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Y ahora, ¿qué izquierda hacemos?

Fuentes: El Cuaderno digital

«El único punto de partida para una izquierda realista en nuestros días es la lúcida constatación de una derrota histórica».

Mutatis mutandis, estas palabras escritas por Perry Anderson hace algo más de veinte años vuelven a interpelarnos hoy en toda su crudeza y urgencia. No debería caber, al menos entre personas honradas, la tentación de relativizar la profundidad de esa derrota de la que venimos y que habitamos. Hace cuatro meses, en casi exacta y siniestra coincidencia con el primer decenario de las movilizaciones del 15-M, la arrolladora victoria de las ultraderechas neoconservadora y neofascista en las elecciones autonómicas madrileñas ponía otra vez esa derrota, rotunda e inapelable, ante nuestra vista, y cernía su sombra asfixiante sobre nuestro porvenir. Unas semanas después, en una suerte de teatralización apresurada, chapucera y por momentos grotesca, Podemos impostaba en una desangelada cuarta asamblea estatal la transición de poderes del dimisionario Pablo Iglesias hacia una nueva dirección que, aparte la ausencia del exvicepresidente, en poco se distingue sustancialmente de la anterior, a la vez que Yolanda Díaz recogía, aunque sin asumir definitivamente, el testigo de Iglesias en la conducción política y la candidatura a la presidencia del gobierno de Unidas Podemos. Y después, y hasta ahora, poco más, o simplemente nada. Por igual los muy buenos, buenos, mediocres o pésimos miles de ensayos, artículos, columnas, horas de tertulia y debates en redes sociales dedicados en aquellas semanas posteriores a las elecciones a detallar lo ocurrido en Madrid, ponerlo en relación con la situación política del resto del país y con nuestra historia política cercana y remota y ofrecerle algún tipo de solución en el futuro fueron rápidamente arrastrados al olvido por la torrencial y corrosiva inercia infocomunicativa característica de nuestra era digital. Si durante aquellas semanas, bajo la inmediata conmoción de la derrota, pareció prender cierto atisbo de conversación y voluntad compartidas entre parte de las bases activas y los intelectuales públicos de las izquierdas, las inercias asfixiantes de la desafección, el fatalismo, la dispersión de la atención y el enfrentamiento altisonante y ceñudo tardaron muy poco en volver a dominarlo todo en la franja izquierda de nuestra esfera pública, mientras la derecha celebraba su victoria con la más estridente algarabía y redoblaba su ofensiva política, social y cultural sobre el resto del país, frente a un gobierno de coalición progresista cuyo complejo arqueo de logros y renuncias difícilmente puede retratarse a brocha gorda, ya sea esta triunfal o catastrófica, pero que todas luces es evidente que no logra ensanchar ni electrizar a su propia base social y electoral, y se arrastra agónicamente de una encuesta de intención de voto a la siguiente entre la supervivencia por la mínima y la extinción.

