La Corte Suprema chilena quedó en el banquillo de los acusados cuando, esta semana, se conoció el Informe sobre Tortura. Más de 35 mil ciudadanos se presentaron ante la comisión y sabemos que varios otros miles decidieron guardar el secreto porque aún no pueden verbalizar lo ocurrido. Más de nueve mil habeas corpus se presentaron […]
La Corte Suprema chilena quedó en el banquillo de los acusados cuando, esta semana, se conoció el Informe sobre Tortura. Más de 35 mil ciudadanos se presentaron ante la comisión y sabemos que varios otros miles decidieron guardar el secreto porque aún no pueden verbalizar lo ocurrido.
Más de nueve mil habeas corpus se presentaron ante los tribunales chilenos en los primeros diez años de dictadura. Todos fueron rechazados luego que los jueces cumplieran con el trámite formal de preguntar al Ministerio de Interior si era o no real el «supuesto» arresto. Siempre la respuesta fue «no registra detención». Hubo veintitrés excepciones, las que no salvaron la vida de los prisioneros «beneficiados» por el habeas corpus. La dictadura desconoció los dictámenes judiciales y la Corte Suprema no chistó.
De ahí que el Informe oficial la acuse por «abdicar» de sus facultades y responsabilidades en la protección de los ciudadanos. Al leer esta parte del Informe, imposible no recordar lo que me ocurrió con el presidente de la Corte Suprema en 1981. Se llamaba Israel Bórquez. Le pedí una entrevista y sólo me recibió para explicarme su negativa: «No, porque no hay nada importante, pura rutina».
-Presidente, quiero la entrevista para hablar de torturas…
-¿Cuál tortura?
-¿Cómo que cuál tortura? Usted mismo ha recibido las denuncias, aquí se están tramitando querellas por torturas.
-Cualquiera puede hacer denuncias, de ahí a que sea cierto…
-Hay certificados del Instituto Médico Legal que las acreditan, presidente.
-Habrá que verlos, pues.
-Presidente, hay ciudadanos que logran vencer su terror y vienen acá a denunciar lo que les pasó. Y usted reacciona como si se tratara de cheques protestados…
-¿Y qué quiere que haga? -dijo casi gritando.
-Que actúe con la urgencia que esas denuncias exigen. Eso es lo lógico…
Se quedó unos segundos en silencio. Yo me levanté, me retiré varios pasos de modo que pudiera ver mi cuerpo entero.
-¿Sabe lo que es un pau de arara, presidente?
Movió la cabeza en señal de negativa.
-Así es, míreme bien…
Y se lo expliqué con mi cuerpo en cuclillas.
-Meten un palo bajo las corvas, detrás de las rodillas. Y uno se queda colgando, desnudo, con las manos amarradas adelante. ¿Lo ve? Así es, presidente. Los genitales quedan al descubierto. Y de tanto en tanto, los torturadores aplican electricidad…
Me incorporé para tomar aliento. Y seguí explicándole, con gestos, las torturas llamadas «el submarino», «el teléfono», «la parrilla». El miraba en silencio, casi sin pestañear. Cuando terminé, me acerqué al escritorio.
-Presidente; ¿cómo puede dormir tranquilo?
-Duermo muy tranquilo -dijo marcando cada sílaba.
– ¿Y no le importa lo que de usted diga la historia?
– Nada. No tengo hijos.
Se levantó, tomó el citófono para comunicarse con su secretaria. Yo tomé mi grabadora y salí. No hubo despedida.
Patricia Verdugo es escritora y periodista