En un artículo aparecido en la revista Libertad Digital titulado «Carlismo versus Nacionalismo. Navarra, foral y española» (20 de marzo de 2007 [1] ) el profesor Juan Bautista Fuentes -al hilo de la última reedición de las pretensiones territoriales expresadas respecto de Navarra por la izquierda abertzale- comparaba eso a lo que considera allí una […]
En un artículo aparecido en la revista Libertad Digital titulado «Carlismo versus Nacionalismo. Navarra, foral y española» (20 de marzo de 2007 [1] ) el profesor Juan Bautista Fuentes -al hilo de la última reedición de las pretensiones territoriales expresadas respecto de Navarra por la izquierda abertzale- comparaba eso a lo que considera allí una mera ideología esencialmente antiespañola, intrínsecamente racista y tendencialmente terrorista (el nacionalismo vasco), con el tradicionalismo carlista, en cuya raíz se hallaría, por el contrario, un impulso íntimamente universalista (en tanto que católico), una concepción fraternal de la comunidad (profunda y positivamente liberal), y una vocación de defensa de lo local que sería enteramente compatible con lo nacional y lo transnacional, y que entroncaría de forma directa con la singularidad histórica del proceso de formación de España; un proceso que habría tenido lugar, en efecto -a decir del profesor Fuentes- a partir de «la inexorable confluencia» de los reinos cristianos en su «reivindicación» de la unidad visigótica anterior a la «invasión» musulmana, y que constituiría (en su más íntima esencia) »un proyecto espiritual (o metapolítico) universal, en cuanto que católico, de fraternidad comunitaria ilimitada entre fraternidades comunitarias locales; una fraternidad que, por tanto, no quería ni podía limitarse a sus iniciales fronteras geográficas ibéricas, sino que, movida por su propio impulso, universal en cuanto que católico, se veía impulsada a extenderse ilimitadamente por el orbe».
Es, precisamente, de ese impulso, del que participarían aquellas pretensiones de vuelta a la legitimidad foral que hizo suyas el carlismo, unas pretensiones que serían históricamente más consistentes y políticamente más relevantes que las del independentismo vasco, y que harían más legítimas unas hipotéticas aspiraciones navarras (e incluso castellanas) a la anexión de los «territorios vascongados», que las demandas análogas formuladas respecto del territorio foral por el nacionalismo vasco, y cuya base podría ser únicamente folclórica. Es así, pues, como podría darse una dimensión histórica verdaderamente resonante a aquellas palabras con las que el presidente de la Comunidad Foral acababa un reciente discurso suyo: «Viva la libertad de Navarra, viva Navarra foral y española».
Aunque es evidente que no se trata, con esta comparación, de proponer ninguna recuperación nostálgica del carlismo en tanto que representante legítimo de aquel proyecto de unidad de destino en lo universal que una vez fue España (¡antes de los Reyes Católicos!), ni de lanzarse en pos de la defensa de los derechos dinásticos de Pocholo Martínez Bordiú, no cabe duda de que esta contraposición entre el foralismo utópico [2] y el nacionalismo histórico planteada por el profesor Fuentes en su artículo, se ve obligada a hacer grandes esfuerzos para dejar de lado -como aspectos exteriores a la esencia misma del movimiento carlista e incluso como rasgos únicamente pintorescos- muchas de las particularidades más reseñables del mismo, como su tradicionalismo realista (apoyado, para más inri, en la vigencia de la Ley Sálica), su clericalismo (y el apoyo recibido por parte de un clero que defendía sus intereses frente a las desamortizaciones liberales), o la aldeana crueldad de egregios representantes suyos como Tomás Zumalacárregui pasando por las armas a los prisioneros liberales en Heredia.
Pero aun sin ánimo de ponerse a contrapesar unas leyendas negras con otras para ver si pesa más la de Arana, la de ETA o la de los requetés, el caso es parece que hace falta retorcer mucho el hilo de la argumentación para conseguir hacerlo pasar a través del agujero de la aguja de la legitimación histórica y tratar de recoser después con él ese foralismo medieval representado por una argolla colocada en la plaza del pueblo a la que bastaba agarrarse para estar «aforado» con no se sabe qué «forma propia de liberalismo, hispano en cuanto que católico, anterior y distinto al moderno y puramente económico del librecambio (aunque no necesariamente incompatible con él)» y que, según parece descansaría -a decir del profesor Fuentes- en «la liberalidad o generosidad propia de la vida comunitaria local (generosidad que, por su propio impulso, no podía dejar de propagarse entre las distintas comunidades de su órbita espiritual) y que servía de freno a toda posible intromisión del Estado en las libertades y formas comunitarias de vida tradicionales, así como en la libertad y dignidad de cada persona». Hace falta retorcerlo tanto, al menos, como hace falta estirarlo para poder coser con tanta alegría el fondo de ese mismo saco en donde meter juntos a Otegui y a Ibarretxe -si es que no a de Juana y a Elorza-.
