La coalición política que lleva más años de gobierno en el mundo debería tener motivos para festejar, sentirse segura, avanzar en su proyecto histórico. Por lo demás, este gobierno, llegó a La Moneda con un nivel altísimo de apoyo y expectativas, quizás sólo comparable con el primero, el de Aylwin, con escenas de multitudes festejando […]
La coalición política que lleva más años de gobierno en el mundo debería tener motivos para festejar, sentirse segura, avanzar en su proyecto histórico. Por lo demás, este gobierno, llegó a La Moneda con un nivel altísimo de apoyo y expectativas, quizás sólo comparable con el primero, el de Aylwin, con escenas de multitudes festejando en las calles a la primera presidente mujer en la historia de Chile…
La imagen de miles de mujeres poniéndose la banda presidencial era el símbolo perfecto para señalar la llegada de una presidenta, que en su programa y discurso, proponía un gobierno cercano a los hasta ahora sólo espectadores de la gobernable democracia chilena. Sería, se decía, un verdadero «gobierno ciudadano», preocupado de las múltiples falencias y grietas que comienzan a ser cada vez más evidentes en el Chile real de hoy, el que viven cotidianamente las mayorías, más allá de los diseños, programas, y la complacencia de una elite gobernante que simplemente vive otra realidad. Bachelet, sus círculos cercanos, el sector político que podríamos llamar como progresismo dentro de la Concertación, decian expresar un gobierno más cercano a las grandes mayorías de nuestro país.
Pero, más allá de sus intenciones, ¿qué ha podido lograr, en concreto, el progresismo bacheletista? Aquí haremos un breve repaso por el recorrido por el que ha pasado el proceso político que llevó a Bachelet a la presidencia, intentando una pretendida mezcla entre «continuidad y cambio» con relación a lo que ha sido, hasta hoy, el gobierno concertacionista de más de 17 años en nuestro país.
La llegada de Bachelet a la presidencia de Chile es parte de un camino llevado a cabo por la Concertación «progresista», que fue abriéndose paso a paso dentro de su coalición en los años anteriores, y que fueron expresados en la candidatura presidencial de Bachelet, y en otros personeros y espacios políticos que habían ido sumando apoyos dada la evidente derechización del programa político real de la Concertación.
El proyecto de reformismo gradual dentro de los márgenes del neoliberalismo, impulsado por una capa de nuevas generaciones de concertacionistas, sobre todo del PPD y el PS (por oposición al ala más «conservadora» y derechista de la DC, en un contraste que se remonta al proceso político de la UP y la dictadura), vivió en los últimos tiempos un proceso de crecimiento y generalización no menor. La crítica a «las imperfecciones del modelo» surgidas tímidamente entre algunos concertacionistas tras la depresión económica generado por la crisis asiática, hizo emerger la conocida contradicción entre las dos almas de la Concertación (la «autocomplaciente» y la «autoflagelante», a fines de los noventa), que, en el mediano plazo, ha decantado en un debate generalizado entre las elites políticas y económicas chilenas. Incluso entre la derecha política y el alto empresariado se ha colocado en el centro de las preocupaciones las tensiones sociales, económicas, y hasta geopolíticas que tiene el modelo de desarrollo chileno.
Así las cosas, si en 1997 surgió claramente un sector crítico desde la izquierda de la Concertación, hoy, la autocomplacencia y el conformismo que estos rechazaban es cada vez menor en todo el espectro de las elites políticas y empresariales, y cunde entre ellas una preocupación creciente por las falencias del modelo, cuestión amplificada en los últimos tiempos por un progresivo ánimo de descontento y de incipientes luchas sociales entre las mayorías.
En tales circunstancias (que van mucho más allá que el proyecto concertacionista), se explica el ascenso de los actores políticos expresados en la persona de Michelle Bachelet, cuyo discurso y programa intenta realizar un difícil equilibrio entre «continuismo y cambio», entre el hasta ahora intocado y muy profundizado neoliberalismo a la chilena , y las urgentes reformas sociales necesarias para su supervivencia a largo plazo. Reformar, modificar los aspectos más crudos del neoliberalismo, para continuar con el camino realizado las últimas tres décadas de políticas neoliberales, parecía ser el programa bacheletista.
Expresivo a este respecto es una de las prioridades de su programa presidencial: la reforma previsional, un problema estructural de dos vías: por una, la crisis social «de hecho» que pronto se desatará si es que no se realizan cambios profundos en el sistema de pensiones, que aquejará a millones de chilenos sin y con muy poco resguardo económico en un futuro no muy lejano, y por la otra, los enormes intereses económicos enclavados en las AFP`s, que han operado en el Chile neoliberal como el centro financiero de las elites empresariales, poniendo bajo su control enormes cantidades de capital, en rigor, extraído en condiciones muy favorables para ellas, de la masa salarial de los trabajadores chilenos.
