Recomiendo:
0

Virtudes y sensibilidades al piano del cine europeo

Fuentes: Rebelión

La relación entre la virtud moral, la valía intelectual y la sensibilidad artística es una cuestión ética asociada a la universalidad del arte que también nos ha dado grandes obras cinematográficas. Hay películas fundamentales que han puesto de manifiesto estos aspectos retando al espectador a enfrentarse a este interrogante en un terreno que puede resultar […]

La relación entre la virtud moral, la valía intelectual y la sensibilidad artística es una cuestión ética asociada a la universalidad del arte que también nos ha dado grandes obras cinematográficas. Hay películas fundamentales que han puesto de manifiesto estos aspectos retando al espectador a enfrentarse a este interrogante en un terreno que puede resultar incómodo, pero también enriquecedor para cualquier ojo inquieto y exigente. En este sentido, vienen a mi memoria obras como «La naranja mecánica» de Kubrick o «Amadeus» de Forman, películas que se preguntan por estos ingredientes de la naturaleza humana y que demostraron, por las reacciones que provocaron, la importancia de esta cuestión en nuestro planeta cultural.

Este verano coinciden en cartelera dos películas que sugieren, de una forma más o menos directa, este conflicto ético, abordándolo desde puntos muy divergentes, con resultados dispares, pero con aspectos comunes a los que hay que referirse. Estoy hablando de «Cuatro minutos» del alemán Chris Kraus y la película francesa «La última nota» de Denis Dercourt.

«Cuatro minutos» es una película ambiciosa tanto visual como narrativamente, donde independientemente de algunos aspectos que creo que se pierden hacia el final, se ve una verdadera mano de autor. Hay planos verdaderamente impactantes, en los que se percibe una elaborada intención en el uso de la cámara y el sonido que acompaña a la narración, algo que en los últimos tiempos a veces se echa en falta en el cine europeo, ya sea por la falta de ideas o por el exceso de clichés. En este sentido, el uso que se hace de la música, del sonido, de los silencios y de los registros dramáticos de los actores, forman una parte esencial para entender lo que se nos cuenta, y consigue mantener al público dentro de la película gracias al ensamblaje con el que esta parte se ajusta, suavemente, al trabajo de cámara, que huye de la solución fácil, estandarizada y televisiva a la que nos acostumbran los bajos presupuestos (muchas veces, dudo que esos bajos presupuestos sean tan sólo económicos… más bien parece que abundan los de otro tipo).

El conflicto personal y ético entre los personajes, así como su evolución, moviéndose entre los límites de la disciplina y la libertad, representados en los confines de una cárcel y minados por el pasado criminal y embarazoso, se canaliza y se representa sobre un piano, que en ningún momento se convierte en elemento redentor moral. Este es quizás uno de los aspectos que, a pesar del final que a mi modo de ver resulta fallido y previsible, incluso algo precipitado, hace de «Cuatro minutos» una película por encima de la media a la que nos acostumbran las salas de cine, especialmente en verano. No hace mucho tuvimos en cartelera la francesa «De latir, mi corazón se ha parado» de Jacques Audiard, que tiraba por la borda la magnífica actuación de Romain Duris y algunos buenas ideas, por abusar de la ecuación conservadora que une la sensibilidad artística a la virtud moral, con un piano salvando un alma a la deriva y rescatándola del vicio, para convencernos de aquella indemostrada fórmula que nos dice que el arte está vinculado a los valores abstractos nobles y desinteresados a la que tanto tiempo dedicó el buen cristiano de Kant, sospecho que intentando resolver sus propios problemas.

Hay que agradecerle a Chris Kraus que no haya caído en este planteamiento en su «Cuatro minutos», muy común en aquel cine que no sabe muy bien cómo introducir el elemento musical y su influencia en la transformación de los personajes. En «Cuatro minutos» la música hace que los personajes cambien; ese piano es esencial para que evolucionen en sus relaciones, en la comprensión del otro y en la de los propios personajes. Pero no les hace mejores ni más acordes con ese «lo que debe ser» que lleva el espectador moralista cuando va al cine.

