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Yo también fui migrante

Fuentes: Rebelión

Un millón ciento veinte mil inmigrantes se han convertido en una banderilla que escuece el racismo y chovinismo que padecen muchos chilenos por la brutal ignorancia en que los ha sumido el sistema. Aquellos que reaccionan ante la inmigración en una forma que nos avergüenza -al explotar su trabajo con salarios viles, esquilmarlos con el […]

Un millón ciento veinte mil inmigrantes se han convertido en una banderilla que escuece el racismo y chovinismo que padecen muchos chilenos por la brutal ignorancia en que los ha sumido el sistema. Aquellos que reaccionan ante la inmigración en una forma que nos avergüenza -al explotar su trabajo con salarios viles, esquilmarlos con el alquiler de viviendas miserables o humillarlos por el color de su piel-, ignoran que, en cambio, la migración chilena recibe un trato digno en los países donde viven, trabajan y educan a sus hijos.

Más de un millón de chilenos residen en diferentes países -sobre todo en Argentina-. Durante la tiranía (1973-89), ese número fue mucho mayor. Solamente en Venezuela encontraron refugio y solidaridad más de 80 mil. Decenas de otros miles fueron acogidos en Cuba, México, Colombia, Perú, Canadá, EE.UU. y Europa.

Son escasos los chilenos que sufrieron discriminación por su color-morenos porque somos morenos y mestizos-, aspecto físico -por lo general somos achaparrados y apequenados- o por la ignorancia del idioma local.

Dos veces en forma voluntaria y otras dos obligado, tuve que salir a ganarme la vida en otro país. La primera fue a Ecuador donde creía poder hacerme periodista. Un largo viaje por aire, tierra y mar a través de Perú y Bolivia que terminó con un fracaso en Quito. La segunda vez fue en 1958: varios periodistas de Izquierda quedamos cesantes a raíz de la derrota de Allende. Algunos fuimos a Venezuela -que se había sacudido de la dictadura de Pérez Jiménez-. Allí -en un país de inmigrantes españoles, portugueses, italianos, árabes y latinoamericanos- encontramos una segunda patria. La tercera vez, en 1975, me convertí en migrante contra mi voluntad. Fui expulsado de Chile con mi esposa y tres hijos. Cuba nos dio refugio -unto a centenares de familias chilenas, argentinas, uruguayas, brasileñas, bolivianas, centroamericanas, etc.-. La cuarta vez fue en los 80, pero ahora a las volandas. Con mi esposa, Flora, logramos salir de Chile con la CNI pisándonos los talones. Ambos éramos militantes del MIR en la clandestinidad. En Argentina encontramos asilo, solidaridad y amistades entrañables.

Gabriel García Márquez escribió en Cuando era feliz e indocumentado, sus experiencias de inmigrante en Venezuela. Más tarde pasó hambre en España pero en Venezuela encontró la misma amistad y hospitalidad que acogió a millones de colombianos en décadas pasadas. Incluso hoy más de 700 mil colombianos comparten con el pueblo venezolano los rigores de la crisis económica. Y varios millones de venezolanos son hijos o nietos de colombianos. La Oficina Internacional para las Migraciones (OIM) dice que casi un millón y medio de inmigrantes viven en Venezuela. No obstante, Argentina es el país latinoamericano que alberga más inmigrantes: dos millones, en su mayoría peruanos, bolivianos y chilenos.

El polo de atracción natural de la ola migratoria son los países ricos de Norteamérica y Europa. EE.UU. en un cuarto de siglo ha recibido casi a 47 millones que Trump quiere reducir mediante muros y deportaciones.

Varios países como México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Colombia, cuentan con las remesas de sus emigrantes para atender necesidades vitales de sus presupuestos.

El fenómeno migratorio -producto de un sistema que condena a la pobreza, la corrupción y la violencia a muchas naciones-, tiene su epicentro dramático en el mar Mediterráneo. Centenares de africanos -familias completas- intentan en sobrecargadas embarcaciones arribar a las costas de Europa en un empeño que a muchos adultos y niños les cuesta la vida.

En la frontera norte de Chile se vive un proceso parecido: una inmigración ilegal cruza a pie un desierto plagado de minas personales, o llega por mar y se interna en un país que no conoce, esperando encontrar una mano solidaria.

Es la desesperación de los que Frantz Fanon llamó «los condenados de la tierra». Hombres, mujeres y niños que solo tienen un sueño: trabajo, salario y vida digna. Los migrantes se caracterizan por una voluntad de acero que los lleva a cruzar continentes para dejar atrás una vida sin futuro y a enfrentar con ánimo resuelto el desafío en aquellos lugares como Chile donde todavía imperan el egoísmo y la intolerancia con el otro.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.