Cabe sin lugar a dudas juzgar con severidad el enorme despropósito cometido por Podemos al zanjar la sucesión de Iglesias con una suerte de entronización merovingia de su aparato burocrático, sin el más remoto atisbo de debate en profundidad, ni entre sus menguadas bases activas, ni aún menos con su entorno, empezando por quienes, tantos, muchos más de hecho que quienes aún quedan dentro, una vez formaron parte del proyecto y lo han ido abandonando en el transcurso de estos años. Cabe también cuestionar si la estrategia de reorganización del espacio político transformador iniciada por Yolanda Díaz, y de la que estos días intuimos aquí o allá algunos discretos destellos, es adecuada y suficiente a la cualidad y magnitud del desastre que pretende remontar. Y cabe aún preguntarse si otras fuerzas políticas transformadoras fuera de Unidas Podemos, muy especialmente Más País y Anticapitalistas, y también los distintos grupos de afinidad e intelectuales colectivos que durante estos años han operado en la estela de Podemos y Unidas Podemos, están adoptando las posiciones adecuadas para aportar cuanto podrían hacerlo para encarar mejor esta situación. Pero sobre todo, más allá de la crónica interminable y al cabo insustancial y aburridísima de encuentros y desencuentros, tejemanejes y disputas entre los distintos aparatos partidarios o dentro de cada uno de ellos, hay que preguntarse por la situación de absoluta desagregación y desmoralización de los cientos de miles de personas que componen el estrato más constante, informado y activo de la base social, cultural y electoral de las izquierdas, su osamenta, su músculo y su nervio, no siempre armoniosamente moldeados por la historia, pero que una y otra vez, en tiempos buenos, malos y peores, ha puesto el cuerpo en cada oleada de movilizaciones, en cada huelga general y cada campaña electoral, en la representación sindical laboral y estudiantil, los movimientos sociales, el tercer sector, la economía social o la comunicación y la cultura críticas, y también en la barra del bar del barrio o la facultad, en el grupo de WhatsApp de la pandilla del instituto y en la no por más íntima menos encarnizada batalla política de la sobremesa familiar. O sea, nuestra gente. Nosotras mismas.

Toda esfera pública, tanto la general, esa en la que lo queramos o no todas habitamos por igual, como sus distintas regiones ideológicas, más o menos centrales o periféricas, visibles o subterráneas, a las que nos adscribimos voluntariamente, se rige por una compleja física de tensiones y flujos, ondulaciones, abigarramientos y también vacíos. En toda esfera pública, un vacío es un poderoso organizador de la conversación que lo circunda. No hay posiblemente hoy, en las esferas públicas de las izquierdas, un vacío mayor y de más intenso poder ordenador que aquel que, casi perfectamente precintado y hermético, debería servir de escenario a la conversación que no estamos teniendo sobre la masiva desafección y desmovilización de esa base social, cultural y electoral activa de las izquierdas, sobre sus causas y sus remedios. No hay indicador que se quiera utilizar, desde la movilización callejera a la venta de libros y revistas, el tráfico en redes sociales y por supuesto el sufragio, que no remita una y otra vez a esa desafección y desmovilización masiva de las izquierdas. Por supuesto, es un tema constante en nuestra conversación política privada, en torno a unas cervezas o en grupos cerrados de mensajería digital, pero rarísima vez aflora a nuestra conversación política pública, y cuando lo hace, por mucho que responda a una realidad sociológica de masas perfectamente constatable y a menudo perfectamente cuantificable, es recibido con una suerte de mohín entre incómodo y desdeñoso, como si las docenas de diputados y alcaldes, cientos de concejales y miles de votos evaporados en el ciclo electoral de 2019 fuesen producto exclusivo de las inclemencias del tiempo, o de la maléfica pero provisional influencia de nuestros rivales familiares dentro del propio bloque histórico.

No es preciso insistir, ni es esta la ocasión para hacerlo, en un raconto detallado de la atribulada travesía de las izquierdas españolas, de perder a medias la transición de la dictadura a la democracia en los años setenta, perder enteros el referendo de la OTAN y la desindustrialización en los ochenta y atravesar el desierto neoliberal acantonados en admirables pero también desoladoras condiciones de irrelevancia social, cultural y política en los noventa, hasta, durante la primera década y media de este siglo, todo ese lento y laborioso reexistir que va del no a la LOU, el nunca máis, el altermundismo, la memoria histórica, el no a la guerra y el pásalo hasta el 15-M, los movimientos de masas por la vivienda y los servicios públicos y finalmente Podemos, el sorpasso al PSOE, los setenta y un diputados y las alcaldías simultáneas de la mayoría de las grandes ciudades del país en 2015. No es casual que aquella del desencanto postransicional sea una de las categorías analíticas fundamentales de la moderna historia de nuestras izquierdas, y da cuenta de su profundidad que hicieran falta quince años y el empeño y los talentos de una generación política entera para apenas empezar a remontarlo. Si el colapso final de ese ciclo político, tan feliz como desacostumbradamente optimista y propositivo, inaugurado en las protestas del 15 de mayo de 2011, reiniciado en las elecciones europeas del 25 de mayo de 2014 y que se cierra con la derrota electoral en Madrid, la dimisión de Iglesias y el decenario funeral del 15-M, ha sido traumático para esa generación nacida tras la muerte de Franco que mayoritariamente lo ha conducido, lo ha sido aún más para las cohortes de edad anteriores que también han participado de él, para las que supone una tragedia repetida que incita con redoblada intensidad al fatalismo. Resulta en ese sentido extraordinariamente significativo que en algún momento en torno a 2016 la novela Asesinato en el Comité Central de la saga del detective Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán empezase a ser objeto de atención y comentario, como una suerte de símbolo o mensaje cifrado que se traspasase de una generación a otra: un libro soberbio, sin duda, como casi todos los de su autor, pero cuya renovada actualidad no puede sin embargo augurar nada más que pésimas noticias para las izquierdas.

