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Watchmen, el superhéroe según el espíritu de Dallas

Fuentes: Rebelión

La cosa parece así de clara: en los cómics de superhéroes -un género por lo común infravalorado por el grueso de la crítica cultural- se libra una batalla maniquea del bien contra el mal. «La ambigüedad de la enseñanza aparece, sin embargo, en el momento en que nos preguntamos qué es el bien«, observa Umberto […]

La cosa parece así de clara: en los cómics de superhéroes -un género por lo común infravalorado por el grueso de la crítica cultural- se libra una batalla maniquea del bien contra el mal. «La ambigüedad de la enseñanza aparece, sin embargo, en el momento en que nos preguntamos qué es el bien«, observa Umberto Eco en un ensayo pionero de 1965. El semiólogo italiano toma a Superman, uno de los más conocidos prototipos del género, como ejemplo:

«Superman es prácticamente omnipotente […]. Su capacidad operativa se extiende a escala cósmica. Así pues, un ser dotado con tal capacidad y dedicado al bien de la humanidad (planteándonos el problema con el máximo candor, pero también con la máxima responsabilidad, aceptándolo todo como verosímil), tendría ante sí un inmenso campo de acción. De un hombre que puede producir trabajo y riqueza en dimensiones astronómicas y en unos segundos, se podría esperar la más asombrosa alteración del orden político, económico, tecnológico del mundo. Desde la solución del problema del hambre, hasta la roturación de todas las zonas actualmente inhabitables del planeta o la destrucción de procedimientos inhumanos (leamos Superman con el «espíritu de Dallas»: ¿por qué no va a liberar a seiscientos millones de chinos del yugo de Mao?), Superman podría ejercer el bien a nivel cósmico, galáctico, y proporcionarnos una definición de sí mismo que, a través de la ampliación fantástica, aclarase al propio tiempo su exacta línea ética.» (1)

Y sin embargo, ¿a qué se dedican? A detener a ladronzuelos más o menos pintorescos, por lo general dentro del territorio estadounidense. Excepcionalmente son enrolados en la misión patriótica de turno para luchar contra los nazis, los comunistas y, ahora, contra los terroristas islámicos, pero como todo sucede en un universo fantástico y su discurso moral acostumbra a ser más bien pueril, nada de lo anterior puede considerarse seriamente.

Por descontado, debajo de estas narraciones no discurren más que las heladas aguas del cálculo egoísta: si el superhéroe terminase expeditivamente y de una vez por todas con los diversos males que aquejan a este mundo, conduciría el relato a su consumación, y con él, naturalmente, al fin del negocio. Se trata en el fondo del mismo principio de estructura iterativa que regía al folletín en el siglo XIX, y su correlato ideológico es de una sustancia similar: a propósito del relato policíaco, «Gramsci señaló que la desconfianza popular en la justicia oficial […] engendró desde muy temprana fecha la figura del detective privado que actúa al margen (y a veces con franca rivalidad) de las policías oficiales» (2), quien, lo mismo que el superhéroe, transmite al lector una cómoda falsa sensación de seguridad ante la criminalidad, un fenómeno ligado a la transformación de las grandes ciudades (por eso no existen superhéroes rurales), cuyo crecimiento anárquico facilitó que en ella anidasen delincuentes de toda laya procedentes del sotoproletariado y del lumpenproletariado. No es ésta una comparación forzosa: el motor narrativo de ambos géneros es el mismo, a saber, el del antagonista que comete un daño -por lo general, una alteración del orden social, y más concretamente, de la propiedad privada- que el héroe ha de reparar. El mismo Superman apareció por vez primera, significativamente, bajo el sello de Detective Comics, y Stan Lee, creador de la mayoría de personajes de la Marvel Comics, reconoció haberse inspirado en algunos personajes de seriales radiofónicos y cinematográficos como The Spider para sus propias creaciones.

