Para Sachiko Ishigaki Hiroyasu Koga es hoy un venerable monje que vive en un monasterio de la isla japonesa de Shikoku. Su nombre no resulta ahora familiar a casi nadie, pero fue él quien, el 25 de noviembre de 1970, se encargó de decapitar a Yukio Mishima y a Masakatsu Morita. Los tres eran miembros […]
Para Sachiko Ishigaki
Hiroyasu Koga es hoy un venerable monje que vive en un monasterio de la isla japonesa de Shikoku. Su nombre no resulta ahora familiar a casi nadie, pero fue él quien, el 25 de noviembre de 1970, se encargó de decapitar a Yukio Mishima y a Masakatsu Morita. Los tres eran miembros de la Tatenokai, el grupo paramilitar que había fundado Mishima dos años atrás, en su delirio militarista y nostálgico de un Japón imperial que había pasado para siempre a la historia. La Tatenokai o «Sociedad de los Escudos», era una organización paramilitar que reclutó a estudiantes influidos por el nacionalismo y por la idea de la grandeza del imperio nipón, que fueron entrenados militarmente e instruidos en artes marciales como el judo y el kendo en el ejército japonés (las Fuerzas de Autodefensa).
Todo había transcurrido con rapidez. Además de ellos tres, los otros dos hombres que componían el grupo de cinco miembros que asaltó el cuartel de las Fuerzas de Autodefensa japonesas eran Masayoshi Koga y Masahiro Ogawa. El ejército imperial japonés había sido disuelto en la hora de la derrota de 1945 y las tropas ocupantes norteamericanas, dirigidas por el siniestro general MacArthur (un aventurero sin escrúpulos que, pocos años después, llegó a exigir el lanzamiento de bombas atómicas contra China), habían gobernado y dado nuevas leyes al Japón, recluyendo al emperador a una función protocolaria. Mishima y sus compañeros querían rebelar al ejército para devolver su lugar al emperador y restituir el honor al país.
En realidad era una acción suicida, porque Mishima sabía que no podría triunfar, y había dejado todos sus asuntos personales resueltos, incluso la forma en que debía defenderse a quienes no perecieran en el asalto. El fracaso de la acción militar que protagonizaron llevó al suicidio de Mishima: todo estaba preparado. Mishima debía ser decapitado (para evitar la agonía del seppuku, el hara-kiri ritual de los samuráis) por Masakatsu Morita, que, sin embargo, no pudo realizar su cometido. Fue entonces cuando Hiroyasu Koga lo decapitó a él y a Mishima. Allí terminó la trayectoria de ese peculiar escritor atormentado, vital, retraído y exhibicionista, complejo, amante de las glorias del imperio nipón y admirador de Hitler. Hoy, Koga, ese oscuro monje sintoísta perdido en un desconocido monasterio de Shikoku, debe recordar a veces el momento terrible y ritual en que dirigió la espada para decapitar, uno tras otro, a sus dos compañeros. El honor de los modernos samuráis quedaba a salvo. O, al menos, eso creía Yukio Mishima.
Parece mentira, pero Kimitake Hiraoka, como se llamaba en realidad Mishima, quiso dirigir, con esos cuatro hombres, una rebelión militar en el Japón de 1970, un país que vivía todavía con el recuerdo del horror de la Segunda Guerra Mundial y de la espantosa miseria de la posguerra, aunque el resentimiento hacia los norteamericanos se iba diluyendo: la devastación empezaba a ser un recuerdo y los ciudadanos querían olvidar, concentrarse en el trabajo, intentando reconstruir el nuevo país que, pocos años después se presentaría, con timidez, como una nueva fuerza económica, aunque resignada a obedecer a la gran potencia que casi había destruido el viejo Japón imperial.