Pero hace falta olvidar muchas cosas más aún, y retorcer los argumentos hasta casi darles la vuelta (quizás para lograr, a fuerza de intentar ser de izquierdas, que acaben siendo, no se sabe cómo, perfectamente compatibles con los de derechas) para considerar a ese bucólico y waltdisneyano foralismo carlista de palo y escapulario como modelo de una posible defensa ante los abusos de aquello a lo que Fuentes denomina allí: «el moderno Leviatán -ése cuyo prototipo hemos de cifrar en la Revolución Francesa-«, ése que «ha mostrado sobradamente una irrefrenable compulsión totalitaria a hacer y deshacer en la vida civil y en la de las personas». Seguir considerando, a estas alturas, al liberalismo «cadaunista» (sea neoliberal o nacional-católico) como una defensa frente a la «compulsión» intervencionista del estado moderno, podría resultar cómico, si no fuese por la cantidad de gente que vemos morir a diario en el mundo por culpa de esa concepción facciosa y pistolera de la justicia capaz de afirmar que la justicia «no puede ser igual para todos». Ponerse a contraponer versiones más o menos cejijuntas o más o menos xenófobas y criminales del patriotismo local, con la que está cayendo, parece que podría llegar a resultar un tanto inoperante políticamente.
Y no es que se trate de que no sea importante hacer diferencias entre unas cosas y otras, y meter correctamente cada cosa dentro de su cajón estructural, sino de que es que hay cosas mucho más importantes que ésas, y que son las que impiden, también, meter en el mismo saco a un sujeto como Arzallus (por muy delirantes que podamos llegar a considerar sus invocaciones al RH) y a otro como de Juana Achaos (un héroe capaz de llevar hasta el final una huelga de hambre para lograr sacar de la cárcel a su propio culo, -pero no tanto, al parecer, para defender sus ideas (especialmente si se puede disponer de otras armas para ello)-.
Pues bien. Quizás no estaría de más recordar también, en este contexto de luchas entre foros, reinos, naciones, y orbes et urbis -y, aprovechando de paso la circunstancia de la reciente conmemoración del aniversario de la proclamación de la República-, un fragmento procedente también de un discurso que citaba no hace mucho la filósofa francesa Claire Gouges en una columna aparecida en el periódico Le Sud Republicaine y titulada «Je veux être une jacobine» (14 de abril de 2007). Se trata de un discurso no tan reciente como el del presidente de la comunidad foral (pero, al menos, no demasiado alejado de los tiempos de las guerras carlistas) y que fue pronunciado con ocasión del avance sobre París de las tropas prusianas comandadas por el duque de Brunswick . Dicho avance produjo el pánico en toda la Francia revolucionaria, pero muy especialmente en París, donde ya se veía al enemigo a las puertas y el ayuntamiento insurreccional comenzó a plantearse la posibilidad de tomar rehenes entre los familiares de los emigrados e ir ejecutándolos a medida que los defensores de la legitimidad borbónica progresasen en sus -digamos- «reivindicaciones». El discurso pronunciado por el jacobino Jacques Alexis Thuriot -expulsado después del club por su oposición a Robespierre- acababa de la siguiente manera: «No puede ser que unos cuantos hombres, que ni conocen los verdaderos principios, ni la ley, ni la Constitución traten de imponer su voluntad particular a la general»… «Es necesario que los habitantes del país sepan que no debemos concentrar todo tras los muros de París. Que no haya ni un decreto que no lleve el sello de la nueva ley… Exijo al cuerpo legislativo que se declare decidido a morir antes que aceptar la menor alteración de la ley, y decreto que se envíen comunicados a las secciones para inducirles a ese respeto. No necesitamos magistrados que cedan al impulso del pueblo cuando éste se engañe, sino unos que amen a la patria, y a los que anime sólo el sólido respeto de la ley»… «Yo amo la libertad, amo a la Revolución, pero si fuera necesario un crimen para consolidarla, entonces preferiría la muerte. Sólo hay una medida que podemos tomar, la de unirnos y representar en todo momento el amor de la ley y del Bien común. La Revolución no es únicamente para Francia, somos responsables de ella ante la Humanidad. Es necesario que todos los pueblos puedan bendecir la Revolución Francesa» [3] .
