Hace casi tres meses una grieta cruzó a toda la sociedad chilena, una fractura que comprometió sus varias capas. Desde entonces -una noche de la tercera semana de mayo- el país ha dado un giro radical. Aquel extraño modelo que combinaba presuntuosas estadísticas macroeconómicas con uno de los mayores índices de desigualdad en la distribución […]
Hace casi tres meses una grieta cruzó a toda la sociedad chilena, una fractura que comprometió sus varias capas. Desde entonces -una noche de la tercera semana de mayo- el país ha dado un giro radical. Aquel extraño modelo que combinaba presuntuosas estadísticas macroeconómicas con uno de los mayores índices de desigualdad en la distribución de la riqueza en el mundo, se desplomaba para dejar en una desnudez impúdica todo tipo de cicatrices, marcas y piezas ortopédicas. El modelo neoliberal instalado en Chile desde los confines de la dictadura, alimentado e hinchado por la Concertación durante más de veinte años y, finalmente en medio del ritual de sacralización de la derecha como destino final de la política, exhibía toda su enfermedad. La construcción retórica basada en la publicidad y el consumo de masas se invertía de la noche a la mañana. Un malestar ciudadano coreado en las calles y por todos los rincones y pliegues oscuros olvidados por el sistema, revelaba las verdaderas consecuencias del libre mercado desregulado. Cientos de miles de ciudadanos expresaban el sentir de millones.
La retórica contra las estadísticas. La publicidad contra la realidad. El país levantado como el «ejemplo» latinoamericano por los think tanks neoliberales, agencias de publicidad, firmas de inversiones y organismos financieros internacionales, escondía, tras la macroeconomía y los valores bursátiles, estadísticas de miedo. En un país donde el diez por ciento de la población absorbía casi la mitad de la riqueza, no era difícil prever que en algún momento el otro 90 por ciento exigiría su parte.
En tres meses el discurso dominante sólo circula entre los controladores: el gobierno, los partidos, las cúpulas empresariales, amplificado por los medios de comunicación afines. En la calle, en las redes sociales, se debate lo evidente, los problemas ciudadanos, canalizados hoy como demandas justas y naturales. Aquel 90 por ciento de la población (podemos conceder que es el 74 por ciento, según certifica la encuesta del Centro de Estudios Públicos, CEP) sabe con certeza que durante estos últimos veinte o treinta años ha sido pasto de engorda de aquel otro diez por ciento. Las estadísticas, por tantos años empleadas como cascabel político y económico a ciudadanos adoctrinados bajo la cultura del consumo y el crédito, finalmente se invierten. Las mismas estadísticas nos han develado la obscenidad y perversidad institucional sobre la que estaba apoyado el modelo.
No somos un caso aislado. El modelo globalizado estalla en distintos rincones y fronteras. Esa fractura abisal cruza desde Londres, Barcelona, El Cairo, Damasco, Atenas y Santiago… como respuesta de la Humanidad a un malogrado proyecto corporativo global. Pese a sus diferentes subjetividades, todos los movimientos de protesta tienen un factor común, que es la opresión, el abuso y las desigualdades.
El enemigo común
Las subjetividades apuntan a un enemigo común: el pacto político-empresarial como gestor de la opresión y las desigualdades. Y si hay un hilo conductor entre Madrid, Londres y Santiago, también lo hay en Chile entre Santiago y las provincias y entre las aparentemente diversas demandas. Si hubo una relación invisible -pero sólida- entre las protestas de mayo por la aprobación del proyecto HidroAysén y el movimiento de los estudiantes, es muy probable que se generen nuevas relaciones entre las demandas del pueblo mapuche, los deudores habitacionales y los estafados por los bancos y las casas comerciales. En todos estos casos aparece el poder corporativo como el gran causante de las aflicciones. La concentración del poder en Chile, que ha llegado a grados de impudicia, encuentra aquí sus respuestas. Las doce horas diarias de trabajo mal pagado, el abuso a comunidades tradicionales y la avaricia en todas sus expresiones tuvieron como objetivo el enriquecimiento del diez por ciento de la población. Lo que hoy vemos es la respuesta natural del otro 90 por ciento. Una demanda entendida como justa compensación.
El movimiento estudiantil comenzó durante junio a canalizar demandas sectoriales que no obtuvieron una respuesta satisfactoria. Ante un gobierno ideológicamente cristalizado y cruzado por conflictos de interés que sólo pudo entregar tibias respuestas, el movimiento estudiantil se convirtió en símbolo de la resistencia al modelo neoliberal. Contrariamente a lo que el gobierno ha buscado, las protestas acotadas a las demandas de educación se han extendido hacia otros múltiples malestares de la población. Si condenamos el lucro en la educación, ¿por qué no hacerlo en la salud, en las farmacias, en la banca, en los medios de comunicación, en el transporte público o en la misma política?
Durante estos tres meses Chile ha vivido un proceso de organización ciudadana. La sociedad civil, durante décadas atomizada, ha comenzado a recuperar los vínculos sociales y a crear orgánicas. La irrupción de las cacerolas, la expresión más doméstica e íntima del malestar, ha permitido que en los barrios los vecinos anónimos recuperen su identidad y se conviertan en sujetos colectivos. La organización avanza día a día, minuto a minuto en barrios, oficinas, fábricas y, por cierto, escuelas y universidades. Las múltiples demandas compartidas por la ciudadanía tienen como eje común el lucro en todos los aspectos de la vida social y económica.
