No debemos aceptar, apuntó José Saramago en sus Cuadernos de Lanzarote [1], que la justa acusación, la justa denuncia (si está documentada) de los innumerables errores y crímenes cometidos en nombre del socialismo o del comunismo nos intimiden. Nuestra elección, proseguía el autor del Ensayo sobre la ceguera, no tiene por qué ser hecha entre […]
No debemos aceptar, apuntó José Saramago en sus Cuadernos de Lanzarote [1], que la justa acusación, la justa denuncia (si está documentada) de los innumerables errores y crímenes cometidos en nombre del socialismo o del comunismo nos intimiden. Nuestra elección, proseguía el autor del Ensayo sobre la ceguera, no tiene por qué ser hecha entre los socialismos «reales» que fueron pervertidos y los capitalismos perversos ya de origen, «sino entre la humanidad que el socialismo puede ser y la inhumanidad que el capitalismo siempre ha sido». El capitalismo de ‘rostro humano’ del que tanto se había hablado en décadas anteriores no pasaba de ser, sostenía nuestro Premio Nobel, una máscara hipócrita que se había acrecentado con los años (si bien ya entonces empezaba a asomar a las claras su auténtico rostro inhumano). A su vez, el llamado por algunos críticos de izquierda -Lenin no excluido- «capitalismo de Estado» fue una funesta práctica de los autodenominados países del «socialismo real» que, en verdad, fueron realmente «una caricatura trágica del ideal socialista». Sin embargo, concluía, «ese ideal, a pesar de tan pisoteado y escarnecido, no murió, perdura, continúa resistiendo: tal vez por ser, simplemente, aunque como tal no venga mencionado en los diccionarios, un sinónimo de la esperanza».
Con ligeros matices, nunca estuvo muy alejado Francisco Fernández Buey [FFB] de esta reflexión de José Saramago sobre el socialismo y el capitalismo realmente existentes en el siglo XX (y en el XXI). Coincidió también, y de forma muy significativa, con el esperancismo activo con el que el gran novelista portugués finalizaba su reflexión [2]. Y no sólo, nudo importante, en sus reflexiones más tardías sino desde que se acercara a una temática -recordemos su primer libro sobre Lenin y el contenido de sus primeros escritos sobre Gramsci- que, como parece consistente en un filósofo comprometido de sus características, le acompañó hasta el final de sus días, cuando seguía reclamando la necesidad, por justicia y ausencia de olvido, de un libro blanco sobre el comunismo del siglo XX y teorizaba al mismo tiempo sobre las utopías y las ilusiones naturales de los seres humanos y la necesidad de una renovación a la altura de las nuevas circunstancias del ideario comunista.
Tampoco estuvo distante de las tesis que defendió en «¿Por qué socialismo?» [3] otro de sus maestros, Albert Einstein [4]. Especialmente, en dos de sus consideraciones: en que sólo una economía socialista planificada democráticamente, con la participación real de la ciudadanía trabajadora, podía superar -pensando y actuando solidariamente y rectificando siempre que fuera necesario- la explotación y la mutilación del individuo que impone el capitalismo, y en que el socialismo no es desde luego inevitable. No existía ninguna «ley histórica», ni formulación afín, que nos condujera a él inexorablemente como, a veces, puerilmente se ha teorizado. Como finalidad humana que era, debía ser anhelado, deseado, buscado activamente, con esfuerzo, praxis y tenacidad. Con algunas victorias… y con bastantes derrotas.
