En el capítulo LIV de la segunda parte del Quijote, de vuelta de su frustrada aventura como gobernador, Sancho Panza tropieza en el camino con su ex-vecino Pedro Ricote, expulsado con todos los demás moriscos por el decreto de 1610, y que vuelve ahora a España de rondón, camuflado de peregrino, por amor a su […]
En el capítulo LIV de la segunda parte del Quijote, de vuelta de su frustrada aventura como gobernador, Sancho Panza tropieza en el camino con su ex-vecino Pedro Ricote, expulsado con todos los demás moriscos por el decreto de 1610, y que vuelve ahora a España de rondón, camuflado de peregrino, por amor a su tierra y para tratar de recuperar algún dinero enterrado: «Fuimos castigados con la pena del destierro», dice Ricote, «blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España; que en fin nacimos en ella y es nuestra patria natural. (…) No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido, y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen». En la construcción de ese monótono fracaso que llamamos España, pocos episodios me parecen más tristes que esa aurora rojiza en la que la modernidad adelanta en el sur de Europa su versión más siniestra, cifrada en el dolor de Ricote y sus hermanos. La Castilla imperial del siglo XVI, que perpetra en América el holocausto indígena con la sola oposición de Bartolomé de Las Casas, va apañando en la península ibérica la «solución final» del problema musulmán, enseguida morisco, contra cuya población, muy superior en número a la judía, aplica los mismos modernísimos procedimientos de negación. Antes del decreto de Felipe III y durante poco más de cien años, la España mal parida de los hidalgos todos y de los autos de fe, entrega a los vencidos de Granada a su neurosis de pureza: las conversiones forzosas que, por eso mismo, los hace para siempre inasimilables, las hogueras de libros y de hombres, los desplazamientos de población, la prohibición de la lengua, los vestidos y los baños, los tribunales que persiguen a los que se cambian de camisa los viernes o no echan tocino al puchero. Frente a este delirio español de la Unidad que amputa y se suicida, el dolor de los Ricotes hispanos se expresa en esporádicas revueltas brutalmente reprimidas y en esfuerzos de integración siempre insuficientes, como lo fue esa genial, enternecedora, desesperada y sutilísima superchería literaria que Miguel de Luna y Alonso de Castilla, cristianos nuevos próximos a la Corte, gigantes de erudición y de piedad, fabricaron a partir de 1588 para proponer en los famosos Plomos del Sacromonte una doctrina sincrética, sancionada por la mismísima Virgen María, en la que pudiesen reconocerse por igual cristianos viejos y musulmanes clandestinos.
Vencidos y expulsados, del guerrero y del sedero, del filósofo y del hortelano sólo sobrevivieron en España los lapsus de una ostentosa autocensura. Idealizados sin aguijón o despreciados con saña, nuestro Siglo de Oro desencarna a moros y moriscos, cuyas huellas pasivas se reducen a algunos romances, la novela de Pérez de Hita, un drama menor de Calderón y la magnífica ambigüedad de Cervantes. Después nada, salvo el aroma que se les pegó a los nuevos pobladores de Andalucía en la forma de un folklore hueco, sinécdoque absurdo de la españolidad pura. Pero en realidad, a cinco siglos de distancia, el único cuerpo vivo de moro o de morisco de nuestra literatura sigue siendo el de Pedro Ricote, patriota furtivo, apátrida compadecido, al que Cervantes obliga, en todo caso, a reconocerse culpable de la justa decisión de Felipe III y sus monstruosos validos.
Por eso me gusta especialmente A la sombra del granado (Edhasa, 2000), una novelita que el marxista pakistaní Tariq Ali escribió a principios de los noventa, en ese momento en el que, según su propia confesión, la ignorancia interesada de los ingleses, inflada por la propaganda de la Primera Guerra del Golfo, le obligó a estudiar la historia y las tradiciones del islam. De esa investigación de un comunista agnóstico surgió, por ejemplo, su imprescindible ensayo El choque de los fundamentalismos y surgieron asimismo unas cuantas obras narrativas, entre otras esta «novela de la España musulmana» -según reza el subtítulo- en la que se nos presenta la descomposición de la Granada árabe, bajo el empuje fanático del cardenal Cisneros, en los ojos y en las zozobras de la familia Al-Hudayl. Admirable en este libro no es el rigor histórico, que ya dábamos por supuesto y que se alimenta de tantos y buenos estudios sobre el tema; ni la sutileza con la que relata la transformación de los musulmanes en moriscos a principios del siglo XVI, con las alianzas y divisiones entre los están dispuestos a defender hasta la muerte el régimen relativamente tolerante de las Capitulaciones y los que apuestan por el pragmatismo de las concesiones, sin saber que con ello apenas si están retrasando un siglo su destrucción. Lo central no es esto. Hay voces que giran por el mundo pidiendo un cuerpo; hay voces, recogidas quizás cien veces en sesudas investigaciones, que reclaman un cuerpo vivo, como el de ese fugaz y marginal Ricote de Cervantes. Eso sólo puede hacerlo la literatura. Tariq Alí atiende el ruego y concede un cuerpo a los cripto-españoles de la España Una, a esos hombres y mujeres, con nombres y con dolores, a los que siempre hemos situado (como seguimos haciendo con los que bombardeamos) por debajo de la existencia; a esos moros y moriscos concretos de la Granada post-nazerí a cuya luz se revela la barbarie moral y cultural de la modernidad a la que sucumbieron.