Durante muchos años, el archipiélago nipón convivió con la mugre y las barracas donde se refugiaba la gente que lo había perdido todo, porque centenares de ciudades habían sido destruidas por los bombardeos norteamericanos, en una de las matanzas más sanguinarias de la historia inflingidas a la población civil. Esos son los días de la juventud de Mishima. Fueron años donde tener un cuenco de arroz y un poco de curry suponía haber atrapado a la felicidad, aunque los atemorizados y resignados japoneses que habían sobrevivido a la guerra veían como los soldados de las tropas de ocupación humillaban a los pobres, riéndose de su miseria, por ejemplo, simulando que arrojaban algún alimento sólo por el placer de ver a niños y adultos lanzarse sin dignidad al suelo para recoger la dádiva, como nos han explicado, entre otros, Akira Yoshimura o Akiyuki Nosaka. Fueron años muy duros, que nadie quiere recordar.
Ese Kimitake Hiraoka tuvo una infancia difícil, inclinada ya a la literatura. En el museo que recoge parte de su vida, el Mishima Yukio Literary Museum, puede verse una fotografía donde el futuro escritor aparece con sus treinta y tres compañeros de promoción, acompañados por dos profesores, con todos los niños ataviados con un uniforme que casi parece militar: son los alumnos de la escuela imperial a la que acudían los hijos de linajes samuráis. Mishima está a la derecha, en la segunda fila, mirando al fotógrafo desde su gorra de plato. En esos últimos años de la infancia, Mishima empezó a escribir. Se licenció después en Derecho en la universidad de Tokio, en 1947, con veintidós años, en esos momentos de la más dura posguerra. Posteriormente, consiguió un empleo en el ministerio de Finanzas, y empezó a publicar con regularidad: su novela Confesiones de una máscara le hizo un autor muy conocido ya a finales de los años cuarenta. Su inclinación hacia el teatro Nō (creado por Motokiyo Zeami a principios del siglo XIV y codificado en el tratado Fūshikaden) y hacia el kabuki (elaborado ya en el siglo XVII, y que pasó a ser ejecutado por hombres, adoptando los papeles femeninos) llevó a Mishima a escribir obras para el teatro kabuki, una práctica artística que había sido prohibida por las autoridades norteamericanas de ocupación, y a reelaborar, modernizándolos, dramas del teatro Nō.
En los años cincuenta, Mishima empieza a viajar. Podemos verlo en la cubierta de un barco, en 1951, fumando, indolente. O fotografiado en los Campos Elíseos de París, donde, nada más llegar le robaron todas sus pertenencias: en la escena que se ha guardado para nosotros, aparece recostado sobre un árbol, vestido con traje y corbata europeos, sabiendo que no tiene dinero para subsistir durante un mes entero. No importaba mucho, después de todo. En 1958 se casó con Yoko, teniendo al escritor Yasunari Kawabata como testigo de su boda: el matrimonio aparece en una imagen, vestido a la moda occidental, con semblante serio, como si ambos adivinasen que su vida de pareja no sería fácil. Ya entonces, las inclinaciones homosexuales de Mishima, aunque contenidas, no eran menos evidentes.
Lo vemos aún, años después, en Nueva York, en 1961, sonriente. Y, el mismo año, tomando el sol, con su mujer, en Hawai. Es ese Mishima que, en Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, reseña su concepción de la vida, su idea del placer y de las obligaciones, los rituales cívicos que deben observar los hombres, la veneración que deben mantener por la vejez, la rectitud en las relaciones con los demás; y que habla también de la función del arte y de su extraño maridaje con la vida, singular pócima que la era Heian dejaría al Japón. En otros textos, como «La sociedad de los escudos» y «Proclama del 25 de noviembre», escritos en sus últimos años de vida, está la pulsión fascista de un intelectual que buscaba los recursos y la fuerza para reconstruir la gloria del ayer, del tiempo que pasó, mirando hacia atrás, aunque en ese pasado se mezclasen la influencia china e incluso corrientes que llegaron del Asia central, de los persas, de la India. Mishima era hijo de la tradición samurái: su abuela Natsu descendía de esos guerreros de la era Tokugawa, y él asistió al colegio donde se veneraban sus costumbres.