Que también en este caso, como en tantas otros asuntos controvertidos, pensó el que fuera profesor de la Universidad Pompeu Fabra con su propia cabeza es asunto de fácil argumentación y más que consistente con la libertad y heterodoxia con la que se enfrentó a la obra y las prácticas del revolucionario ruso a sus 33 años de edad. Una ilustración bastará. Con estas palabras finalizaba su introducción al que fuera su primer libro, Conocer Lenin y su obra [5]: «… recuperar a Lenin hoy [1977] quiere decir sobre todo añadir a la autocrítica del último Lenin, parcialmente distanciado del ejercicio del poder, la autocrítica del leninismo». De hecho, proseguía, dos hechos enmarcaron desde el principio un proceso muy singular. En primer lugar, la de octubre-noviembre de 1917 había sido una revolución comunista contra la letra mal interpretada -y peor plasmada políticamente- de El Capital, como señalara otro de los revolucionarios con los que más dialogó y al que, probablemente, más admiró, Antonio Gramsci. La historia se desarrolló desde 1917 de manera muy distinta a la prevista por la teoría y por el autor de El Estado y la revolución, un libro cuya vena libertaria siempre fue elogiada por el amigo de Oriol Solé Sugranyes.
En segundo lugar, a pesar del denominado «socialismo en un sólo país» era más que evidente la orientación internacionalista de toda la obra de Lenin, su preocupación central por vincular la revolución rusa a las revoluciones de la Europa occidental. Aunque, por otra parte, nunca había sido Lenin un cosmopolita intelectual «incapaz de comprender los sufrimientos y las necesidades de la clase obrera del país de origen» [6]. El autor del ¿Qué hacer?, destacó con énfasis el que hasta entonces había sido militante del PSUC, el partido de los comunista catalanes, fue siempre verdadero internacionalista.
Para el autor de Leyendo a Gramsci, el De omnibus dubitandum, el hay que dudar de todo, que había inspirado a la tradición comunista marxista en sus orígenes (recordemos las preferencias y elecciones de Marx)[7], se transformó frecuentemente en su opuesto, en fanática defensa de lo existente, de todo lo existente. De lo que pudo ser, en algunos momentos, necesidad, se hizo virtud indiscutida. Hasta la misma afirmación, en principio veraz, de que la sociedad soviética no podía caracterizarse de ningún modo como una sociedad comunista acabó siendo utilizada cínicamente para justificar los males y perversiones de la sociedad existente: «los errores y los crímenes (habitualmente llamados ajusticiamientos) eran parte necesaria del socialismo real; la sociedad buena sería, efectivamente, el comunismo, hacia sus cumbres se iba avanzando, pero mientras no se llegara a ella todos los males parecían estar justificados». Tal fue una de las bases ideológicas de lo que se conoció durante décadas como socialismo real. Lo otro, se solía afirmar, arrojándolo sin contemplaciones ni mesura a la cara de los críticos y disidentes, era estúpida utopía, izquierdismo, asunto de soñadores o, peor incluso, colaboración inconsciente con el enemigo, un enemigo que, ciertamente, estuvo acechando, manipulando y agrediendo desde el primer momento, sin cesar, como el rayo de aquel otro poeta comunista, Miguel Hernández, muerto-asesinado a los 32 años de edad.
No fue, en ningún caso, aquella revolución que quiso asaltar los cielos un controlado experimento social de laboratorio, un atrevido estudio académico sin grandes sufrimientos humanos ni agresiones externas. Las coincidencias con otro «gran heterodoxo», Kiva Maidánik, uno de los grandes críticos de la aniquilación de la Primavera de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia, son evidentes y más que significativas.