Además, los superhéroes son, como antes que ellos los aventureros y los detectives de la incipiente cultura de masas, mitos compensatorios y consoladores de la existencia anónima de sus lectores. Desde la psicología social, se ha dicho que el mito del superhéroe permite «descargar las pulsiones agresivas del lector de un modo legitimado, en defensa de la justicia.» (3) Pero un mito compensatorio no tiene por qué obedecer necesariamente a una frustración personal o sexual: Michael Chabon propuso en su novela Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (Barcelona, Mondadori, 2002)  que Superman podría ser, entre muchas otras cosas, y además de una figura indudablemente mesiánica, un mito compensatorio social de sus creadores. Para Chabon, Superman fue para sus creadores, Jerry Siegel y Joel Shuster, algo así como un Golem en cuatricromía creado para defender a los más débiles del abuso de los poderosos, como era ciertamente el caso de los propios autores por su condición doble de judíos y trabajadores asalariados en la década de los treinta en una editorial que jamás respetó los derechos de sus trabajadores. Así lo tuvo que ver también Mussolini, quien, en una de esas espectaculares y absurdas medidas legislativas propias de los regímenes fascistas, prohibió la imagen de Superman en Italia. Goebbels lo haría poco después, acusando en el Reichstag al personaje de «criatura judía».

No se agota aquí, empero, el análisis. También a propósito de Superman, Román Gubern ha observado que en su vida cotidiana éste «aparece con los rasgos del tímido y torpe Clark Kent, imagen puntual de la carencia de poder y cortejador sin éxito de la atractiva Lois Lane. Porque Lois Lane rechaza al anodino Clark Kent, pero está enamorada en cambio de Superman, que es la misma persona con diferente atavío. Lo singular del caso es que cuando Clark Kent se convierte en Superman deja de cortejar a su amada Lois Lane, según un modelo de conducta esquizoide teñida de masoquismo, destinada a eternizar la irrealización amorosa de la pareja. La clave de esta conducta se basa, de nuevo, en la lógica de la identificación de los lectores con el juego de la doble identidad secreta. Nuestras poco afortunadas imágenes cotidianas, explica el mito, esconden en realidad a un seductor superhombre de infinitos poderes, que los demás ignoran.» (4) Por otra parte, hay que ser muy candoroso para obviar las frecuentes connotaciones homosexuales del género, motivo recurrente de toda suerte de chanzas que a veces salen caras: en el 2005 DC Comics exigió a la galería neoyorquina Kathleen Cullen Fine Arts que retirase unas pinturas de Mark Chamberlain que mostraban a Batman y Robin desnudos, abrazándose y besándose. La sorprendente razón aducida por DC fue que las obras de Chamberlain atentaban «contra la dignidad de Batman y Robin», sea lo que sea eso tratándose, como es el caso, de personajes de ficción. Que dos superhéroes de la más reciente The Authority, Apollo y Midnighter, fuesen ya abiertamente homosexuales, ha llevado a otros autores a incluir personajes gays en el género, caso de Bloke en XForce (Peter Milligan y Mike Allred, 2001) y, este mismo año, de Batwoman (5).