Wang Yang Ming, el célebre erudito chino de la dinastía Ming, que vivió en los años en que España empezaba a colonizar América, seguidor de Confucio, a quien los japoneses conocerían como Ō Yōmei, influyó en la ética samurái japonesa y sus ideas llegaron a Mishima, que se sintió atraído por un pensamiento que postulaba la convicción de que los seres humanos distinguen entre el bien y el mal gracias a una sabiduría que poseen desde el principio de los tiempos. La acción está ligada al pensamiento y los rasgos de esa cosmología se encuentran en sus libros. Como se hallan los ecos de la era Heian, cuando brillaba la vieja Kioto y la influencia china era aún determinante. El gusto por el protocolo, la caligrafía, la mezcla del arte con la vida está en esos tres siglos que marcaron al Japón, creando una sociedad refinada y sensible, hasta el punto de que las mujeres nobles dedicaban buena parte de su existencia al esmero para elegir sus doce trajes de seda, sus colores, y embellecer la blancura de sus rostros. El arte era la vida; y la vida, el arte. Mishima es hijo de esa tradición, pero también de la inclinación hacia las artes marciales, del gusto por la contención, por la disciplina militar, por la austeridad que caracterizó al shogunato de Kamakura.
No lejos de Tokyo, en Yamanakako, en la prefectura de Yamanashi, se encuentra el Mishima Yukio Literary Museum (por utilizar la denominación inglesa con que los japoneses muestran su amabilidad hacia nuestro desconocimiento de su lengua). Es un lugar tranquilo, entre pequeñas carreteras locales, al que se accede por un camino casi escondido. Al parecer, la casa fue elegida por su mujer para organizar en ella ese museo a su memoria. Dentro, el curioso se encuentra con un gran mural con ejemplares de sus libros y una cronología de la vida de Mishima, junto a papeles, objetos, recuerdos dispuestos para complacer el fetichismo literario.
Mishima tuvo una corta vida, cuarenta y cinco años, rotos por la Segunda Guerra Mundial, que comenzó cuando era un adolescente. Aunque fue convocado para incorporarse a filas, consiguió librarse de la guerra alegando una falsa enfermedad, actitud que, al parecer, le causaría remordimientos posteriores. En una de las salas puede verse el reconocimiento médico y de fortaleza personal que tuvo que pasar ante los médicos militares. Es una simple hoja, escrita en 1944: Mishima tenía diecinueve años, y mintió sobre su verdadero estado de salud, consiguiendo ser declarado inútil para el servicio: algo que contradecía la inclinación hacia la muerte heroica que tantas veces sugirió como ideal de vida.
El museo ha colocado en un lugar preferente la mesa de trabajo de Mishima: en ella se ve un teléfono negro, un pez decorativo, una piedra cortada, un cubo de madera con una pequeña lagartija encima, un reloj, una pluma Montblanc, y algunos lápices; además, un abrecartas y una cajita redonda, metálica, de cigarrillos Peace, y el cenicero. Es una mesa gris, cerrada, que parece hablarnos del sincretismo japonés, de la mezcla de pasiones e influencias.
Detrás de la mesa, está su biblioteca. Todos los volúmenes están escritos en japonés, que me traducen: puede verse Mein Kampf, el repulsivo libro de Hitler cuyo primer volumen apareció el mismo año del nacimiento de Mishima y un año antes de que su venerado Hiro-Hito ascendiese al trono del imperio. La edición japonesa que conserva el museo consta de tres volúmenes, que llaman la atención por las tres esvásticas que adornan los lomos. Como una advertencia del editor (en realidad, como un reclamo comercial), junto a las cruces gamadas se indica: «Es un libro peligroso, pero que debe leerse».
Hay allí treinta y dos volúmenes de una Enciclopedia del mundo, y obras de otros escritores japoneses: de Kawabata, por ejemplo, con quien está en una fotografía destacada en la pared, no ven vano estuvieron unidos por una larga amistad. Otros libros sobre los emperadores del Japón, sobre las dinastías. Y treinta volúmenes más sobre Shōwa, el emperador de la paz ilustrada, el Hiro-Hito humillado en la Segunda Guerra Mundial. Llaman la atención los treinta y seis volúmenes de las obras completas del escritor, y, en otro estante, uno de sus libros, titulado Mi amigo Hitler, que muestra al dictador nazi en la portada. Es inevitable intentar descifrar los títulos de las obras, pero hay que recurrir a los idiomas familiares: allí está Confesiones de una máscara, en castellano, francés, inglés. Y Oleaje rumoroso (o rumor de olas, o marea, o sonido de las olas, como quiera el traductor traidor), al lado de hojas manuscritas de Mishima, y un cartel de la película. El sabor de la gloria, en una edición italiana. Y otras ediciones de sus libros, en árabe, en ruso. Fue un escritor de éxito.