«Es obvio -dice Gouges- que este credo republicano, esencialmente anticristiano y radicalmente anticatólico (en tanto que dispuesto a cometer el peor de los crímenes contra Dios -el de renunciar a la propia vida-, e incapaz de resignarse ante los hechos, por históricos que sean, o de reconocerles cualquier legitimidad política sólo por el hecho de ser tales), que este credo tan totalitario que exige que aquellas acciones que se lleven a cabo con arreglo a él puedan ser benditas por cualquiera -con independencia de su nacionalidad, fe, sexo o condición social, etc.- y que quienes estén dispuestos a hacerlo suyo se comprometan a perder la vida antes de cometer un crimen, no son sólo es el de estatalistas compulsivos como Salvador Allende, o pacifistas místico-folclóricos y suicidas como Mohandas Gahndi, sino que es también el que llevan escrito en el corazón y el que predican, a diario con el ejemplo, todos los marines americanos que acuden a pacificar Irak, todos los directivos de las multinacionales que contribuyen activamente al progreso de Thailandia, todos los periodistas que destapan cada mañana en la radio las conspiraciones del «Rub-al-Cahaba» de turno, y todos los terroristas que están ahora mismo cargándose de dinamita para subir al cielo o para escapar del infierno, y poniendo sus pistolas encima de la mesa para empezar a dialogar. Cómo distinguir, en efecto, a Condorcet de Saint-Just… ¡Venga ya! Pues lo dice bien claro el Evangelio: ‘por sus obras -pero no sólo por las teóricas- les conoceréis'».
Es cierto que el jacobinismo tiene hoy también una prensa muy mala. Aunque, puestos a hacer distinciones, tan incorrecto como identificar al carlismo con el nacionalismo vasco, o al Tío Tomás con Juan Bautista Error [4] , sería meter en el mismo saco a Robespierre y a Thuriot o incluso, ya puestos, a La Fayette y a Brunswick; y eso también es historia y también da que pensar. Da que pensar, por ejemplo acerca de ese curioso principio enunciado por Thuriot de estar dispuesto a cometer un único crimen: el de morir antes que cometer cualquier otro, el de estar dispuesto a ello sin importar cuáles sean las circunstancias locales, nacionales globales o históricas que se presenten, y que -como decía Gouges- nunca podrán pretender aspirar a ninguna legitimidad política ni reclamar ningún derecho que esté por encima de los derechos de las PERSONAS, de esos derechos que aparecen recogidos precisamente en esa «nueva ley» encargada de poner su sello en todas las demás: la Declaración Universal (en tanto que republicana) de los derechos del Humanos. Se trata de un principio que -así a priori– parece que sería bueno que compartieran, y que podrían compartir perfectamente, los nacionalistas vascos con los carlistas, los girondinos con los jacobinos y los madridistas con los culés, incluso sin dejar ninguno de ellos de ser, por eso, ninguna de esas cosas (al menos en lo «esencial», en lo «intrínseco» o en lo «espiritual» como diría un materialista), porque, al final, somos siempre nosotras las personas las que somos jacobinas, carlistas, magnánimas o cerriles, y las que queremos serlo. Q uizás valdría la pena, pues, hacer algunas diferencias más, siquiera sobre esa base, al juzgar al universalismo ilustrado. No vaya a ser que se caiga, en caso contrario, en aquello que le decía a Cela un aldeano alcarreño respecto de sus convecinos: «en este pueblo son todos unos ignorantes que no saben distinguir» -«Hombre, alguno habrá…», respondía Cela; y aquél replicaba (convirtiéndose así en la propia prueba pragmática y autoreferencial de su afirmación): «No, no, aquí son todos unos ignorantes que no saben distinguir».
[1] http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276233141
[2] Ya que es dudoso que el profesor Fuentes pueda dejar de reconocer en las manifestaciones históricamente dadas de dicho movimiento mucho más que una mera defensa de los privilegios, en el mejor de los casos, de una mayoría, y en más frecuente, de una pequeña minoría de la población de un pequeño territorio.
[3] Trad. de Gabriel Albiac.
[4] O con Juan Bautista Fuentes, un profesor y una persona a quien, cualquiera que lo conozca, no puede dejar de respetar y de admirar de la manera más desaforada.