Por otra parte, su pretensión programática de no sólo más, sino que de «mejores empleos», toca un aspecto central en cómo se ha sostenido el crecimiento económico chileno: con una alta explotación y precariedad laboral, que redunda en bajos costos para la acumulación capitalista en Chile. El tantas veces alurdido clima favorable para la inversión que hace rentable para el capital extranjero invertir en nuestro país, cuyo modelo económico, su crecimiento e inserción internacional, depende casi totalmente de la variable de fuerza de trabajo a bajo costo, repitiendo una tradicional dificultad de las elites chilenas. A éstas, en toda su historia como elite gobernante, les ha sido imposible propiciar siquiera mínimos niveles de acumulación de capital propia, y por tanto, posibilidades de desarrollo productivo, colocándose tan sólo como operador nacional y socio local de los grandes capitales de los países dominantes que vienen a extraer materias primas de baja elaboración. Esto ha terminado, una y otra vez, con una presión a la baja de unos ya precarios salarios, y más en general, con la pauperizción de los niveles de calidad de condiciones de trabajo y de vida, cuando alguna circunstancia económica mundial impide en algo la rentabilidad de las cuantiosas exportaciones nacionales. La relevancia de esta actividad exportadora de materias primas para el proyecto de las elites, ha hecho extremadamente débil nuestro modelo productivo ante las fluctuaciones de los mercados internacionales, generando una y otra vez en nuestra historia estancamientos, recesiones, o crisis, en la economía chilena.
La otra ventaja comparativa de nuestro país, la intensiva explotación de recursos naturales con una muy baja protección ambiental, ha gatillado incipientes luchas y articulaciones sociales que tienen como eje la cuestión de la protección del medio ambiente y las localidades productivas ante el impulso de las grandes inversiones privadas. Muchas veces, esto toca muy de cerca al central tema de recuperación de los recursos naturales nacionales en manos de los grandes capitales extranjeros y «nacionales» (en rigor, casi siempre, santiaguinos, y del barrio alto de la capital), y que está comenzando a involucrar a cada vez más comunidades locales y regionales, en luchas concretas y cotidianas ante las manifestaciones reales del modelo en sus entornos de vidas locales.
Lo que tuvo de asertivo el sector progresista de la Concertación procede de su mirada a estos fenómenos, aunque tenga la limitación fundamental de intentar ocuparse de temas cuya solución implica modificar una buena de lo realizado por los gobiernos de su coalición, y romper con el sentido político con que se ha gobernado durante todos estos años de democracia antipopular. Esa limitación deja al progresismo como un operador más del conjunto de las derechas y elites empresariales del país, inclinándose cada vez más hacia la hegemonía neoliberal de todos estos años, como comenzó a quedar en evidencia tras unas movilizaciones estudiantiles de una magnitud imprevista, o en sus decisiones relativas a la política internacional, en un marco continental donde el «alineamiento» a dos bandos deja bastante claro el sentido con que se gobierna en cada país. O se está con el Sur, o se está con el Norte. No por nada, Chile figura como el país con más TLC´s del mundo, los que son, por esencia, herramientas de los países dominantes para extender sus mercados cautivos, subordinados. Y además, automarginado de los procesos de integración que se viven en el continente. Finalmente, el gobierno de Bachalet, o se ha abstenido, o ha tenido que reconocer sus mayores lazos y compromisos con el Norte, y sus aliados locales en continente.
Dos tensiones políticas pusieron al gobierno de Bachelet ante el dilema de optar claramente por alguna opción que hiciera realidad el discurso progresista con que llegó a la presidencia. Los estudiantes secundarios interpelaron por varias semanas con frases como «Michelle, ¿estás conmigo?», «¿Con quién estás?», manifestando más que una duda con respecto al real alineamiento del gobierno bacheletista, y su lema de campaña, «Estoy Contigo». Poco tiempo después, de nuevo tuvo que optar, ahora de cara a los alineamientos mundiales, para votar «entre Chávez o Bush».