Más allá, un revelador libro de Mishima: Patriotismos, publicado en Berlín, por Alexander Verlag, y volúmenes sobre Tailandia, sobre Laos, a donde viajó. Y un diploma a nombre de Kimitake Hiraoka, como en realidad se llamaba Mishima. En una fotografía, sus padres, el día de su boda. El padre está de pie, con un traje europeo; la madre, sentada a su lado, con las galas tradicionales de las mujeres japonesas. Parecen decirnos que el Japón es discreto, silencioso, capaz de controlar sus emociones, y que, aunque la era Heisei haya llenado de ruido y furia muchos rincones del país, el budismo zen y el taoísmo son visiones del mundo que carecen de palabras y que el confucianismo postula la obediencia, los rituales, la cortesía pública.
Reparé en una fotografía de 1951: Mishima está sentado en la cubierta de un barco, mirando el horizonte, en un momento en que viajaba como reportero para un diario japonés. En otra imagen, lo vemos con un reloj regalado por el emperador Hiro-Hito, como distinción por ser el primero de sus promoción. Ese espionaje al que sometemos a los personajes desaparecidos: se ve allí su primera casa, tras contraer matrimonio con Yoko Sugiyama, en 1958. Es una agradable finca de dos plantas, rodeada de jardín, en el que se aprecia un cenador con mesa y sillas de hierro macizo, a la moda de la época. Una instantánea muestra el interior de la casa: una empinada escalera que sube al primer piso, algunos cuadros, una marina en la pared, y, debajo, un canapé rojo. De ese matrimonio nacieron dos hijos, sin que por ello Mishima abandonara sus inclinaciones homosexuales. Siempre estuvo apasionado por las artes marciales, obsesionado con su forma física, que le llevó a mantener un estricto entrenamiento durante muchos años.
Colgados, carteles de actores y actrices, que actuaron en obras del escritor. Uno, de Madame de Sade. En un lado, Mishima aparece junto al actor que representa a Hitler. El personaje está vestido con el uniforme alemán, con la cruz de hierro prendida en el pecho. En otra, el escritor está caracterizado como un turco, con turbante, ejerciendo de actor. De hecho, Mishima actuó en algunas películas japonesas. Por todas partes, aunque a veces se mezcle con el histrionismo de los actores, se aprecia el control de las emociones, que el confucianismo enraizó en el comportamiento japonés. En una escena de 1969 (el año 44 de la era del emperador Shōwa), vemos a Mishima: está en la universidad, en un estrado ante más de mil estudiantes, para debatir con ellos. Estuvo con ellos durante dos horas y media: era un hombre célebre.
No podía faltar una foto del Pabellón de oro, de Kioto. Está junto a un mapa realizado por el propio Mishima. Ese pabellón, recreado en su más célebre novela, al menos en Europa, es el lugar donde vive el joven Mizoguchi, desde donde piensa en la plataforma del templo de Kiyomizu, suspendida en el vacío sobre un laberinto oscuro de puntales, donde sueña con la joven del kimono, que sirve el té a un joven oficial del ejército imperial, poniendo leche de su propio pecho en la taza («de pronto, abrió el escote de su kimono. Mi oído casi percibió el crujido de la seda frotando el rígido revés del cinturón. Dos pechos de nieve aparecieron. Yo retuve mi aliento. Ella tomó en sus manos uno de los blancos y opulentos senos y me pareció ver que empezaba a oprimirlo», recuerda el joven monje, de la mano de Mishima). Mizoguchi, sumergido en la vida tranquila de los templos zen, ve pasar la guerra, oprimido por el temor a que el pabellón de oro se convierta en una ruina humeante, como le ocurre a Tokio y a tantas ciudades japonesas, que perecen en el fuego apocalíptico que lanzan los aviones norteamericanos. El joven monje, como Mishima, ve después la ocupación norteamericana, la deshonra de Japón, la miseria, el mercado negro, y crece su obsesión por el hermoso templo, hasta que el inicio de la guerra de Corea le confirma sus presentimientos de que el mundo se dirige hacia la catástrofe. El pabellón de oro debe sucumbir bajo las llamas: Mizoguchi quiere vivir.