No somos ingenuos: no existe la izquierda sin conflicto, también dentro de sí misma. Nuestra historia, desde 1789 y aun antes hasta ahora mismo, es un recordatorio suficientemente vívido y constante como para tener que insistir demasiado sobre ello, ni sobre los espeluznantes peligros y tragedias a los que, mal administradas, esas disputas de familia pueden llegar a arrastrarnos. Pero honradamente hay que decir también, aún a riesgo de ser tildados de simples de espíritu, que algunos, probablemente muchos, de entre quienes de un modo u otro participamos activamente de este pasado ciclo político dentro o en las inmediaciones de Podemos, esperábamos enfrentar complicaciones enormes, monstruosas incluso, pero no otra vez, y menos con tamaña virulencia, aquellas mismas de las que es reflejo novelado la peripecia madrileña de Carvalho y tan cruelmente martirizaron las vidas políticas de nuestros mayores, que asociábamos a un modo de hacer política reiteradamente fracasado y autodestructivo que, con la exitosa aparición del nuevo sujeto electoral, creímos final y felizmente periclitadas. La historia de cómo fue demolida desde dentro esa expectativa está aún por contar, o al menos por contar honradamente, y es urgente hacerlo, porque en ella anidan también muchas de las claves para pensar el tiempo político que viene y los sujetos y proyectos que desde la margen izquierda de la historia deberíamos poner en pie para disputarlo. 