Pues bien, éste fue, a grandes trazos, el inclemente programa de revisión del género que Alan Moore se propuso llevar a cabo, con poco más de treinta años, en Watchmen, una serie autoconclusiva de doce números publicada entre 1986 y 1987 en DC Comics. Hoy, cuando cómics como Rising Stars (J. Michael Straczynski, 1999-2005) o The Authority (Warren Ellis y Bryan Hitch, 1999), series de televisión como Heroes (Tim Kring, 2006), películas como El protegido (M. Night Shyamalan,, 2000), comedias como Hancock (Peter Berg, 2008) o incluso películas de animación infantil como Los increíbles (Brad Bird, 2004), retoman esa misma idea en registros que van de lo dramático a lo cómico, puede parecernos algo banal y hasta manido. No lo era desde luego cuando empezó a publicarse la serie. En la diégesis, esto es, en el mundo de ficción de Watchmen, los superhéroes existen, como en el mundo del cómic, desde 1938. Su actividad tiene no obstante, como no podría ser de otro modo, graves consecuencias políticas y sociales. «Nuestra intención era mostrar cómo los superhéroes pueden deformar el mundo sólo con estar ahí» (6), ha declarado Moore sobre sus intenciones. Por ejemplo: la aparición del Doctor Manhattan, un superhéroe capaz de manipular la materia a un nivel subatómico y que trabaja para el gobierno estadounidense concede al país una superioridad estratégica sobre la Unión Soviética en la carrera armamentística, adelantando el reloj con que se calculaba el riesgo de una guerra nuclear a cinco minutos para la medianoche (Watchmen fue concebido en el momento álgido del movimiento de desarme nuclear de los ochenta, después de que la elección de Reagan inspirase toda suerte de especulaciones apocalípticas). El presidente Nixon decide enviarle a despachar la guerra de Vietnam en su peor momento, inclinando la balanza a favor de los estadounidenses. Y es esa victoria la que permite a Richard Nixon derogar la limitación del mandato presidencial y presentarse repetidamente al cargo. El Watergate nunca existió porque Edward Blake, alias el Comediante -otro de los superhéroes en nómina de los Estados Unidos-, asesinó a Bob Woodward y Carl Bernstein antes de que revelasen el escándalo. Y ni que decir tiene, la presencia de unos justicieros que, tomándose la ley por su mano, actúan contra el crimen fuera del marco legal,  termina por hacer superflua la existencia de la policía en los Estados Unidos. Ésta, viendo amenazada su existencia, convoca una huelga en 1977 bajo el lema «¡Placas, no máscaras!», duramente reprimida por los propios vigilantes enmascarados, que finaliza con la aprobación de una ley prohibiéndolos, salvo los que aceptan trabajar para el gobierno. Ucronías de este tipo se repiten a lo largo de la obra con ingenio: como la existencia de superhéroes, por ejemplo, es algo fastidiosamente cotidiano, las historias escapistas producidas por la industria cultural no los tienen a ellos como protagonistas, y otros géneros, como los de aventuras, el terror o la ciencia ficción, han tomado el relevo.

Recapitulando, podría decirse que, para Moore, los superhéroes no son otra cosa que un colorista grupo de sádicos sexuales, neuróticos impotentes y homosexuales reprimidos, peligrosamente mesiánicos o peligrosamente reaccionarios, que exteriorizan sus frustraciones sexuales e ideológicas mediante una violencia exagerada contra delincuentes comunes, sin detenerse a considerar en ningún momento las raíces sociales del fenómeno criminal. En los cómics se les llama héroes, en la vida real hablaríamos de cuadros psicóticos. «¿De quién estamos protegiendo a la sociedad?», pregunta uno de los personajes al Comediante en un momento de la obra. «De ellos mismos», responde éste lacónicamente.

La obra de Alan Moore y Dave Gibbons obtuvo, como cabía esperar, una extraordinaria acogida de público y crítica. No supuso únicamente la entrada del género en su edad adulta -ciertamente, no hay muchos cómics que empiecen con una cita de la Sátira VI de Juvenal: Quis custodiet ipsos custodes?– sino que además supuso una innovación estética: sus autores no emplearon globos para expresar el pensamiento de sus personajes, ni tampoco líneas cinéticas u onomatopeyas, dividieron la composición de página en un patrón flexible de nueve viñetas, introdujeron una ficción dentro de la ficción -el inexistente cómic de la EC Tales of the Black Freighter– como contrapunto a la propia narración. En el capítulo quinto, por ejemplo, titulado Temible simetría -referencia a un poema de William Blake-, las quince últimas planchas se corresponden con las quince primeras en un juego de espejos que trasciende el mero ejercicio de estilo, y, como en algún punto nos hemos de detener, señalemos que todos los sucesos importantes que afectan a los personajes a lo largo de la historia suceden a las doce menos cinco, la hora que marca el reloj atómico para el fin del mundo. Moore hizo también incluir unos apéndices en cada número con extractos de biografías, entrevistas, informes médicos y artículos científicos que profundizaban el desarrollo psicológico de un personaje o contextualizaban alguna de las subtramas del cómic. Por todo ello no resulta exagerado afirmar hoy, más de veinte años después de su publicación, que con su ilustración clásica y eficaz, y su guión caracterizado por la profunda introspección psicológica de los personajes y la elevada densidad de referencias textuales y metatextuales, Watchmen explora prácticamente hasta el fondo todas las posibilidades narrativas del medio: «lo que quería explotar -diría Moore en 1988- son las áreas en que los cómics tienen éxito y en las que ningún otro medio es capaz de operar. [En una película de cine] entras, te sientas y durante dos horas te arrastran a su ritmo. Con un cómic puedes detenerte en una página tanto tiempo como quieras y regresar a ella para ver si una línea de diálogo hace referencia a algo aparecido cuatro páginas antes, si lo representado es lo mismo que en aquella, y tratar de adivinar si hay alguna conexión en todo ello.» (7)