Transversalidad del malestar
Se trata de un movimiento transversal. Aun cuando el gobierno no es capaz de oír las cacerolas ni las bocinas, el extenso apoyo de la ciudadanía cruza los barrios del 90 por ciento de la población no favorecida por el modelo de mercado. Los bocinazos surgen desde autobuses del Transantiago, taxis, camiones y hasta de caros vehículos 4×4, y las cacerolas se escuchan en Recoleta, Santiago Centro, La Florida, Ñuñoa o La Reina. Es el apoyo transversal a la causa de los estudiantes por una educación pública, gratuita y de calidad, pero también es el despertar de la ciudadanía contra los efectos de un sistema que percibe injusto. A poco andar este movimiento tenderá a ampliarse y organizarse, para articular nuevas demandas. Porque junto a las ya presentes, hay muchas otras latentes.
La crisis mundial de los mercados financieros de comienzos de agosto anticipa una nueva recesión. Si ya durante julio los fondos de pensiones de los trabajadores chilenos cayeron hasta un 2,2 por ciento, las informaciones de agosto prevén bajas más pronunciadas, lo que volverá a agitar la paciencia de los trabajadores. Ya en 2008, tras la crisis de las subprimes, los futuros pensionados perdieron una buena parte de sus ahorros, que sólo recientemente habían logrado recuperar. El descalabro bursátil de agosto y las tenebrosas proyecciones para los próximos meses, volverán a colocar a los trabajadores como actores de las movilizaciones.
Las crisis económicas, que en otros tiempos fueron minimizadas por los gobiernos de turno («Chile está blindado»), hoy son usadas en sentido inverso. Ya puede escucharse un cambio en el discurso oficial en cuanto a que el país sí es vulnerable ante la actual crisis, lo que constituye un nuevo elemento para disuadir las demandas ciudadanas. En cualquier caso, una recesión que frene el crecimiento y genere desempleo sólo podría aumentar el actual malestar. El caso de los indignados españoles es un ejemplo inmediato. Las protestas expresan múltiples malestares: una economía con altas tasas de desempleo, pérdida del poder adquisitivo, recorte de las ayudas sociales, junto a la evidencia de un aumento en la desigualdad en la distribución de la riqueza.
Hacia el paro nacional
El paro nacional convocado por la CUT para este 24 y 25 de agosto, que contará con la participación de los estudiantes, será una expresión de cómo las diferentes demandas ciudadanas surgidas como efectos del modelo de libre mercado tienden a confluir. Un torrente social de esta naturaleza, que no apunta a la salida del actual gobierno de derecha sino a un cambio más profundo en la institucionalidad política y económica, llevará las exigencias a un nuevo nivel. Lo que ya han planteado los estudiantes, desde la renacionalización del cobre para orientar recursos a la educación a la convocatoria a un plebiscito nacional para eliminar el lucro en la educación y garantizar su gratuidad por parte del Estado, son exigencias más profundas que comparten otros actores sociales, desde organizaciones laborales a políticas, desde colectivos, coordinadoras a frentes sociales.
El gobierno de derecha está petrificado ante la creciente demanda ciudadana. Lo mismo que toda la clase política, creada y desarrollada para usufructuar del modelo neoliberal. Por ello durante tres meses no ha habido ninguna respuesta sólida y confiable para los estudiantes. Las propuestas pergeñadas por el Ejecutivo están acotadas a la actual institucionalidad, que tiene como piedra angular las relaciones mercantiles. Las demandas juveniles, despreciadas por el establishment por «utópicas», «líricas» o «maximalistas», no son atendibles por una clase política cuyos intereses descansan en el sector privado que se ha beneficiado con la actual institucionalidad. Es por ello que todas las respuestas del gobierno y del Congreso apuntan hacia la confusión y la ambigüedad, del mismo modo que la recibida por los «pingüinos» en 2006. Se hace un ruido político para mantener lo esencial. Otra vez la política del gatopardo.
Si el gobierno y la clase política dicen no poder acceder a las demandas ciudadanas por estar sujetos por un marco institucional, el coro que se escucha en las calles es un cambio a esa institucionalidad, lo que pone por delante la Constitución dictatorial-neoliberal de 1980 remendada por el gobierno de Ricardo Lagos, y la necesidad de una Asamblea Constituyente. Al demandar la ciudadanía un cambio a la institucionalidad podemos hablar de un cambio de régimen, de una revolución. Chile no vivía este tipo de movilizaciones desde hace más de veinte años. Las de entonces terminaron con la dictadura e inauguraron el proceso denominado de «transición a la democracia», trance que pareció tener un final con el retorno de la derecha al poder por la vía electoral y la consolidación de la institucionalidad heredada de la dictadura.
La fuerza de los actuales acontecimientos ha invertido ese diagnóstico. El arribo de la derecha al gobierno fue el efecto colateral de la desesperación ciudadana ante una Concertación incapaz de acoger demandas acumuladas desde los albores de la dictadura. Con la llegada de la derecha al poder se exacerbaron todas las grandes contradicciones de la Constitución espuria expresadas en el sistema binominal y el modelo neoliberal. El malestar ciudadano no se detiene en el rechazo a una u otra coalición política: impugna la esencia.
Ante una presión social en plena ebullición y muy próxima a su estallido, las únicas salidas van por el cambio a la actual institucionalidad
Publicado en «Punto Final», edición Nº 740, 19 de agosto, 2011