Se ha dicho a menudo, y es cierto y fundamental, que la clave del fulgurante éxito inicial de Podemos fue reinstalar la posibilidad de la victoria en el imaginario de las izquierdas. Pero también lo fue la posibilidad de habitar, al fin, un espacio en que la militancia política no fuera un desierto burocrático, humanamente tóxico, intelectualmente estéril, periódicamente sacudido por sangrías fratricidas de motivación casi siempre infame o absurda, de las que por desgracia cuantos hemos hecho algún tramo de nuestro trayecto político en Izquierda Unida o sus inmediaciones hemos sido invariablemente testigos y en no pocas ocasiones víctimas. En Podemos creímos ver, en cambio, un espacio político indisimuladamente realista y pragmático en sus posiciones programáticas, pero también heredero de una serie de aprendizajes y experiencias organizativas, intelectuales y morales alternativos a los de aquella izquierda política clásica casi enteramente desarraigada de los movimientos sociales y la cultura crítica, que venía enviando a sus casas una legión de sus mejores militantes carbonizados tras cada recambio en su dirección, y que, reducida ya a una débil, hosca y dogmática trinchera asediada, fue absolutamente incapaz de traducir políticamente los deseos y las energías de los ciclos de movilización social de 2001-2004 y 2011-2013. Ambas claves del éxito de Podemos se desvanecieron simultánea y, cabe fundadamente sospechar, relacionadamente. Es absolutamente incierto, como siguen insistiendo Íñigo Errejón y algunos de sus seguidores más leales, que todo empezara a ir mal en Podemos con la celebración del segundo Vistalegre en invierno de 2017. Ya en torno al primero, en otoño de 2014, el partido empezaba a desangrarse en su búsqueda obsesiva e implacable, estúpida y desastrosamente conducida por Errejón e igual de estúpida y desastrosamente tolerada por Iglesias, de una unanimidad cuartelaria de contenidos y estilos, absolutamente imposible en un partido directamente enraizado de una experiencia de debate público extenso y autoorganización horizontal como el 15-M sin infligir por el camino mutilaciones brutales a su cuerpo social y moral, y que muy pronto consumiría hornadas enteras de militantes y cuadros a una velocidad de vértigo, escalofriante hasta para los más encallecidos fontaneros de las izquierdas históricas, que ninguna tasa de reposición, ni siquiera en un momento álgido de movilización social, y aquel no era ya precisamente uno de ellos, hubiese podido compensar. Convertida esta automutilación primero en rutina y luego en compulsión, y trituradas, gracias al impresionante apoyo recabado por Iglesias y el resto de fundadores del partido entre los sectores de más reciente y menos informada politización, las disidencias ideológica y geográficamente periféricas, esos mismos fundadores pasaron prontamente a devorarse entre sí con una fruición asombrosa, en una dinámica demencial que terminaría conduciendo a la pérdida de casi todos sus gobiernos municipales y la mitad de su cuerpo parlamentario y a la doble escisión por izquierda y derecha de Anticapitalistas y Más País. 

Pero la escisión más importante de Podemos no es ni la liderada por Errejón ni la liderada por Teresa Rodríguez, sino aquella otra, bastantes veces mayor que la suma de ambas, pero anónima, pasiva y silenciosa, de las sillas vacías en los mítines, de los barrios y pueblos sin carteles, de los lacónicos y resignados llamamientos al mero sufragio defensivo en las redes sociales, de todos aquellos preciosos votos adicionales que en esta ocasión mucha menos gente sintió tener motivos ni fuerzas para arañar en la cola de la frutería o el grupo de WhatsApp familiar. Y todo ello no fue tanto por la abundancia o ausencia de banderas tricolores, rojas o rojigualdas, las invocaciones alternativas a la gente, el pueblo o la clase, el número excesivo o escaso de menciones a la patria por minuto de discurso, sino por el penoso debate a garrotazos entre las enajenadas banderías que ondeaban una u otra posición, de manera cada vez más sectaria y histriónica, más pobremente articulada, a menudo un mero encadenamiento mecánico de fetiches retóricos fosilizados que, diciendo apelar a mayorías sociales, solo buscaban reafirmar una pequeña identidad gregaria y hacerse un hueco en su estructura burocrática. Fue ante este espectáculo abominable que tantos miles y miles de militantes y cuadros del cambio se desvanecieron, dejando el mapa de más de media España expedito para el retorno del bipartidismo, primero, y la emergencia neofascista, después. Dijo en alguna ocasión Santiago Alba Rico que, en el Podemos resultante de todos aquellos procesos de degradación, la única manera de intervenir era conspirando, y efectivamente quienes únicamente siguieron interviniendo fueron los conspiradores más duchos, categoría que, con un puñadito de honrosas excepciones, no ha solido coincidir con la de los activistas sociales, organizadores comunitarios o intelectuales públicos, de la más diversa filiación en el tupido árbol genealógico de las izquierdas, que en cada territorio y en casi cada municipio de este país se echaron Podemos a las espaldas en la primavera y el verano de 2014, que levantaron las mejores campañas electorales desde la transición a la democracia en pueblos y comarcas cuyo nombre jamás ha sonado entre las sapientísimas paredes de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, y que hoy mayoritariamente han retornado, en los mejores casos, a una u otra forma de micromilitancia testimonial y el discreto y desganado voto defensivo, y en los peores, a engrosar las crecientes filas del segundo desencanto, la desmovilización y la abstención. Quien dude de que todo esto sea cierto, no tiene para certificarlo más que comparar un mapa de los círculos de Podemos activos en el verano y otoño de 2014 y uno de los activos ahora mismo, o echar un vistazo a los testimonios gráficos de los primeros pasos de su Podemos local o autonómico de referencia, comprobar cuántos de entre quienes aparecen en ellos siguen haciendo política y comparar los perfiles biográficos y bibliográficos de quienes se marcharon con los de quienes hoy desempeñan sus mismas tareas y responsabilidades, si es que las desempeña alguien, lo que no siempre es el caso con más de media España convertida ya en una vasta zona blanca sin más presencia de Podemos que algunos grupos de Telegram en los que un puñado de personas, en general de edad avanzada, sin otros vínculos asociativos conocidos y embargados por la nostalgia acrítica y victimista de aquellos ya lejanos tiempos de euforia, circulan en bucle memes hagiográficos de Iglesias, monólogos de Juan Carlos Monedero y enlaces a La Última Hora.

