Ya entonces el hombrecito flaco, acompañado por la eurodiputada Patricia McKenna, abandonaba Dublín tras una carrera de película de espionaje. -Puede que fuera paranoia -confiesa-, pero yo sentía que me perseguían, hermano. Tomó buses aleatorios. Dobló esquinas, callejones, muros donde antes orinaron borrachos Beckett y Bloom y Dedalus y Joyce juntos. Subió a un taxi […]
Ya entonces el hombrecito flaco, acompañado por la eurodiputada Patricia McKenna, abandonaba Dublín tras una carrera de película de espionaje.
-Puede que fuera paranoia -confiesa-, pero yo sentía que me perseguían, hermano.
Tomó buses aleatorios. Dobló esquinas, callejones, muros donde antes orinaron borrachos Beckett y Bloom y Dedalus y Joyce juntos. Subió a un taxi siguiendo rutas absurdas. Lo soltó. Subió a otro. Traspasó el mar en ferry, pisó costa inglesa, trepó al primer avión que pudo y, ya volando, sonrió. Pensaba que esa gente tenía de sobra como mover hilos muy delicados para ensuciarlo, qué sabe uno, por ejemplo enviando una patrulla de policías a empacarle en la mochila un kilo de cualquier sustancia blanca prohibida, como puesta en escena para fingir una detención…
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