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Yo viví en la casa de Allende

Fuentes: Rebelión

Yo viví en la casa de Allende, aunque nadie me crea. Allí en Aldunate, a los pies del cerro y a pasos de la Plaza Victoria que, sin querer, albergaba trofeos de una guerra lejana entre pueblos hermanos. Y dormí en la pieza de Allende, aunque nadie me crea. Allí, al fondo a la derecha, […]

Yo viví en la casa de Allende, aunque nadie me crea. Allí en Aldunate, a los pies del cerro y a pasos de la Plaza Victoria que, sin querer, albergaba trofeos de una guerra lejana entre pueblos hermanos. Y dormí en la pieza de Allende, aunque nadie me crea. Allí, al fondo a la derecha, en el corazón de Valparaíso, arropado cada noche por el sempiterno viento porteño y el cántico de gaviotas de plata. Yo estudie en el liceo de Allende, aunque nadie me crea. Allí, en la calle Colón, que se moría de angustia apenas se asomaba el alba en medio de la melancolía de las animitas milagrosas.

 Eran tiempos antiguos, de aroma a brea y adobe, que nadie parece recordar y muchos quieren olvidar. Claro, porque se estudiaba gratis en el colegio y en la universidad, en la mañana, en las tardes e incluso en las noches. Tiempos antiguos, entre el cerro y el mar de un puerto que oteaba orgulloso el horizonte sin imaginarse que una invernal madrugada de septiembre se estremecerían inapelablemente la casa, la pieza y el liceo de Allende. Y la sonrisa de aquel hombre a quien le acribillaron sin asco el sueño de un país sin pobres, porque los ricos matan cuando tienen que matar, como lo han hecho desde siempre en la historia de Chile.

Porque los ricos generan la pobreza, pero no soportan el olor a pobre, que es el hedor del hambre, la miseria, el frío. Por eso mismo es que el doctor Ramón Allende, abuelo de Salvador, atendía gratis y regalaba remedios, alimentos y ropa a los marginados de siempre. Pero, además, fundó en Valparaíso la Escuela Blas Cuevas, la primera de carácter laico en el país, en los faldeos del cerro Cordillera. Eran tiempos antiguos, donde la ocredad del crepúsculo porteño iluminaba los paseos en la costanera de niños y niñas que estudiaban gratis y con los mejores profesores, cuando nadie pensaba en el lucro, sino que en el derecho de todos a una educación pública de calidad. Aunque nadie me crea.

Por lo mismo es que el gobierno de la Unidad Popular consideraba a la educación como fundamental para el desarrollo del país y en su programa explícitamente proclamaba «el derecho de todo el pueblo a la educación y la cultura, con pleno respeto de todas las ideas». Difícil de creer que haya sido hace apenas treinta años, meros cinco minutos históricos, que un presidente socialista abogara por el derecho a la educación, mientras hoy, otra presidente socialista se alíe con la derecha para realizar modificaciones a la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza para que, al final, todo siga igual. Claro, porque la nueva Ley General de Educación, si bien es cierto incorpora algunos criterios e instrumentos fiscalizadores de la participación de privados en el sistema educacional de los chilenos, no cambia la esencia del sistema que se orienta por la consecución del lucro.

Y, no seamos ilusos, ello no es compatible con una educación gratis y de calidad para los sectores sociales marginados del Chile neoliberal. Esto lo tenía muy claro Salvador Allende y, en consecuencia, en el programa de gobierno sostenía claramente que «a los dueños del capital les interesa ganar siempre más dinero y no satisfacer las necesidades del pueblo chileno…el grupo de empresarios que controla la economía, la prensa y otros medios de comunicación; el sistema público, y que amenaza al Estado cuando éste insinúa intervenir o se niega a favorecerlos, les cuesta muy caro a todos los chilenos».

Democracia a la fuerza

Y le costó un golpe de Estado y una democracia a la fuerza que actúa sin vergüenza para proteger los intereses empresariales recurriendo a la violencia policial para reprimir a estudiantes, mapuche, profesores y a toda manifestación social. Abisal diferencia con Salvador Allende quien puntualizaba en su programa que «l a policía debe ser reorganizada a fin de que no pueda volver a emplearse como organismo de represión contra el pueblo y cumpla, en cambio, con el objeto de defender a la población de las acciones antisociales. Se humanizará el procedimiento policial de manera de garantizar efectivamente el pleno respeto a la dignidad y a la integridad física del ser humano». Los centenares de estudiantes secundarios y universitarios golpeados, detenidos y humillados por carabineros son fidedigno testimonio de que la única reorganización de la policía ha sido con el fin de perfeccionar sus técnicas represivas: más motos todo terreno, mejores chalecos antibalas, mejores cascos, más gases, más terror, más programas en la televisión enalteciendo su labor y estigmatizando a poblaciones y sectores sociales cuyo único crimen es ser pobres y marginados del mismo sistema que protege la policía. Como premio por su violenta obsecuencia, el gobierno unge al fallecido general Bernales como santo de la corte de los ricos. Pero, jamás tendrá animitas en las poblaciones, ni en las escuelas públicas ni en las universidades, ni menos aún en las comunidades mapuche que conocen de la falsa santidad del general que instaló el terror en el sur. Es la democracia a la fuerza que no admite críticas ni expresiones de dignidad, menos de un pueblo antiguo que brega por seguir siendo antiguo y, por lo mismo, envían centenares de carabineros a ocupar territorio mapuche.

¡Qué diferencia con Allende que instaló sus ministerios en la provincia de Cautin para acelerar la implementación de la reforma agraria y entregar tierra a campesinos y mapuche. Los mapuche recuperaron 154 mil hectáreas usurpadas. Pero todo ello nos costó un golpe de Estado y una democracia a la fuerza que parecen ser demasiado similares en algunos aspectos como para hablar sólo de simples coincidencias. Lo que sí es mera coincidencia es que yo viví en la casa de Allende, aunque nadie me crea. Y dormí en la pieza de Allende, aunque nadie me crea. Y estudié en el liceo de Allende, aunque nadie me crea. Sin embargo, aquella alegría de porteño de corazón se me nubla de una feroz ira cuando pienso en su frente orlada de un río de buganvillas el día de su muerte cuando, la verdad, merecía un pueblo en las calles defendiendo el derecho a ser libres. Como lo hizo el pueblo chileno durante la dictadura y como muchos lo hacen hoy: en las calles, en la palabra, en la denuncia, en la memoria, en el movimiento sísmico que, algún día, extenderá su teluridad hasta esbozar la sonrisa de Allende encaramado en un cerro de Valparaíso. Aunque nadie me crea.

 

Tito Tricot (Sociólogo – Director del Centro de Estudios Interculturales ILWEN)