Más allá, el escritor está con un actor de kabuki, ataviado como una mujer. Y reflejos de su fascinación por la fuerza, por la violencia, como la fotografía en la que Mishima está subido en un carro de combate, en 1967, escena que recuerda tantas otras similares, producto de los años de la guerra, como la de Mountbatten, sentado encima de un cañón japonés arengando a los soldados británicos en Birmania. En otra imagen más amable, Mishima aparece fumando, al lado de Kawabata, en 1968, el año en que éste recibió el Premio Nobel. Kawabata sonríe, pocos años antes de su muerte, que muchos creen suicidio. Y otras imágenes, con Mishima vestido de militar, imbuido de las nociones que hace mil años establecieron los caballeros nipones del bushidō, el camino del guerrero, una forma de vida y un código de honor de los samuráis,
Un dibujo infantil que hizo el niño Mishima: un jarrón lila con flores, y más hojas manuscritas. Hizo también muchas fotografías en su vida. Documentos, libretas, hojas con notas, operaciones; en esos papeles está encerrada la vida de Mishima. Vemos, en fin, una fotografía del lugar donde Mishima se suicidó, el suelo rojo, la gran mancha de sangre. La terrible escena transcurre en el despacho del general Kanetoshi Mashita, en el cuartel que Mishima y sus compañeros ocuparon el 25 de noviembre de 1970, el mismo día de su muerte. Tras el rito del seppuku (el hara-kiri), clavándose la daga en el vientre, un camarada decapitó su cuerpo para terminar con la agonía. «El valor de un hombre se revela cuando su vida se enfrenta con la muerte», había escrito. Mishima ya había narrado el ritual del seppuku, en su relato Patriotismo, por ejemplo, donde un joven matrimonio se une sexualmente por última vez y, después, el marido se da muerte: su mujer le sigue, de inmediato, aunque su suicidio no sea considerado seppuku, sino jigai, manchándose el kimono blanco, mientras permanece con las piernas atadas, como todas las mujeres japonesas que, en ese trance, quieren conservar su dignidad. Desgarrado entre la obsesión por la belleza, por el peso de las tradiciones y por la enfermiza fascinación ante la fuerza, Mishima había escrito que «la vida humana está organizada de forma que sólo si tenemos oportunidad de mirar de frente a la muerte podemos medir nuestra auténtica fuerza».
En otro pabellón cercano al edificio principal del museo, puede verse una lámina que recoge sus notas para hacer Salomé, la obra de Oscar Wilde, y otra con un San Sebastián, hecho en colaboración con Maurice Béjart. Un cartel de la película Koi no Hokage (Sails of love), con guión de Mishima, puesta en escena por Keita Asari, y otros recuerdos de su vida. En un lado, amenazador, el visitante tropieza con el cartel de Mi amigo Hitler.
Aquel hombre torturado, capaz de escribir que «la vida humana no tiene significado alguno y […] en el hombre se oculta una maldad que jamás será perdonada«, cuya existencia ha sido objeto de culto entre los fascistas españoles, y de otras latitudes, aquel hombre desgarrado que mezclaba su pasión por la literatura y el teatro con las fantasías y el ruido de una existencia atormentada, que adoraba las artes marciales y el militarismo japonés, que conocía la tradición cultural europea, que estaba interesado en las protestas estudiantiles que serían el paisaje de los últimos años de su vida (como vemos en la concurrida asamblea universitaria de 1969, donde Mishima parece mostrarse seguro de sí mismo, dueño del mundo, vestido con un apretado niqui que le marca la musculatura, con los brazos en jarras, sereno, capaz de dominar con su palabra a la multitud, un año antes de suicidarse), ese hombre, es el escritor nostálgico, fascista, a veces tierno, admirador de Hitler, que prepara un golpe de Estado para devolver la gloria al Japón.