Merece también ser recordado que FFB nunca dejó de insistir en que fueron los comunistas críticos, los marxistas revolucionarios, desde Rosa Luxemburg a Otto Ruhe y desde Karl Korsch a Anton Pannekoek pasando por Antonio Gramsci, Ignacio Silone y Leon Trotski, al igual que diversas tendencias anarquistas y anarcocomunistas, quienes primero denunciaron los riesgos y los desmanes de aquella clara desvirtuación del socialismo que fue el estalinismo. No sabemos, no podemos saber, señaló, por cuanto tiempo el nombre del comunismo quedará manchado en la imaginación popular por el gulag y por la actuación de la máquina infernal estalinista, de aquella máquina que fabricaba impunemente la calumnia organizada, como señaló Nicolai Bujárin. También en este caso el infierno estuvo empedrado de buenas intenciones, de grandes esperanzas, entre ellas la sincera aspiración a una sociedad igualitaria por parte de las víctimas y, a veces también, por gentes que se convirtieron más tarde en verdugos. El prudente silencio para no perjudicar una experiencia social alternativa podía explicarse, no justificarse, señaló FFB, cuando se tenía a la vista la miseria y el despotismo del capitalismo, si bien, autocríticamente, recordaba «la mala conciencia de los revolucionarios sin revolución que quedamos deslumbrados por la luz de las revolución triunfante sin prestar apenas atención a sus sombras», una revolución que, sin embargo, debería ser analizada siempre con perspectiva histórica, también en sus antecedentes, pensando en los tiempos injustos desde los que brotó. El gulag fue, en su opinión, una de las consecuencias terribles de un nuevo proceso histórico de industrialización acelerada realizado con la confianza de que en este caso, «por hacer lo que se hacía en nombre del comunismo», no era necesario, siéndolo, poner bozal a la bestia del propio Estado (como era necesario, como siempre fue necesario hacerlo al Estado, y al mercado, en las sociedades del capitalismo realmente existente).
Hay más ideas singulares y fructíferas en los textos que aquí hemos recogido, que abarcan un período de más de 30 años, y que el lector tiene ahora entre sus manos: una excelente lectura de las reflexiones del último Engels y del último Marx sobre la lucha política, en general, y sobre Rusia, en particular; un buen análisis para ver las revisiones y contradicciones del pensamiento de Lenin y la práctica como causa desencadenante de esos cambios; magnífico equilibrio y racionalismo temperado para aproximarse al pensamiento y las críticas de los comunistas radicales: » junto a esos errores de apreciación de las situaciones y por encima de las diferencias de tono y de método -a veces muy notables- que se observan en esos textos del extremismo de los años treinta, hay también estimaciones, sugerencias y propuestas políticas de valor» ; defensa del revisionismo bien entendido, en momentos, 1975 y años siguientes, en los que ser tildado como tal era ser condenado al infierno político y a los márgenes de la tradición revoluciona; ausencia, siempre in crescendo, de sectarismo ; lectura libre y documentada de los clásicos; crítica documentada (y sentida) al cinismo e hipocresía de muchas críticas occidentales, conservadores o liberables, a la Unión Soviética (y a Rusia tras la caída y la desintegración); destacada intuición y visión políticas que tanto luz aportaron a muchos ciudadanos; reconocimiento de los aciertos, casi en minoría unitaria, de Helene Carrere d’Encausse; deslumbrante capacidad para leer textos, ahora clásicos. como Nosotros o Chevengur; sentido homenaje a referentes. nunca olvidados por él, de la tradición: Ingrao, Sacristán, Rossanda; cultivo de un, en ocasiones, trágico y lúcido sentido del humor que nunca le abandonó.
Engels… escribió una vez: «Tal vez nos pase a nosotros lo que les ocurrió a los revolucionarios burgueses, que queriendo traer la libertad a este mundo lo que acabaron trayendo fue el Credit Mobilier». Él no lo supo ya, pero nos pasó. Nos pasó a los comunistas: queriendo traer la igualdad a este mundo acabamos confundiendo la unión «soviética», el reino de los soviets, la democracia directa consejista, con la unión «cosmética», con un nuevo poder orientado a la conquista del cosmos que quiso ser superpotencia.
Los lectores completarán nuestro breve catálogo. Hay muchos otros elementos que podrían incorporarse a él. Entre ellos, sabido es, la rebeldía, la indignación, el infrecuente coraje político del coautor, junto a su amigo y compañero Jorge Riechmann, de Ni tribunos.