Vale a decir que el esfuerzo obtuvo su recompensa: Watchmen fue nombrada como una de las 50 mejores novelas de los últimos veinticinco años por Entertainment Weekly y la revista Time y es, hasta la fecha, la única novela gráfica que se ha alzado con un premio Hugo, otorgado a las mejores novelas de ciencia-ficción y fantasía y que han ganado, entre otros, Isaac Asimov, Arhur C. Clarke, Frank Herbert, Frederick Pohl y Ursula K. Le Guin. Con El regreso del caballero nocturno de Frank Miller y Maus de art Spiegelman (la única novela gráfica que ha ganado un premio Pulitzer), fue uno de los cómics que atrajo la atención de la academia, que hasta entonces consideraba -y en buena medida sigue considerando, sobre todo por estos lares- el cómic como un tipo de expresión artística lowbrow, a lo sumo interesante como una de las ramas menores de la cultura popular de masas. Watchmen vino a ser para los superhéroes lo que Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) al western: la culminación y la muerte de un género a un mismo tiempo. Después de él no pudieron hacerse cómics de superhéroes como no fuera para llevarlos al paroxismo, como han hecho Garth Ennis, Warren Ellis o Mark Millar, o intentar un rescate in extremis y devolverlos a la falsa inocencia de los orígenes. Inauguró, sin pretenderlo, la tendencia grim and gritty en los cómics, un dominio, como escribió un crítico del New York Times, que Moore «ha cedido a los escritores y artistas que comparten su fascinación con la brutalidad, pero no su interés en sus consecuencias, su entusiasmo por derribar las viejas barreras, pero no su interés por encontrar nuevos horizontes.» (8)

Comoquiera que la industria estadounidense del cómic encontró en la adaptación cinematográfica la tabla de salvación a un negocio que empezaba a hacer aguas superado por la feroz industria del videojuego en la competencia por conquistar al sector juvenil del público, los derechos de Watchmen fueron rápidamente adquiridos por Warner Bros. Se trata al fin y al cabo de una apuesta segura: los cómics de superhéroes cuentan con un núcleo de seguidores muy fieles que, por mucho que recelen de las adaptaciones cinematográficas, acaban pasando religiosamente por taquilla a desembolsar su dinero. La integración vertical de las empresas massmediáticas asegura, además, rentas millonarias: Sony produce, pongamos por caso, Spider-man (Sam Raimi, 2002), y, a través de sus filiales, la distribuye en el mercado de alquiler y el doméstico, edita su banda sonora musical, la adapta a un videojuego que también distribuye una filial y fabrica un sinfín de productos de merchandising. En definitiva, Sony controla todo el proceso de producción y distribución del producto, lo que en las facultades se llama «cadena de valor». Si por algo se caracteriza la industria cultural contemporánea es por su absoluta falta de riesgo: el cine es una forma de expresión artística que exige fuertes sumas de dinero, por lo que las productoras prefieren apostar en firme y producir historias que ya hayan demostrado tener éxito en otros campos, de ahí la reciente avalancha de adaptaciones de libros, cómics y hasta videojuegos que aseguran, además, la afluencia del público juvenil (poco exigente, con tiempo libre y dinero para gastar) a las salas de exhibición.

