Desde la muerte del genocida Francisco Franco hasta la primavera de 1982, Andalucía probablemente vivió el período más apasionante y olvidado de su historia reciente. Años en los que la firme determinación de los andaluces por restaurar los derechos civiles y políticos negados durante décadas, motivaron que este pueblo se lanzara a la calle decidido […]
Desde la muerte del genocida Francisco Franco hasta la primavera de 1982, Andalucía probablemente vivió el período más apasionante y olvidado de su historia reciente. Años en los que la firme determinación de los andaluces por restaurar los derechos civiles y políticos negados durante décadas, motivaron que este pueblo se lanzara a la calle decidido a recuperar el tiempo perdido. Invocando a los padres de la patria andaluza y dispuesta a conquistar el autogobierno, la sociedad no dudó en enfrentarse a los sicarios de un régimen fascista que había intentado despojar a esta tierra hasta de su propia identidad. Fue un período, por tanto, cuya trascendencia radica en el deseo de los andaluces por erigirse como pueblo soberano de su propio destino, frente a un sistema dictatorial que parecía tocar a su fin.
A pesar de todo ello, los engaños y las falsas promesas hacia un grupo humano excesivamente benévolo surtieron efecto, y pronto, demasiado pronto, justo hace ahora tres décadas, unos políticos contrariados por el empuje ciudadano, hicieron creer a nuestros progenitores que mediante el desenlace del proceso estatutario, salían definitivamente del túnel del franquismo. Sin embargo, la realidad era otra bien distinta. Bajo el paraguas de una incipiente legislación a todas luces continuista, los dirigentes andaluces de aquel momento histórico habían decidido plegarse de forma inmediata y para siempre a los intereses del estado español, adoptando las maneras corruptas y los modos despóticos de aquella oligarquía parasitaria que el caudillo salvó de la hoguera. De hecho, unos y otros, aprovecharon la coyuntura para robustecer la red fraudulenta de clientelas políticas y económicas asentadas durante la dictadura, pero con el agravio añadido que suponía el restablecimiento de la omnipresente monarquía. De esta forma, se consumaba la traición de la nueva clase política para aferrarse al poder, propiciando que las legítimas aspiraciones de los andaluces se transformaran precipitadamente en el sentimiento de frustración y apatía que ahora nos acompaña a los hijos de los de entonces.
A partir de ahí, y durante los últimos 30 años, Andalucía continuaría siendo el prostíbulo folclórico del estado español. Una tierra que mira al futuro evocando el pasado, diluyendo dignidades, y renunciando a ser algo más que un lugar idóneo para especuladores y ociosos. Porque en todo este tiempo, los gobernantes andaluces no han dedicado ni un solo día, ni un solo céntimo, ni siquiera un solo pensamiento, en diversificar la economía, en expropiar la tierra en manos de unos pocos, en que lo que aquí se produzca aquí se transforme, en generar riqueza, en fraguar futuro, igualdad, justicia y libertad. Muy al contrario, nos han convertido en una nación anestesiada y dependiente de las arbitrariedades y migajas de Madrid y Bruselas. Y es que, como si nada hubiera cambiado, la limosna de los fondos europeos ha venido a reemplazar la puta caridad cristiana con la que la teocracia española ornamentó su proyecto narcotizante durante cuatro décadas.
En consecuencia, Andalucía se hunde con una tasa de paro superior a la de Grecia y un reparto de la tierra tercermundista, sin sector industrial, sin políticas encaminadas a garantizar la soberanía y la seguridad alimentaria, y resignados a vivir del auxilio social europeo y el recreo estival. Pero lo peor de todo, es que la desidia y la impotencia se han llevado por delante lo mejor de nuestra tierra. La alternativa emancipadora, las voces críticas de izquierdas, se diluyen en el espacio y en el tiempo, incapaces de activar a una población acostumbrada a ser objeto pasivo.
Por si fuera poco, tras tres décadas perdidas y con una sociedad desarmada, todo parece indicar que los traidores de clase, los corruptos e inútiles que todavía tienen la desfachatez de llamarse socialistas, serán sustituidos por los encubridores de aquellos que persiguieron, torturaron y mataron a nuestros abuelos, hasta acabar con el pueblo rebelde que otrora fuimos. 30 años después, Andalucía retrocederá 70 primaveras de la mano del nacionalcatolicismo del siglo XXI, cuyos dirigentes, a tenor de lo que vienen realizando en otros territorios pertenecientes al estado español, utilizaran el poder para cercenar el puñado de derechos alcanzados y convertir a nuestra tierra en un lugar aún más dependiente del exterior.
Ante esta situación, quizá en algún momento haya deseado que las encuestas se equivoquen, pero sinceramente, desconozco quienes pueden causar aún más daño, si los que subastaron a nuestros padres o los que exterminaron a nuestros abuelos. Si los que prometen o los que juran, una constitución tardofranquista que indulta a genocidas y colaboradores, a la vez que establece un organigrama institucional que mantiene a Andalucía en el subdesarrollo y en la subordinación absoluta a intereses ajenos. Si los que renunciaron a una reforma fiscal más redistributiva y acabaron abriendo la lata de los recortes, o los que directamente han convertido a los trabajadores en pura mercancía en manos de la usura empresarial…Griñán o Arenas, mismas políticas neoliberales para una nación prácticamente invisible, mismo perro con distinto collar…
30 años después, sólo nos queda volver a empezar.
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