Mishima idealizaba el pasado imperial japonés, confrontándolo con una realidad donde su país estaba sometido a los dictados norteamericanos, y, después, a la pérdida de su pasado, y perfilaba su idea del «hombre de acción», de aquel que cultiva su cuerpo y está dispuesto a combatir la podredumbre que detecta en el Japón de posguerra, en el terrible momento de «la amargura de la derrota y de la desesperación del pueblo», como escribe, cargando contra esos empresarios que censura, aunque su crítica tenga el perfil de la palabrería fascista, sin querer reparar en que había sido precisamente el fascismo y el militarismo japonés quienes habían conducido a su país a la catástrofe. En El pabellón de oro, Mishima describe la grosería de los soldados de ocupación americanos, las mujeres obligadas a la prostitución por la pobreza y el hambre de posguerra, el hermoso Kioto convertido en el centro del estraperlo entre Osaka y Kobe. Como si fuera una casualidad de la historia, Mishima empezó a escribir su primera novela al finalizar la guerra, y la tituló Tōzoku, es decir, Ladrones.
Mishima escribió, actualizándolos, dramas del teatro Nō, como Ayanotsuzumi, traducido entre nosotros como El tambor de damasco, o como Hanjo, vertida en La dama Han, turbado por amores contrariados que conducen al suicidio. El Nō busca la belleza en lo sutil, en lo ingenioso. Kanami y su hijo Zeami, los creadores del Nō, fueron estudiados con atención por Mishima. En el Fūshikaden, donde Zeami recoge sus «artículos para la práctica del actor, año por año», dando consejos para los intérpretes de todas las edades, desde los siete años, puede leerse su parecer sobre los actores de cuarenta y cinco años, los que tenía Mishima en el momento de su máxima representación, en el momento de su muerte. Dice Zeami: «Si existe una flor que no desaparece aún en esta época, ésa sí que será la flor auténtica. En ese caso, si un actor mantiene la flor sin que se pierda hasta cerca de los cincuenta años, es que ya habría conseguido la fama y la popularidad del mundo antes de llegar a los cuarenta. […] El corazón que se conoce a sí mismo de esta manera no será otro que el corazón del hombre que ha conseguido la esencia del Nō.» La tradición, el sincretismo, los rituales del pasado, precisos, definitorios, el devenir humano sin finalidad ni destino, están en Mishima. Un mundo donde no es posible el amor, donde los sentimientos se esconden, donde todo se vuelve una máscara. En una de las fotografías que se conservan de Mishima, lo vemos caminando solo, en el Tokio pobre de 1948, por una calle de tierra, llena de carteles sin imágenes. Lleva un paquete en la mano y parece un joven abstraído que, sin embargo, camina con decisión hacia su destino. En El mar de la fertilidad, un friso de cuatro novelas, y con La decadencia de dios (o de un ángel, como quieren algunos traductores), la última parte de la tetralogía, que fueron las últimas páginas que escribió antes de suicidarse, creyó que había alcanzado «el fin del mundo».
El delirio del hombre es capaz de conducir a todas las locuras. Quién sabe si Mishima, en su agonía, pensaba en el destino aciago de Minamoto no Yoshitsune, otro gran guerrero samurái, cuyo valor hizo posible la creación del shogunato Kamakura pero que tropezó con un desgraciado destino, como él mismo, aunque quisiese pensar que era heroico. Es probable que Mishima no entendiese hoy a Japón, a ese imperio perdido que tanto veneraba, que no reconociese a sus ciudadanos laboriosos que soportan duras vidas de trabajo, con horarios interminables y trayectos diarios de tren de noventa minutos, por mucho que en algunas estaciones de Tokyo pongan gorjeos de pajaritos por los altavoces. La vida aristocrática, el arte, el honor perdido del imperio, exigían para Mishima, mantener el código del Bushidō, el estricto camino del guerrero. Tal vez Hiroyasu Koga, ese monje olvidado que decapitó al escritor, lo recuerde aún subido a un carro de combate, pero Mishima creía saber que el samurái que no puede guardar su honor sólo lo recuperará con la muerte, con el seppuku.