Lo reconozco. En estos días estoy un poco extraño. Tengo la cara intensamente roja, los ojos rasgados, lloro, no se me quita el nudo en la boca del estómago, no puedo ver los telediarios, releo a Mishima, a Basho, a Kenzaburo Oé, y el Teatro del No, que tanto me gustaba cuando era adolescente. Lo […]
Lo reconozco. En estos días estoy un poco extraño. Tengo la cara intensamente roja, los ojos rasgados, lloro, no se me quita el nudo en la boca del estómago, no puedo ver los telediarios, releo a Mishima, a Basho, a Kenzaburo Oé, y el Teatro del No, que tanto me gustaba cuando era adolescente. Lo reconozco, en estos días, me hago continuos harakiris frente al espejo, delante de los libros, entre un plato de sopa y un beso de mujer. Pienso en las traducciones de Satoko Tamura de los sonetos de la muerte de Gabriela Mistral, y me estremezco por las concomitancias del enlace Japón-Chile. Pienso en la ingenuidad catastrofista del peor Hollywood. Pienso en la felicidad del equipo de béisbol japonés al derrotar a Cuba y ganar el Primer Clásico. Pienso en los récords rotos por Ichiro Suzuki, una leyenda viva. Y me ha salido, de repente, un crisantemo en la solapa. Y me entran unas ganas infinitas de reencontrarme con mi hermano Ichito, tan «malo», tan «maldito» a los dos años y a los tres y a los cuatro, que hizo diminutivo (no diminuto) el nombre de Toshiro Mifune, el mítico Ichi, el mejor samurai que ha engendrado la historia. Y soy un niño que quiere convertirse en Voltus-V saliendo del Payret; y soy un niño que descubre la Odisea, y la paciencia de Penélope, el heroísmo de Ulises, la astucia de Telémaco, en una animación con créditos escritos en letras ideográmicas, que nos llevan a Tokio, la megápolis por excelencia. Y, por supuesto, Kurosawa cada dos por tres me regaña porque así no se cogen los palillos; y, por supuesto, vuelvo a observar, horrorizado, el hongo de Hiroshima y Nagazaki; y bebo saque mientras mi madre llora porque se ha muerto Oshín, una heroína de telenovela; y soy adolescente y quiero ser Bruce Lee para salvar el mundo a golpes; y soy adolescente y practico kunt-fu y qué ridículo te ves con el kimono, Alexis; y bebo saque y sigo adolescente y escribo varios haikus y quiero una nintendo, un PDA, un robot que aprenda a improvisar en décimas; y soy adulto y corro, huyo, escapo, pero me río en mi estampida que es para ponerme a salvo de los flashes de cientos de turistas japoneses; y soy adulto y descubro, con cierto aire prohibido, clandestino, la sicalipsis de los mangas X; y soy un habitante de un mundo extraño lleno de plasmas, pantallas táctiles, conexión inhalámbrica al olvido. Lo reconozco.