Así, al poco andar de este progresismo bacheletista a la cabeza del gobierno, tuvo dos tensiones donde se juega la estabilidad de la coalición concertacionista. Primero, la crisis educacional, donde se mezcla una situación «objetiva» de crisis del sistema, con una creciente y explosiva politización de las nuevas generaciones de niños y jóvenes, que apuntan a un tema central en la insostenible desigualdad en Chile, cuestión no sólo relativa a los ingresos, sino que también a las escasísimas oportunidades y posibilidades de movilidad social en la sociedad chilena. El gobierno, que meses ante se autofestejaba como «el gobierno ciudadano», «de cara al Chile real», ahora tenía que vérsela con la manifestación social más grande desde la caída de la dictadura. Y respondió como siempre han respondido los gobiernos de la Concertación, con represión y soberbia, hasta que la magnitud de de la movilización, el peso de sus verdades, los hizo retroceder algo, y propiciar un mínimo diálogo y apertura hacia lo que se estaba planteando por los estudiantes. La movilización social logró accedes a la reación de un Comité Asesor con participación de los actores sociales, y una pluralidad política que no se ve mucho a nivel de la política nacional binominal. Pero sólo consultivo, sin capacidad de tomar decisiones. La democracia ciudadana que prometía Bachelet, sólo un discurso para la galería, como nos tienen acostumbrados los gobiernos de la Concertación.
La verdadera toma de decisiones, está bastante lejos de la ciudadanía de a pie. El palacio de Gobierno está bien resguardado (aunque a ratos alguien consigue quemarse «a lo bonzo» de vez en cuando), y si alguien peligroso llegara ahí, no importa… como dijo alguien de los círculos del poder concertacionista, se gobierna más desde Casa Piedra que desde La Moneda.
Si hay un problema que preocupa con urgencia a las elites chilenas que toman sus decisiones en la aludida Casa Piedra y demases, esta es la cuestión energética. El tema educacional puede llegar a ser importante, implica la proyección a futuro de su modelo, pero no urge tanto, mientras los estudiantes no estén en movilizaciones como las del año pasado. La debilidad energética significa una falencia importante en el modelo económico chileno, y dado su aislamiento de los procesos de integración continental, de seguro los costos de la energía subirán para el gran empresariado, retardando el crecimiento económico, que depende casi totalmente de las grandes empresas. Segunda gran tensión para el progresismo bacheletista. Dado el perfil de su historia, de su identidad política (o al menos, cultural), en los alineamientos políticos mundiales y continentales, el progresismo concertacionista debería optar por los procesos de integración americana, que por lo demás, tocan de manera central el desarrollo energético de la región. Pero no. Y han optado, una y otra vez, por mantenerse en un espacio intermedio e indefinido, ni alineado del todo con las derechas del continente (asociadas firmemente con Bush y un neoliberalismo a ultranza, como Calderón en México, Uribe en Colombia, o Alan García en Perú), ni con los gobiernos populares y de izquierdas (mirando así muy a lo lejos los procesos de creación de una Política del Sur que encabezan Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Brasil, Nicaragua, o Ecuador). Pero tal posición ambigua se puede leer, en lo esencial, como una continuación de la línea aislacionista del gobierno de Chile, en un contexto continental tremendamente propicio para políticas «progresistas» y de integración latinoamericana (que el programa inicial de Bachelet contemplaba como objetivo).
Así, con un gobierno que siente que tiene que hacer una cosa y hace otra («se abstiene», como en la votación para el Consejo de Seguridad de la ONU), queda al descubierto tanto el aislamiento geopolítico del progresismo concertacionista en el contexto regional, como la fragilidad de la opción libremercadista y proimperial en materia de política exterior que siempre ha implementado la Concertación, y que tanto han aplaudido las elites económicas de nuestro país.
Por que nadie niega que esta hizo, desde sus comienzos, una apuesta deliberada por la apertura comercial y financiera hacia las potencias del norte, ganando en inversiones y crecimiento de corto plazo, pero perdiendo en integración regional y desarrollo productivo. Tal opción, hasta hace poco le había dado ventaja a Chile en términos de crecimiento económico e inserción de sus productos en los mercados del Norte, pero que con la emergente centralidad que está tomando el tema energético en todo el mundo, hoy es una grave falencia para retomar el «crecimiento económico acelerado», que era y sigue siendo la apuesta de la elite nacional para asegurar un mínimo de chorreo hacia abajo, y por tanto, la estabilidad social y política que la enorgullecieron en los noventa. La noticia de que el crecimiento de la economía chilena fue menor que el promedio sudamericano, o, peor aún, menos que la mitad que el de Venezuela y Argentina, dos países gobernados por presidentes «populistas» (como se les intenta caracterizar desde los medios masivos de comunicación), ha aumentado el nerviosismo entre las elites, que no ocultan la insatisfacción por el rendimiento económico de su tan alabado modelo.
