A fuerza de ñeque, Violeta Parra expuso sus obras plásticas en el Pavillon de Marsan, del Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre, en abril de 1964. Según el catálogo original de la exposición, eran veintidós arpilleras bordadas con lanas coloridas, veintiséis pinturas al óleo sobre tela o madera prensada y trece esculturas en […]
A fuerza de ñeque, Violeta Parra expuso sus obras plásticas en el Pavillon de Marsan, del Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre, en abril de 1964. Según el catálogo original de la exposición, eran veintidós arpilleras bordadas con lanas coloridas, veintiséis pinturas al óleo sobre tela o madera prensada y trece esculturas en alambre. Después de años, en el mismo museo la Corporación Violeta Parra realizó una exposición con cuarenta y dos obras de la artista, tapices bordados en arpillera y yute.
En su estancia europea, Violeta expuso en diversas galerías de arte de París y Ginebra. Sus últimos trabajos eran en papel maché, algunos en gran formato en cuya realización uso materiales que incluían engrudo, papel de diario y pinturas, sobre madera o láminas prensadas. Hizo esculturas y máscaras, a algunas les incorporó porotos, garbanzos, lentejas, arvejas. Estas últimas obras las hizo en su casa-taller de la rue Voltaire, en Ginebra. El conjunto era para ella «canciones que se pintan y bordan». Reflejan escenas de la vida cotidiana tanto rural como urbana y oficios diversos, leyendas, mitos, cuentos, personajes de la cultura popular.
En 1968, el rector Fernando Castillo Velasco organizó el primer homenaje póstumo a Violeta Parra en la Universidad Católica de Chile, encargando el montaje de la exposición a la actriz Sonia Fuchs. Violeta empezaba a tener una muchedumbre de amigos…
Durante el gobierno de la Unidad Popular, Tencha Bussi, desde la Secretaría de Cultura de La Moneda, organizó varias exposiciones, entre ellas una de artesanos y orfebres urbanos y otra de las arpilleras de Violeta en una sala de la Avenida Providencia. Estos tapices no fueron valorados por los críticos de arte, pero sí lo fueron por las mujeres que se inspiraron a partir de ellos para bordar las arpilleras destinadas a recorrer el mundo denunciando los crímenes de la dictadura.
En 2004 se realizó una exposición de toda la obra de Violeta Parra en el amplio salón de la Municipalidad de Chillán, en el curso del centenario del nacimiento de Pablo Neruda.
Durante un tiempo muchas arpilleras fueron expuestas en el Centro Cultural La Moneda.
Violeta Parra no se preocupó de sus obras. Las dejó repartidas, prestó muchas, regaló otras. Miria Contreras, «La Payita», cuando vivió en París el exilio se encargó de reunir las dispersas arpilleras, cuadros y demás trabajos artísticos de Violeta para enviarlos a La Habana. Los Parra, en una gira a Cuba, firmaron con Haydée Santamaría, de la Casa de las Américas, un convenio de protección de esas obras hasta que llegara el momento de devolverlas a Chile.
Hoy se exponen treinta y nueve de ellas en el Museo Violeta Parra.
MUSEO VIOLETA PARRA
Un devoto público de personas de todas las edades recorren los estrechos pasillos del recién inaugurado Museo Violeta Parra. Acercan sus orejas a unos troncos donde se presiente la música, disfrutan la magia de las arpilleras y se dejan envolver por la asombrosa imaginación de la gran creadora. La escasez de espacio impide que se exhiban las restantes obras. Así que se harán exposiciones rotativas.
