desplazada a la llamada minoría dirigente.

En el caso de la autoridad política no encaja la tesis de Kojève, entendida la autoridad como posibilidad de actuar sobre los demás, al margen de la fuerza, sin que reaccionen, pese a que puedan hacerlo, puesto que la fuerza siempre está presente aunque sea simbólicamente. La autoridad política se sostiene inevitablemente una fuerza material o la posibilidad de ejercerla. Desafiar a la autoridad entraña el riesgo de enfrentarse a la fuerza dominante, con lo que no cabe reacción por parte del sometido. Sostenida en la tradición como elemento enérgico para suavizar voluntades, se acoge a la realidad de fondo de un ente superior, ya sea divino o finalmente estatal. Simplemente se trata de poder, que no es más que la fórmula para racionalizar en lo posible la fuerza y formalizarla.

Sin embargo el punto central del tema, no es la autoridad misma, base indiscutible del orden social, sino los que la ejercen. Es aquí donde intervienen los más hábiles o simplemente los más astutos para, echando mano del símbolo representado en el ídolo moderno del Estado, llevar a la práctica sus atribuciones y desplegar el poder, que es en realidad su voluntad de poder personal hábilmente disfrazada en el caso de los gobernantes de las llamadas democracias representativas. En este punto siempre ronda la cuestión de la legitimidad o justificación medianamente razonable para ser reconocido por todos como el representante de la autoridad. Tradicionalmente, los ejercientes de ese poder representado como autoridad han acudido a la legitimidad implícita o explícita para dejar a un lado la fuerza material que late en el fondo para sostenerlo, acudiendo a principios de razón, que han ido desde el que encuentra Platón en la sabiduría, a la lucha a muerte por el reconocimiento de Hegel. Hoy basta con la democracia representativa para cubrir las apariencias.

Si la autoridad es incuestionable en cuanto exigencia del orden social, desde la perspectiva política no lo es tanto que los voceros de la autoridad pasen a ser una minoría cuyas determinaciones condicionan la posibilidad de actuar de la mayoría, ya sea en base a la legitimidad, a su sabiduría o a cualquier circunstancia diferencial que les sitúe por encima de lo común. Por otro lado, si la cuestión responde a una necesidad práctica, ya que el ejercicio de la autoridad no puede corresponder a todos por limitaciones de la praxis, resulta que la autoridad, encadenada a la voluntad general tanto en su origen como en su actuación, es suplantada por la de una minoría. A estas dos cuestiones se añade otra, que es considerar al representante de la autoridad como la autoridad misma, cuando resulta que la autoridad es un ente, al que no puede suplantar la persona en virtud de la acción para poner sus atribuciones a su servicio personal.

Así pues, aunque la Ilustración remite a la autoridad al principio de razón, el peso de la tradición hace que se continúe con la leyenda de la autoridad en sentido político, aunque sea desde ese otro planteamiento referenciado al Derecho, abordando la cuestión a través de la legitimidad o conformidad con el sentido jurídico a la democracia. Esta claro que cuando se dice que la soberanía reside en el pueblo no se hace sino admitir que la fuerza de la sociedad, sin perjuicio de manipulaciones ideológicas, viene del sumatorio de todos y cada uno de sus miembros y el poder corresponde en exclusiva a la entidad llamada pueblo, sin que pueda ser representada. Pese a todo, aunque la autoridad reposa en las instituciones del Estado de Derecho por razones simbólicas, su ejercicio corresponde a personas, unas minorías a las que de facto se entrega el poder, conforme a la ley, lo que no deja de poner en evidencia incapacidad de los demás. Habría que reconsiderar que la autoridad solo está en quien tiene la fuerza, y este es el pueblo. Escuchar su voluntad es la única autoridad, mientras que todo lo demás no pasan de ser nada más que arreglos temporales de conveniencia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.