Hace ya tiempo Podemos decidió no acoger en sus filas a nadie que no estuviese dispuesto a sancionar sin reflexión alguna absolutamente cualquier cosa que a su dirección se le antoje proponerle, y encoger el perímetro del partido cuanto sea menester hasta haberse asegurado ese objetivo, así que muy difícilmente cabe esperar de ellos la más ínfima voluntad de iniciar diálogo alguno con ese vasto y disperso reguero de militantes descantados y fuerzas desperdiciadas que su desintegración ha provocado. Yolanda Díaz sí debería hacerlo, y cuanto antes, aunque también resulte comprensible su prudencia ante las resistencias y recelos que dentro y fuera de Podemos y Unidas Podemos pueda despertar su iniciativa. Quienes hace ahora siete veranos, a veces en contradicción con algunas de sus convicciones ideológicas más íntimas, como fue el caso de muchas compañeras y compañeros libertarios, pero también convencidos de estar con ello remando en favor de un bien común mayor, aceptaron el envite del grupo fundador de Podemos y se echaron a los barrios y pueblos de las españas para, en plazas, parques, casas de cultura o locales vecinales, proclamar que podíamos mover ficha, votar con ilusión y tomarnos en serio nuestros sueños, exigirán ahora, y con toda razón y el aval incuestionable de la penosa experiencia de estos años, garantías de no estar otra vez iniciando una cabalgada hacia el vacío. Quien desee volver a reunir, inspirar y movilizar a lo mejor de este país, y Yolanda Díaz parece honesta y resueltamente desearlo ―y es además la única persona que, al menos en el corto y medio plazo, parece atesorar el capital político suficiente como para intentarlo con alguna posibilidad de éxito―, deberá garantizar a toda esa multitud decepcionada, dolida y desconfiada un nuevo entorno político en el que argumentar pese más que conspirar, en el que quien demande explicaciones a quienes desempeñan responsabilidades orgánicas o públicas reciba explicaciones y no silencio, difamación, acoso o coacción, en el que quien concurra a procesos internos tenga la certeza de ganarlos o perderlos en plena dignidad e igualdad de condiciones, y de que al menor atisbo de duda sobre ello encuentre el amparo de una institucionalidad confiable que lo aclare, en el que a los esfuerzos, sacrificios y sinsabores que siempre supone la actividad política transformadora no haya que sumar, otra maldita vez, el bochorno de contemplarnos a nosotras mismas, pasmadas y avergonzadas, tratando lastimosamente de justificar situaciones y prácticas de todo punto injustificables ante las mismas familiares, amigas o vecinas cuyas conciencias y votos estamos pretendiendo movilizar. Sin duda que deberemos seguir discutiendo, y esa discusión será a menudo áspera, encarnizada incluso, sobre reindustrialización verde o decrecimiento, renta básica o empleo garantizado, patriotismo cívico o cosmopolitismo, gobiernos de coalición o apoyos parlamentarios y otras tantas y tantas cuestiones centrales y acuciantes de nuestro programa y estrategia política, pero esa discusión no puede volver a tener como marco los mismos niveles disparatados de envilecimiento moral y mendicidad intelectual, paranoia sectaria y clientelismo cortesano, característicos del modelo de funcionamiento, impuesto a golpe de camarilla, purga, filtración, lista negra y lista plancha, que Podemos ha convertido en indeleble sinónimo de la derrota en estos años.