Situada en Vicuña Mackenna N°27 esta construcción diseñada por Cristián Undurraga se suma a otras suyas, entre las cuales se cuentan el Museo San Alberto Hurtado, la Plaza Sotomayor de Valparaíso, la Plaza de la Constitución, la Plaza de la Ciudadanía y la monumental bandera de Chile que se alza frente a La Moneda y el Centro Cultural Palacio de La Moneda, el Memorial San Alberto Hurtado, el Pabellón de Chile en la Expo Milán 2015…
Violeta raíz, poetisa, cantora, compositora, recopiladora de voces perdidas, pintora y tapicera que teje, borda, amarra, ata, anuda los hilos de la memoria, habita este recinto, aunque sigue siendo mirada con reticencia a la hora de incluir su nombre tanto en las antologías como a la hora de analizar sus pinturas y tapices. Su dimensión poética ha sido disminuida y llevada al reducto del folklore, dejando de lado lo trascendental de su pensamiento, más cercano a la filosofía. La culpa, la muerte, lo efímero de la carne, la oscuridad del alma impregnan su poesía y logra expresar su concepción de la muerte como parte del proceso vital, tan bien expresada en el «Rin del angelito».
El cantautor Osvaldo Rodríguez Musso fue el primero en reconocerla como la auténtica fundadora de la Nueva Canción Chilena y poetisa legítima; de Gabriela Mistral y de Violeta dijo: «Las dos han derrotado al tiempo con su obra: la primera, con el apasionado humanismo de sus versos; la segunda, con la pasión de su canto popular. Para ambas la pasión viene a ser el impulso esencial de su arte, sentimiento que se decanta en amor y que, en ningún caso, es asumido como un simple tópico artístico o literario. Al contrario, si hay algo que las une, pese a sus diferencias específicas, es la autenticidad de su legado de amor asumido y expresado en su dimensión individual y social».
Violeta aprendió en la infancia a bordar y coser, porque siendo muy niña trabajó como costurera para ayudar a su madre. Al mismo tiempo aprendió a tocar la guitarra. Empezó cantando en calles, trenes, restaurantes populares, cantinas, circos, hasta en casas de remolienda, pero más tarde llegaría a universidades y grandes centros culturales. A Violeta no le costaba nada levantar un circo donde sus hijos y demás parientes realizaban malabares, contorsionismo, todas las actividades y entretenciones circenses, creando un espacio mágico y abriendo las puertas a la fantasía. Pero ninguna actividad la hacía olvidar la música y la poesía. Recorrió el país recuperando y recreando antiguas canciones y ritmos, entrevistando a cantoras y músicos de apartados villorrios. Hizo suyo el olvidado guitarrón.
El Festival Mundial de la Juventud celebrado en Varsovia en 1954 le abrió las puertas del reconocimiento internacional: un público de muchos lugares del mundo la conocería en sus recitales. Ese festival fue su gloria y su mayor sufrimiento, porque había dejado a su guagua de pocos meses en Chile. Estaba en París cuando supo que Rosita Clara había muerto: pagaba muy caro el derecho a la independencia, a la libertad, al espacio creador.
Contratada por la Universidad de Concepción en 1957, fundó el Museo Nacional del Arte Folklórico. Allí conoció a los artistas Julio Escámez y Santos Chávez; a este lo invitó a venir a Santiago. Dispuesta a todas las formas nuevas, cantó y compuso la música de Mimbre , La trilla y Día de organillos del cineasta Sergio Bravo (Premio Pedro Sienna 2006), quien también la filmó bailando una cueca sola, trágicamente premonitoria.
Yo la conocí en la Villa Michoacán, en un encuentro con Neruda. Violeta se reunía con Enrique Lihn y preparaban unos libretos para la Radio Chilena. Tiempo después fui a la Feria de Artes Plásticas, instalada en la ribera del Mapocho, frente al Parque Forestal. Allí tenía un puesto donde estaba amasando la greda, moldeando cacharritos y retablos, vendiendo sus pinturas. Si mal no recuerdo, un día del verano de 1960, Violeta se reunió en La Chascona con Pablo Neruda y los miembros de la comisión de cultura del Partido Comunista. Ellos escucharon la lectura de sus inéditas Décimas , verdadera autobiografía. Según el crítico literario de El Siglo : «Las Décimas son su vida misma, algo extraordinario, sólo comparable al Martín Fierro» . Sin embargo no acordaron publicarlas, aunque el PC tenía dos empresas editoras: Horizonte y Austral. Violeta no vio publicado su libro; las Décimas salieron a luz después de su muerte, gracias a Ediciones de la Vicerrectoría de la Universidad Católica de Chile y Editorial Pomaire.