«La última nota» de Denis Dercourt tiene también como «protagonista» al piano, aunque en este caso para elaborar un thriller que pretende contarnos una historia de venganza. En la película se intuye esa cuestión entre lo moral y lo sensible, pero en este caso creo que más con la intención de favorecer el género narrativo que por otro tipo de reflexiones más elaboradas. En definitiva, «La última nota» apenas le dedica atención a los aspectos que se refieren a la sensibilidad artística, y el piano resulta en definitiva un elemento adicional al thriller que se quiere narrar y que podría haber sido perfectamente sustituible por cualquier otro elemento que encajase con las pretensiones del director. Curiosamente Denis Dercourt procede del mundo de la música, pero independientemente de aquellos aspectos que se refieren a la técnica musical y su lenguaje, demuestra menos interés por exponer las cuestiones relativas a la sensibilidad musical que su colega alemán Chris Kraus. Lo peor de todo es que si en «La última nota» no vislumbramos nada más que referencias al lenguaje musical en su aspecto más técnico, en lo que se refiere al lenguaje cinematográfico, Denis Dercourt demuestra que este le queda demasiado grande. Una apuesta tan descarada por el cine de género exige un director no necesariamente original, pero sí eficiente, y la película acaba por ser un cúmulo de despropósitos narrativios que falla en casi todos los terrenos: desde el guión hasta el uso del sonido y la música, por no hablar de la pobreza del trabajo de fotografía o de la dirección artística.

«La última nota» arranca con un planteamiento absurdo que no se justifica en el transcurso de la narración. El reencuentro entre las protagonistas, que es en el que se basa el suspense de la cinta, no nos indica tensión alguna, dejándonos con la duda de si era esperado o no. La parte media de este supuesto thriller es soporífera, no sólo porque no ocurra nada especialmente relevante, sino porque además el uso del lenguaje cinematográfico no acompaña al relato, un lenguaje al que el director demuestra no saber sacarle todo el partido para construir intriga alguna. Los personajes no están psicológicamente construidos excepto a grandes rasgos, y el director debe dar gracias a que el reparto era competente, lo que le favorece para desenvolverse por escenas y diálogos que a veces resultan ridículos y que demuestran con demasiado descaro su función en la trama. Para rematar la jugada, el final resulta artificioso y poco elaborado, pero eso no es lo peor: la película realmente acaba cinco minutos antes de que veamos los título de crédito. ¿A qué me refiero? Muy sencillo. Cualquier guionista sabe que cuando un final se resuelve no es necesario explicar las consecuencias que se esperan de ese final si son absolutamente previsibles. Pues bien, esta película nos da un final, pero además se recrea después en las consecuencias de ese final sin añadir nada, sólo vemos aquello que cualquier espectador podía intuir. Error de bulto que no entiendo a quién se le puede haber escapado en la cadena de decisiones que hay cuando se planifica una película.

Para desgracia de los sufridos usuarios del cine (por el trato que reciben, parece que han perdido la categoría de «espectadores»), este ejemplo no es una excepción en el panorama del que se supone cine independiente europeo, aquel que está llamado desde tiempos inmemoriales a competir con la industria americana, para muchos la gran torturadora de los ojos y mentes humanas a imagen y semejanza de lo que representan sus fuerzas armadas en el terreno militar y político. Como todo tópico, esa competencia cultural entre el cine europeo y americano, siempre tiene algo de verdad; pero también como todo tópico, este tipo de afirmaciones absolutas, no sirven para mucho a la hora de ver cine en general y analizar películas en particular. Estas dos películas demuestran de lo que es capaz el cine europeo y lo lejos que se está hoy en día de determinados tópicos. Mientras «Cuatro minutos» es una película que, con sus fallos, arriesga y plantea un cine interesante en lo que se refiere a la forma y el contenido, «La última nota» denota una calidad inferior, un thriller hecho por un equipo que no sabe construir ni tensión ni intriga alguna (cualquier cine de tercera fila americano, con sus personajes descerebrados y adolescentes de todas las edades, mantiene con más interés la atención en la pantalla), y que en definitiva cae en el cine de género más estandarizado siendo incapaz de responder a las expectativas que suscita el propio cine de género.

Esta fórmula nos muestra en definitiva lo absurdo que resulta construir un modelo europeo de cine, esecialmente si tiene que competir con el americano alienándose y subordinándose a los estándares de creación del Imperio, sobre todo cuando ni los equipos ni los presupuestos pueden competir en este terreno. Por otro lado, y para no acabar por salirme de la cuestión que planteaba al inicio, el éxito de «Cuatro minutos» nos habla también de que el cine europeo no tiene porque renunciar al contenido, como no lo hicieron las también exitosas «La Naranja Meánica» o «Amadeus» a las que hacía referencia al principio. Las cuestiones éticas y artísticas de las que hablamos son comunes a las preocupaciones de los espectadores, y ellos son los primeros en apreciar que la industria trate con respeto su inteligencia cuando se apuesta por un cine que acompañe las expectativas que se ponen en la forma y el contenido en cualquier película. Para salvar la independencia del cine europeo (algo que desconozco si realmente existe…) lo primero que habría que salvar es a los espectadores de aquellas torpezas creativas de los propios cineastas europeos. El cine europeo no está en peligro de extinción, pero su inteligencia si puede estar amenazada.