Sin embargo, la complejidad de Watchmen demoró constantemente su realización. La lista de directores por cuyas manos ha pasado por el proyecto resulta verdaderamente impresionante: Terry Gilliam -que pretendía rodar una elefantiásica versión de 12 horas-, Paul Greengrass y Darren Aronofsky se interesaron por un proyecto que finalmente ha recaído sobre Zack Snyder, un director semidesconocido que había rodado con anterioridad un remake del Amanecer de los muertos (1977) de George A. Romero y una adaptación de 300, la novela gráfica homónima de Frank Miller basada en la hazaña bélica que enfrentó a trescientos espartanos -pero también a 600 ilotas y 500 hombres de Tegea, 500 de Mantinea, 120 de Orcómeno y 1.000 hoplitas del resto de Arcadia, además de 1.000 focidios- contra el ejército persa del rey Jerjes en el paso de las Termópilas en el 480 a.C., durante la Segunda Guerra Médica. En ella no consiguió resolver, y aun empeoró, los graves problemas -su imprecisión histórica, su velado racismo- que arrastraba un cómic en que unos espartanos del todo punto anacrónicos se conducían a sí mismos a una muerte segura para defender, en palabras de su propio autor, a nada menos que la civilización europea frente a la barbarie oriental, en clara correspondencia con las tesis publicísticas de Huntington sobre «el choque de civilizaciones». Si este cruce imposible entre subproducto cinematográfico filofascista (dulce et decorum est pro patria mori) y estética post-Matrix –un «porno bélico olímpico», en palabras del crítico Owen Gleiberman– obtuvo un respetable resultado en taquilla, ¿por qué no iba a conseguir lo mismo Snyder con una obra de mucho mayor calado?

Alan Moore –alguien que se ajusta holgadamente a la exigencia benjaminiana de que los intelectuales no deberían proporcionar material a los medios de comunicación sin tratar de transformarlos– tenía no obstante buenas razones para desconfiar de Hollywood. Los productores convirtieron un cómic histórico exhaustivamente documentado como From Hell (Albert Hughes y Allen Hugues, 2001)  en un vulgar whodunit, La liga de los caballeros extraordinarios (Stephen Norrington, 2003) en un deficiente vehículo para el lucimiento de un Sean Connery en horas bajas y V de Vendetta (James McTeigue, 2005) en un cuento de hadas pseudopolítico en el que, en aras de la corrección política, se sacrificó hasta la sola mención de las palabras «anarquismo» y «fascismo», sin las cuales no podía entenderse el cómic. Harto de ver sus obras convertidas en papilla para multisalas, Moore ha rechazado que en adelante su nombre aparezca en cualquiera de las adaptaciones cinematográficas de sus obras, y cede completamente los beneficios que le corresponden como co-autor de la misma al dibujante de la obra adaptada (por eso la adaptación de Watchmen está basada en una obra «dibujada por Dave Gibbons»). El caso de Watchmen es aún si cabe más espinoso por su condición de obra de culto, por el tratamiento político-cultural que reviste la obra anteriormente comentado, y porque el propio Moore también ha reiterado que es cinematográficamente inadaptable, ya que fue creada con el fin expreso de explotar los recursos específicos que el medio ofrecía.