***
Hemos incluido en este nuevo libro del que fuera profesor de Metodología de las Ciencias Sociales una selección de sus numerosos escritos (muchos han sido dejados en el tintero) sobre la historia y las consecuencias de la revolución de octubre. Los presentamos ordenados por fecha salvo en el caso de los dos primeros textos. Intentamos con ello situar al lector en las coordenadas político-culturales con las que el joven pero ya maduro Francisco Fernández Buey se acercó a la revolución socialista de 1917.
Se podrá observar algunas intersecciones no vacías, inevitables, entre algunos de estos escritos. Variantes de interés y nuevos matices y reflexiones justifican su inclusión desde nuestro punto de vista.
Nuestras breves notas, básicamente informativas, están diferenciadas de las del autor con las siglas «NE», nota de los editores.
Jordi Torrent Bestit nos ha ayudado en la selección y nos ha ayudado a evitar algunos errores que habíamos cometido. Gracias, muchas gracias, estimat amic. Las nuevas equivocaciones, por supuesto, son de nuestra única responsabilidad.
Se podría hacer el esfuerzo de interpretar lo que fue la historia del siglo XX, señaló en repetidas ocasiones el autor de La gran perturbación, desideologizando las palabras que hemos usado normalmente, una y otra vez, y ateniéndonos a «lo que realmente hubo en las sociedades o por debajo de lo que los ideólogos (y tras ellos, los demás) decían (o decíamos) que había. En Rusia y en Estados Unidos de Norteamérica, para empezar». Había, pues, que volver a pensarlo todo, de arriba abajo. Como en otras ocasiones. Alexandr Zinoviev, en su opinión, nos podía ayudar en esta necesaria tarea. Francisco Fernández Buey también lo hizo.
De hecho, por detrás de sus observaciones, reflexiones, tesis y propuestas, subyace una idea-fuerza, varias veces remarcada, de Maquiavelo: «Nada de imaginar paraísos. Lo que hay que hacer es conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos». Eso es lo más, en muchos momentos, a lo que pueden aspirar los seres humanos, en este mundo de la política moderna. No es poco. FFB nunca quiso reconciliarse con el mundo grande y terrible que le tocó vivir, como otro gran revolucionario, como otro de sus maestros, Antonio Gramsci. Se trataba, se trata, de traducir la idea gramsciana de reforma moral e intelectual a unas condiciones en las que la batalla de ideas, por la enorme extensión y potencia de los medios de comunicación (y, a veces, desinformación) de masas, se ha ampliado a todos los ámbitos de la vida. Seguía -sigue- siendo esencial, en su opinión -también en la nuestra-, no desnaturalizarse: revisar, rehacer, volver a pensar, renovar sin perder la naturaleza propia, sin echar por la borda los valores, ideales y fines por los que se había luchado y por los que valía la pena seguir luchando.
¿Fue FFB un comunista democrático hasta el final de sus días? Lo fue ¿Qué tipo de comunismo defendió? El mismo lo expresó en los siguientes términos:
De todas las descripciones del comunismo que he conocido en estos años, la que más me ha tocado, la que ha parecido más sensata, por lo poco ideológica que era, se la oí a un viejísimo campesino, creo que mongol, en un documental reciente sobre los orígenes de la Unión Soviética cuando ya ésta había fenecido. Explicaba el viejo campesino que en 1918 llegaron a su aldea unos funcionarios de Moscú y dijeron a las gentes allí reunidas que se había acabado el viejo régimen y que ahora empezaba una nueva era: la era del comunismo.
A la pregunta, razonablemente desconfiada, del viejo campesino sobre qué era esa cosa llamada comunismo, el funcionario de Moscú había contestado:
«En primer lugar, tener las tierras en común, labrarlas en común y repartir comunitariamente el producto de las tareas realizadas en común; y en segundo lugar, trabajar bien la tierra con los tractores que nosotros os daremos». «Nos pareció lo mejor» -comentó el viejo campesino- «porque lo primero, labrar en común, es lo que veníamos haciendo desde hacía mucho tiempo; y lo segundo, lo de los tractores, era una ayuda inesperada, como llegada del cielo.