Violeta fundó su peña en 1965 en la casona de calle Carmen 340 que había sido del músico y pintor Juan Capra, donde tenían sus talleres pintores y escultores como Santos Chávez y el peruano Víctor Delfín. La primera vez que asistí a su peña, ella cantaba ante numerosos oyentes, sentados a las mesas en sillas de totora, sin más iluminación que la de velas sujetas en botellas a modo de candeleros. De pronto interrumpió su canto y pidió silencio a los asistentes, dijo que si habían ido a la peña, debían oír a los cantantes. Así, de modo brusco, empezó a enseñar que los artistas deben ser respetados y no usados de música de fondo para la charla… Allí se consolidaba la flor y nata de la Nueva Canción Chilena.
«SE MATO A LO HOMBRE»
En el espacio que le cedió Fernando Castillo Velasco cuando era alcalde, en un sector del Parque La Quintrala, instaló una carpa. No tardé en ir a uno de sus recitales donde apenas había unas veinte personas. Me sorprendió la ingratitud del público, el olvido en que la tenían. Luego la visité varias veces. Se veía mayor, ya quebrantada por la vida. Hospitalaria, sabía brindar un té hecho como Dios manda; hervía la tetera y cocinaba y freía las sopaipillas en un brasero. Disimulaba su cama colgando inmensos papeles pintados por ella misma, a modo de biombos. Generosa, me regaló un disco suyo y me autografió una foto impresa en modesta cartulina. Seguía soñando con convertir la carpa en un verdadero centro de arte popular. No se quejaba de sus penurias. Con orgullo me dijo que estaba peleada con todo el mundo porque no soportaba veleidades ni imposiciones: estar sola le permitía reflexionar y elaborar su poesía. Se me ocurrió preguntarle si había conocido aquí en Chile a descendientes de africanos, si de ellos provenía una canción que me gustaba mucho: «Casamiento de negros». Con picardía me respondió que eso tenía que averiguarlo yo, por algo era reportera (esa preocupación me persiguió cuando escribí sobre la presencia africana en Chile; más tarde supe que la recopiló Eugenio Pereira Salas y estaba inspirada en Boda de negros , de Francisco de Quevedo).
Vivía en pobreza absoluta, sin más amistad que la de su hermano Nicanor y la compañía de su hija Carmen Luisa y un conocido uruguayo, Alberto Zapicán. Solía encontrarme con él en el almacén del barrio y, para mi asombro, una vez empezó a mostrarme cicatrices de sus brazos, luego se levantó la camisa y dejó ver otras en el cuerpo, diciendo que eran resultado de su lucha como guerrillero…
Aquel primer lunes de febrero de 1967, cuando llegué a la redacción del diario, me asaltaron con la noticia terrible. Mi pesar fue injuriado con la opinión de un colega muy amante de la lírica y asiduo a los conciertos quien dijo: «Una lástima, pero era una mujer difícil. Tan poco femenina, siempre desgreñada, vestida sin gracia…». Sergio Carrasco, reportero policial, estaba pálido. Tartamudeando exclamó: «Increíble. Se mató a lo hombre…».
Por sobre todo, el concepto de creación de Violeta es inherente a su compenetración con el sufrimiento de los pobres, con el amor, la justicia, la recuperación de la dignidad y el ejercicio de la solidaridad. En ningún momento pierde su norte de vocera de los desamparados y marginados. En este compromiso llega hasta el desgarramiento por la escogencia entre maternidad y el hacer poético y social. Ella merece ser asociada a las diosas femeninas de todos los tiempos y pueblos: Lilith, Gea, Kali o Coatlicue por su dulzura y violencia e integración plena a la tierra, a la naturaleza. Ama cuando ama y odia a muerte cuando sufre. Se apegó a la carpa porque la pensaba como espacio para realizar su mayor anhelo: fundar un centro de arte con talleres donde hombres y mujeres del pueblo desplegaran su fantasía y desarrollaran sus talentos en plena libertad sin ser segregados.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 843, 18 de diciembre, 2015