Más allá de los debates estériles sobre la transposición cinematográfica, Watchmen, la película, queda ciertamente muy por debajo del original, como ha coincidido la crítica en bloque. Confirma, en primer lugar, las sospechas de Moore sobre las limitaciones de uno y otro medio: se pierden la riqueza de matices, la sutileza discursiva y hasta la elegancia formal con que Moore y Gibbons resolvían algunas de las escenas –a pesar del loable intento de sintetizar el trasfondo histórico en una secuencia de títulos de crédito que remite a los dioramas del siglo XIX, y del monólogo del Dr. Manhattan en Marte, apuntalado con la música de Philip Glass para Koyaanisqaatsi (Godfrey Reggio, 1983), el único subrayado musical adecuado de toda la película– en favor de un espectáculo a ratos estetizante y a ratos aturdidor que a medida que avanza va dejando demasiados cabos sueltos para el lector que no haya leído el original –¿De dónde sacó Rorschach esa máscara que simboliza su incapacidad para no ver la realidad más que en blanco y negro? ¿Qué ocurre con Hollis Mason? ¿Por qué las convulsas manifestaciones contra los vigilantes enmascarados?–. Como ha señalado el crítico australiano Nick Dent «[l]a trama principal, tal y como ha sido destilada por los guionistas David Hayter y Alex Tse, es de hecho bastante simple: alguien está matando héroes enmascarados, el mundo se aproxima a una guerra nuclear, y existe un vínculo entre ambas cosas cosas. Pero los espectadores que no estén familiarizados con la novela gráfica se impacientarán con los constantes flash-backs de la película. […] En el medio fílmico, las sorpresas de la actuación humana siempre triunfarán sobre los recursos más cuidadosamente desplegados por el escritor, y el espacio para una gran actuación es algo que una adaptación de tanta fidelidad como Watchmen simplemente no puede ofrecer. El pudding se batió con demasiados huevos.» (9) Efectivamente, a ello contribuye también, en no poca medida, el fetichismo tecnológico de Snyder y su irracional apego estético -que de reverencial calificarse no puede- por el original, presente ya en 300. «Snyder y compañía […] han realizado la adaptación cinematográfica más reverencial de una novela gráfica. Pero este tipo de reverencia mata lo que pretende conservar. La película está embalsamada», ha dicho el crítico del New York Magazine. (10) Topamos aquí con las características con las que Fredric Jameson definió en su seminal ensayo a la estética posmoderna, llevadas a su paroxismo: la imagen de síntesis se convierte, en manos de Snyder, en una palanca con la que forzar un ejercicio manierista de lo posmoderno, aquello que, caracterizado por una pérdida percibida del sentido histórico, se afanaba por reproducir con todo detalle la calidad estética de la época en que se ambientaba. Hasta en el pretexto han llegado sus responsables tarde, pues «la guerra contra el terrorismo» y la paranoia post 11-S en la que quiere apoyarse Snyder para revigorizar la historia ha sido barrida del escenario político por el imperativo económico de la crisis financiera global. Si Watchmen (el cómic) llevó a los superhéroes a su madurez, Watchmen (la película) los devuelve a la guardería. Paso en falso.

NOTAS

(1) Umberto Eco, Apocalípticos e integrados (Barcelona, Tusquets, 2001), p. 253

(2) Román Gubern, Máscaras de la ficción (Barcelona, Anagrama, 2002), p. 228

(3) Ibid., p. 289

(4) Ibid.

(5) «Batwoman sale del armario», El País, 10 de marzo de 2009, <http://www.elpais.com/articulo/cultura/Batwoman/sale/armario/elpepucul/20090310elpepicul_8/Tes>

(6) The Comics Journal 116, julio 1987, pp. 80-87  

(7) Entrevista con Alan Moore en Strange Things are Happening, vol. 1, num. 2, mayo-junio 1988 <http://www.johncoulthart.com/feuilleton/?p=53>

(8) «Behind the mask», Dave Itzkoff, New York Times, 20 de noviembre de 2005, <http://www.nytimes.com/2005/11/20/books/review/20itzkoff.html?_r=2&oref=slogin&oref=slogin>

(9) Time Out Australia, febrero 2009, <http://www.timeoutsydney.com.au/film/reviews/watchmen.aspx>

(10) The New York Magazine, 27 de febrero de 2009,  <http://nymag.com/movies/reviews/55005/>