En estos días estoy un poco extraño. Estoy Alexis-san, Pimienta-san, Guajiro-san, Poeta-san, y triste, que es la peor manera de estar muerto. Un muerto triste es un doble cadáver. Pero hoy no voy a hablar de cadáveres (sería de mal gusto), hoy voy a hablar de los sobrevivientes. De los que deben ser sobrevivientes. Personas que no saben, como diría Retamar, a quiénes deben hoy la sobrevida. Sobrevivientes que deambulan entre los escombros, tras las mascarillas, pendientes (ahora) de los recuerdos de Hiroshima y Nagazaki, atados a sus pantallas de LCD, de plasma, tan inmensas (qué nítida se ve la muerte, qué en 3D); sobrevivientes que llaman por teléfono, que mandan SMS, emails, faxes, y gritan por webcam: ¡qué horror, estamos vivos! Lo reconozco, estoy un poco extraño. Un poco no, bastante. No tengo ganas de comer, ni de hacer el amor, ni de escribir (que ya es pasarse). «Quiero escribir pero me sale espuma», escribió Vallejo-san, un muerto triste donde haya muertos tristes. Mientras Mishima, «el muchacho que escribía poesía», nos habla de un lugar que «solo cuenta con uno o dos quioscos de refrescos de esos que, generalmente, afean las playas en verano». Yukio Mishima no sospecha cómo puede afearse una playa, en verano o invierno; él solo dice que «la arena es blanca y abundante y a medio camino hacia la playa, una roca, coronada de pinos, se inclina sobre el mar como si resultara obra de un paisajista»; él solo habla de la península de Izu que «al subir la marea queda semisumergida por las aguas»; y dice que «la vista es hermosísima»; y afirma que «cuando el viento del oeste trae la niebla del mar, las islas lejanas se vuelven visibles» 1 , porque Yukio Mishima, el joven que escribía poesía, es un sobreviviente del Tsunami, del terremoto, del peligro nuclear en Fukushima; es un sobreviviente triste, que es peor que un muerto triste, es una réplica de todos nosotros. Somos sobrevivientes tristes con miedo a 9 grados en la escala de Richter, con sustos a más de 400 millisieverts de radiactividad por hora. Pero sobrevivientes, dirán unos. Al menos estoy vivo, piensa otro. Menos mal que estoy lejos, no lo puede evitar el más elemental de los pedestres. Pero yo me refugio en un poema, mi claraboya, mi tabla para surfear tantas malas noticias. Me refugio en el haiku de un viejo amigo, Rafael Acosta, repentista y poeta, que escribió hace casi mil años, cuando Tokio no tenía luz eléctrica, y en un rincón oscuro de La Habana llamado El Cotorro, este pequeño poema de estilo japonés, tan vigente ahora mismo:
«Tras el desastre
la radiactividad
hablando sola.»
Y me refugio también en un feliz soneto que yo escribí, hace más de diez años, durante un viaje a Italia, cuando con mi disfraz de turista cubano paseaba por Pisa, la sorprendente Pisa, y me asaltó una nube de congéneres nipones, cámara en ristre, acribillándonos a bocajarro, a la torre y a mí (más inclinado que ella):
Premonición fotográfica
Mi rostro debe estar, junto al de mucha gente,
en el álbum de fotos de aquella japonesa
que ante la Catedral de Pisa, de repente,
practicó su deporte predilecto: hacer presa
del vientre de una kodac y de su óptima lente,
de todo lo que debe mostrar cuando regresa
-incluido mi rostro de turista inocente,
ni gótico, ni dórico, ni etrusco…- Qué sorpresa
se va a llevar el día que pregunten sus nietos
quién es el de la agenda y el boli en la camisa.
Tendrá que darme nombre, confidencias, secretos,
(la vieja Catedral se partirá de risa)
y yo seguiré haciendo preguntas y sonetos,
feliz de haberme vuelto un suovenir de Pisa. 2
Y por último, me refugio en un texto como este, ocasional, improvisado, urgente, un desahogo necesario para poder seguir desayunando, jugando con mi hijo, besando a mi mujer, escribiendo poemas, un texto que comparto con mis amigos, sobrevivientes tristes como yo, unos virtuales y otros analógicos, amigos-san, colegas-san, hermanos de tristeza, que a su vez se refugian (como yo) en un poema visual del gran Tito Muñoz, un Tito-san inmenso, sabio, el único fotógrafo del mundo capaz de resumir, en un imagen, la cara real de todos los habitantes del planeta tras el tsunami, el terremoto, el espanto a 10 grados en la escala de Ritcher, el dolor a más de 400 millisieverts por hora. Comprobarlo en la foto.
Notas:
1 – Fragmentos de «Muerte en el estío«, de Yukio Mishima.
2- Pertenece a «Yo también pude ser Jacques Daguerre» (Pre-textos, Valencia, 2000).
Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2011/n515_03/515_10.html
rCR