También en estos términos y observaciones, que son complementarios [8]:
El comunista quiere que haya libertad en esta tierra. Pero, como la quiere en serio, en tanto que libertad concreta, pregunta, a quienes usan el nombre de la libertad en vano, «libertad, ¿para quién?». El comunista quiere la igualdad en esta tierra. Pero, como no pretende uniformar a los hombres y a las mujeres, precisa qué tipo de igualdad es posible entre seres humanos psíquica y culturalmente diferentes. Aspira, por tanto, a la igualdad social. Más es demasiado .
El comunista también quiere la fraternidad en esta tierra. Pero, como sabe que
[…] en esta tierra sigue habiendo mucho cainismo y mucho amiguismo que pretenden estar por encima de la justicia, precisa de qué fraternidad se trata: fraternidad entre iguales. Y al luchar por la libertad, la igualdad y la fraternidad, el comunista se orienta por un principio: a cada cual según sus necesidades; de cada cual según sus posibilidades y aptitudes.
Era muy posible que, tal como estaban entonces las cosas (¿también ahora?), aquella vieja lucha comunista se tuviera que renovar -de nuevo la idea de Maquiavelo- por vía negativa. ¿De qué modo? No diciendo «el comunismo será así y así», sino diciendo más bien: «el comunismo no podrá ser así y así», porque al quererlo así (por ejemplo, en el sentido de «a todos según sus necesidades») sería tanto como «a) rebasar las capacidades humanas, o b) entrar en contradicción con los principios jurídico-morales que nos proponemos plasmar, o c) entrar en contradicción con las leyes elementales de la naturaleza, con la base material de mantenimiento de la vida sobre el planeta». Pero es sabido que, dialécticamente (otro de los conceptos sobre el que nos ilustró con ironía y acierto), decir no es esto, no esto, es también decir al mismo tiempo es esto otro, algo, que como comentó Jaime Gil de Biedma, uno de los poetas que también transitó, leyó y admiró el autor de estas páginas, ya podíamos empezar a imaginarnos, a sentir y a construir.
Para la ciudadanía en general, escribía el autor hablando de Pietro Ingrao, tal vez sea la ocasión de conocer, ya sin nostalgia, «a uno de los representantes más preclaros de la pasión razonada en la época de la gran ilusión igualitaria». También fue su caso. Al fin y al cabo, como también nos indicó, su época, la de Ingrao y la de Fernández Buey, fue la época de siempre, «la época de los humanos civilmente comprometidos».
Notas:
1) José Saramago, Cuadernos de Lanzarote (1996-1997), Madrid, Alfaguara, 2002, p. 53.
2) Algunos años antes se manifestaría en términos muy parecidos su amigo y maestro, Manuel Sacristán, en una conferencia sobre una política socialista de la ciencia dictada en 1979. Véase M. Sacristán, Seis conferencias, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, p. 47.
3) Albert Einstein, «Why Socialism?»» Monthly Review (mayo 1949). Varias ediciones en castellano.
4) Recuérdese su retrato de Albert Einstein, Vilassar-Barcelona, El Viejo Topo, 2005, y el subtítulo del ensayo: «Ciencia y conciencia».
5) F. Fernández Buey, Conocer Lenin y su obra, Barcelona, Dopesa, 1977 (segunda edición 1978), p. 10.
6)Ibidem, p. 10.
7) Recogidas, por ejemplo, en un libro que, con toda seguridad, hubiera conmovido al autor: Mary Gabriel, Amor y Capital, Barcelona, El Viejo Topo, 2014 (traducción de Jose Sarret)
8) http://www.lainsignia.org/2003/julio/cul_039.htm
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