Una década es a la vez mucho y muy poco tiempo. Mucho tiempo, en el que hay margen para fraguar una esperanza, encaramarse a ella y otear el horizonte, sentirla desmoronarse bajo nuestros pies y estamparnos dolorosamente contra el suelo, pero también poco tiempo, especialmente cuando en toda su segunda mitad la declinante movilización social ―con la sola excepción del feminismo, aquejado a su vez por su propia y profunda crisis ideológica y organizativa― ha ralentizado y enrarecido los procesos de socialización política, especialmente entre los más jóvenes. No hay ahí fuera, en ninguna parte, agazapada, otra base social enteramente nueva de refresco, esperando para tomar el relevo de la agotada, asqueada y avergonzada por los acontecimientos de estos años, y deberán ser en buena medida los mismos cuerpos que animaron las plazas y las urnas durante todo el ciclo precedente los que pongan en pie lo que sea que la izquierda tenga que ofrecerle a este país en los tiempos por venir. No podemos permanecer eternamente encadenados a los agravios acumulados en este inesperado y calamitoso segundo asesinato en el Comité Central, pero tampoco se puede aspirar a reanimar los cuerpos que lo han padecido sin reconocer y restañar sus destrozos y poner sobre la mesa instrumentos confiables que garanticen su no repetición. El ciclo político que dejamos atrás no arroja, ni mucho menos, un balance enteramente negativo, pero la terrible losa de pesimismo histórico e incluso antropológico que ha dejado caer sobre la conciencia de las izquierdas no puede ser simplemente ignorada, sino decididamente removida, y los traumas que ha provocado, cuidadosamente sanados, sensibilidad a sensibilidad, territorio a territorio, militante a militante, como quien repara, mediante el venerable arte del kintsugi, una vajilla mal quebrada en mil pedazos. Será entonces, y solo entonces, cuando todo lo bien hecho y bien aprendido en el curso de esta década pasada, todas aquellas jornadas dichosas de plazas y urnas rebosantes y los pasos ciertos que nos condujeron a ellas, vuelvan a resultarnos hermosos y útiles. Es un reto sin duda endemoniado, pero sin antes resolverlo en modo alguno podrán volver a reunirse las fuerzas capaces de torcer las tendencias históricas que hoy nos empujan a la irrelevancia social, cultural y política, y mañana bien podrían, no ya solo perpetuar las lacerantes injusticias y absurdos del presente, sino abrir el paso a las derechas neoconservadora y neofascista hacia la dirección del Estado, y con ello a la transformación de este país en esa segunda Hungría a orillas del Mediterráneo de las que las comunidades autónomas y municipios ya gobernados en coalición tácita o explícita por el Partido Popular y Vox sirven de heraldos espantosos. Si aún empezando ahora mismo ya sería un empeño incierto, puede que dentro de seis, nueve o doce meses nos falten ya las fuerzas y los ánimos hasta para siquiera poder intentarlo. El precio de fracasar en este empeño es sencillamente inconcebible, para nosotras mismas y también para las generaciones venideras. Si hubo en nuestra historia reciente un instante histórico crucial que demandase de nosotras toda nuestra inteligencia, toda nuestra integridad, toda nuestra astucia, toda nuestra audacia, es exactamente este. No lo dejemos pasar.

Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

Fuente: https://elcuadernodigital.com/2021/09/01/y-ahora-que-izquierda-hacemos/