Estas tensiones, de una gravedad inédita para las elites nacionales (tocan, todas, aspectos centrales del «modelo», y se dan en un contexto mundial y regional que les dan un particular significado), tienen el añadido de que cruzan, hasta ahora, a un gobierno con un débil sustento partidario, dado que el progresismo bacheletista nació y está formado, por lo general, por nuevos y más jóvenes actores, ajenos al tradicional establishment de la Concertación, al llamado «partido transversal», e incluso, al «laguismo», cuyos principales actores miran con incredulidad el proyecto de cambio dentro de la continuidad que intenta impulsar la nueva presidencia. Por eso, los sectores más conservadores y neoliberales de la Concertación (y también «a la derecha» de ella) están operando un juego de «apoyo y tensionamiento» frente al progresismo bacheletista.
La rápida presión e intento de cooptación de los grandes poderes económicos frente un sector político supestamente más de centro izquierda (el progresismo que hoy encarna Bachelet), y que parecía llegar al gobierno con un intento de «regenerar» la política en su coalición y el país, ya se había vivido en cierto modo en los primeros años de Lagos, pero ahora se da en un contexto donde en la misma Concertación se habla derechamente de los riesgos en términos de consenso, estabilidad, y durabilidad de la coalición. El reacomodo de los actores políticos dominantes, tanto dentro de sus coaliciones, partidos, o sectores partidarios, es cada vez más evidente y a veces tenso, y deja, por tanto, un escaso margen de maniobra a los limitados intentos de reformas y «cambio» en los aspectos más cruciales que atraviesan al Chile de hoy, y que el gobierno de Bachelet había dicho pretender realizar.
Esto, a su vez, a ratos ha decantado en una tendencia creciente a asumir, por parte de los progresistas «más a la izquierda» de la Concertación, una crítica más sincera y una acción política que los hace acercarse a los temas y planteamientos de fondo que hoy plantean nuevos actores políticos y sociales ubicados en los extramuros de la política formal. Por lo demás, el importante y creciente apoyo electoral que reciben estos sectores políticos les demuestra la legitimidad y validez de sus posturas, y la sensación de estar presenciando movilizaciones sociales al alza los coloca como posibles interlocutores o referentes mediáticos de genuinas preocupaciones e intereses de las grandes mayorías chilenas. Pero no pasan de ser intentos, por ahora, aislados políticamente, sin incidencia en los planes centrales del gobierno, y sin el anclaje social que les permitiría poder avanzar algo más: los incipientes procesos de movilización, concientización, y articulación política de las grandes mayorías sociales de nuestro país, no tienen aún mucha articulación, no son tan masivos, y se mantienen prudentemente distantes o en rechazo al progresismo concertacionista, y en general, a todo lo que provenga de las elites políticas dominantes de nuestro país.
Así, el supuesto programa progresista de Michelle Bachelet y su sector político, han ido quedando cada vez más diluido en el peso de la noche concertacionista, y en las retorcidas lógicas políticas derivadas de un generalizado proceso de reordenamiento del mapa político chileno. La necesidad de gobernar con el centro político, e incluso con la derecha (cuestión que toca a muchos de los gobiernos más a la izquierda de nuestro continente, como Argentina, o más claramente, Uruguay o Brasil), sobre todo tras la rebelión de los estudiantes secundarios (que mostró el peligro que tiene para el gobierno de la Concertación una real politización ciudadana), ha terminado regenerando casi las mismas correlaciones de fuerza que desde siempre han gobernado a la coalición gobernante. Con muy pocas excepciones, este ha sido, más que nada, un gobierno de continuidad, con poco o nada de cambio.
El carácter que ha ido tomando un discurso y acción altamente represivo hacia los movimientos y actores sociales que intentan hacer política desde abajo, quedó expresado en el nombramiento de Belisario Velasco como Ministro del Interior (y por tanto Vicepresidente de la República), personero de la Concertación dedicado al control de tensiones, movimientos y movilizaciones sociales, precisamente cuando el gobierno intentaba responder de forma más eficiente frente a la revolución pingüinacon alta incidencia y presencia en los medios. O también, en la decisión de no votar por Venezuela para el Consejo de Seguridad de la ONU a pesar de la inicial intención interior de sí hacerlo. Estas coyunturas, expresaron, a mediados de año, un verdadero «autogolpe de estado blando» hacia el programa político anunciado. Las tensiones internas en la coalición gobernante rara vez han podido ser resueltas sin que el país sepa que «algo pasa» en la Concertación, y que la adhesión a ésta y su gobierno caiga progresivamente, aunque eso ocurra sin un alza en las posibilidades de un pronto avance de la Alianza derechista. Y eso, a pesar de la visibilidad que ha ido tomando el tema de la corrupción, como práctica generalizada y sistemática con que se han sustentado materialmente las elites y clientelas de la Concertación, gracias a los recursos del Estado.
Así las cosas, nada indica que el inmovilismo político del gobierno se modifique en alguna dirección que le dé sustentabilidad a su programa anunciado. El progresismo que se apreciaba en algunos de sus puntos se ha ido cerrando en un continuismo como el de siempre. Las grietas del aparato concertacionista le dejan poca capacidad de maniobra a Bachelet y su entorno, y las decisiones tomadas en los gobiernos anteriores le pesan a este como una carga difícil de sobrellevar, más aún, dado que no puede ni quiere romper con tal herencia política. El mencionado tema de la corrupción, o más clara y puntualmente, el del Transantiago, son dos problemas en que la herencia concertacionista pesa fuertemente al gobierno actual. Ambos, además, reforzados por las políticas del emblemático Ricardo Lagos, y su laguismo, privatizante, de oscuro proceder, y con altos montos de inversión y dinero flotando en alianzas público-privadas de dudosa ética política.
Así, el bacheletismo parece estar pagando las culpas y los errores acumulados en 17 años de gobierno, y el resto de los actores políticos de la Concertación no hacen nada por descargarle en algo tal peso, y se dedican más a preparar sus caminos propios que a darle apoyo al círculo cercano a la presidenta, dado que todos, dentro y fuera de la Concertación, preveen una muy posible mutación del mapa político al que nos acostumbramos tras la salida de la dictadura. Tal escenario se verá quizás expresado en una reforma al desprestigiado sistema binominal, pero va mucho más allá de él. Son las diferencias internas en las dos grandes coaliciones, y más en general, las que cruzan los debates del conjunto de la clase gobernante en torno al camino a seguir hoy en día, las que más les preocupan. La reconstrucción del sistema político y partidario, las previsiones de nuevos alineamientos inter elites, muestran las tensiones que hoy por hoy les aquejan, el desgastamiento del proyecto histórico que las ha aglutinado en torno a un mismo modelo. La diferencia Concertación – Alianza, fundada en las diferencias «de piel» y de las historia personales de la clase política del país, con respecto a la dictadura militar, pierde cada vez más vigencia.
Las imprevisibles escenas vistas tras la muerte de Pinochet nos mostraron los aspectos más extraños y particulares del neoliberalismo «a la chilena»: festejos multitudinarios acallados por los medios, y criticados y reprimidos por el gobierno supuestamente antipinochetista, acomplejadas discusiones sobre el carácter que debían tener las ceremonias oficiales, y una importante resonancia internacional a la muerte de un símbolo de la represión mucho más allá de estas lejanas tierras, pero también, de un país que, supuestamente gracias a su refundador gobierno, tomó la dirección política y económica que tanto promueven los detentores de la hegemonía y el poder a nivel global.
Este acontecimiento, que terminó de hacer desaparecer a la persona de Pinochet del escenario político nacional (claro está, no de su legado histórico), se dio en un momento en que el modelo que su gobierno comenzó a implementar hace tres décadas está poniéndose en duda, haciendo aún más anacrónicas las estructuras de los partidos y las coaliciones existentes en Chile, conformadas ya bastante tiempo atrás, en un contexto político en que la adhesión o rechazo hacia su persona (y la de sus círculos cercanos de civiles y militares), terminó tomando una importancia mayor que la posición frente al proyecto histórico que logró construir.
Así, finalmente, a pesar de que a las elites económicas les resulta difícil alejarse emocionalmente de la figura de Pinochet y su gobierno, les resulta totalmente inofensivo el añejo antipinochetismo de la Concertación, que aceptó y se vio cooptado por el modelo de país que deja intocados su proyecto neoliberal y sus privilegios como elite. Incluso, si proviene de un progresismo que lejanamente les recuerda a la UP, como queda de manifiesto cuando los ultraderechistas increpan a este «gobierno izquierdista», pero en un contexto en que sus intereses de clase están, en lo esencial, bien cuidados por ese mismo gobierno. Porque, para tranquilidad de las elites del país, es este, hasta ahora, un gobierno claramente pro empresarial, neoliberal, y con poco y nada de democracia.
De las buenas intenciones, de las proclamas de cambio, de las Grandes Alamedas a las que aludió la Presidenta en su discurso inaugural, del Gobierno Ciudadano, de la integración a nuestro continente… nada de nada, a un año. Y nada indica que vendrá algo mejor, al menos, desde los erráticos caminos del «progresismo», su presidenta, y su supuestamente exitosa coalición.